CRÓNICA
DE INFANCIA
Los
hechos suceden y no siempre le damos la dimensión originada. Al transcurrir el
tiempo, las neuronas nos acompañan a descubrir lo que habíamos ignorado.
De niño,
íbamos con mi madre bastante seguido a visitar a las primas, radicadas en San
Andrés de Giles. Disfrutaba mucho el jugar con Raulito--- hijo de una de
ellas---de todo aquello que podíamos crear a excepción de cuando llegaba la
revista Pato Donald-
La casa
estaba ubicada en una esquina muy amplia y por la ochava se entraba a la
Iglesia Pentecostal. Adentro se encontraban largas hileras de bancos, separados por un
amplio pasillo en el centro. Al fondo se destacaba un pequeño escenario, con
tres sillas mirando hacia las personas sentadas y las que iban entrando al
salón.
No era
muy de mí agrado, acompañar a mi madre a las ceremonias que se efectuaban. En
varios instantes ---estando todos sentados---alguno interrumpía al pastor,
poniéndose de pie y orando a los gritos le agradecía a quien creía que era su
Dios, todos los beneficios logrados.
Al
terminar, algunos de los tres pastores, se levantaba y decía con voz potente: ¡Aleluya!
¡Aleluya! ¡Dios te bendiga!
Además de
aburrirme, los miraba a todos como personas extrañas: ponerse de pie, gritar,
agitar los brazos, sosteniendo la Biblia en alguna de sus manos.
Al costado,
en una calle de tierra se encontraba la entrada a la vivienda. Al subir a un
descanso, estaba la enorme puerta y al abrirla surgía un amplio espacio con un
piso de pequeños adoquines y la bomba de agua .Era un placer, en los días de
calor, estar debajo de la enorme parra, bombear la bomba y beber el agua fresca
y transparente.
En esas
tardes calurosas y de mucho sol, nos encantaba a Raúl y a mí, cruzar la calle,
donde había una enorme arboleda y arrancar dos ramas, limpiar la abundante
cantidad de hojas y luego salíamos a corretear por las calles de tierra,
tratando de cazar mariposas. Era enorme la cantidad de ellas que volaban, dando
piruetas y siendo las mismas de tan diversos y bellos colores. Cuantas más
caían al piso, crecía más nuestra alegría.
Tenía
ocho o nueve años, pantalón corto y remera desteñida, cuando conocí lo
que es el fundamentalismo. Entre tantas mujeres, aparecía la figura de un
hombre grande. Era uno de los pastores, bigote ancho, negro, con un andar
lento y pesado: El Tío Calisto.
Los días
martes, en el escalón de la puerta, el diariero nos dejaba el Pato Donald.
Después de desayunar corríamos a buscarla y largo tiempo el placer de su
lectura nos acercaba a bellos mundos.
En una de
esas mañanas, en que soplaba el viento levantando un poco de tierra, y
amenazando con esas lluvias de corto tiempo, la puerta se abrió y el Tío
Calisto con voz potente y amenazante dijo: "¡tomen la Biblia y dejen esa porquería!".
Además nos arrancó de nuestras manos la revista tirándola al centro de la
calle, justo en el instante en que comenzaban a caer algunas gotas-
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