Dedicado a los niños de San Antonio de los Cobres, Salta, Argentina.
Pueblo ubicado a 3.775 metros sobre el nivel del mar
Nos movemos con ansiedad, caminamos apresurados hacia la puerta.
Abrigados, equipados con cámaras de fotos, filmadoras. Un guía explica: No
den dinero a los chicos porque la gente del pueblo no quiere fomentar la
mendicidad. Pueden comprar sus artesanías.
Y entonces bajamos del tren por primera vez.
Apenas caminé un paso, me vi rodeada de gran cantidad de niños. Ojos
oscuros, mirada clara. Piel morena, sonrisa radiante. Actitud expectante, andar
tranquilo. Me envolvieron y me contagiaron su paz.
La gente agolpada comprando, regateando, subestimando. La gente apurada
empujando, ignorando, atropellando. El objetivo estaba claro: obtener
artesanías a menor precio, plasmar paisajes y rostros de la Puna.
Mi cámara digital fue tomando segundo, tercer, último lugar, hasta
quedar relegada sobre mi hombro. Mi atención imperiosa se volcó hacia los
pequeños vendedores, quienes extendían sus manitos mostrando gorros, monederos,
lapiceras, prendedores; si hasta piedras vendían, limpias y prolijamente
exhibidas en cajas.
Retenía los nombres mientras me respondían y luego de unos minutos ya no
hubo diferencia entre Cintia, Damián, Lorena, Matías y tantos más. No
significaba que los niños fueran iguales, sencillamente mis sentimientos se
fundieron con su piel y su calma, con sus miradas curiosas de ojitos vivaces,
con sus voces nítidas y sus palabras entrecortadas, con el beso adherido a su
sonrisa. Esos niños ocupaban todos mis pensamientos.
Una voz diferente, surgida del silencio atronador de las montañas, me
ubicó en la realidad: Señora, suba. Sólo queda usted. Suba ahora señora.
Los chicos no se alejaban y tampoco podía apartarme de ellos.
Ascendí al tren, conmovida, emocionada, aturdida. Mis manos llenas de
artesanías y piedras que ni siquiera sabía para quién había comprado.
No tengo demasiada conciencia de lo sucedido durante los pocos
kilómetros de marcha hasta la segunda parada. Luego el mismo pedido de los
guías: no dar dinero, tomar fotografías, comprar artesanías, deleitarse con
comidas regionales. Debía ser un acto simple, una poca cosa.
¿Simple…? No, no fue así. También para mí fue similar: los niños
rodeándome y alcanzándome con sus miradas, sus manitos, sus sonrisas. Me
inundaron con sus silencios, sus necesidades, su humildad.
Recuerdo la prisa de la niña al comer el chocolate que mi mano temblorosa
le entregó, mientras su compañerita averiguaba “¿qué nos da la señora?”, “es
chocolate, comé comé”.
Aún escucho y veo a esa otra nena pidiendo “¿tiene algo suyo pa' que me
dé?”. Busqué en mi bandolera donde poco tenía -lentes, pañuelo, algo de dinero-,
y tan sólo pude darle un lápiz, tan sólo pude preguntarle su nombre.
Recuerdo al chiquitín que me vendía un yuyo, yica-yica. Al
preguntarle para qué servía, su vivacidad, su alegría, su voz aguda, todo él
involucrado en la respuesta mientras explicaba: “pa' que se haga más güena”.
Y subí al tren por segunda, por última vez. Mis manos nuevamente
repletas de artesanías y piedras. El alma abrumada, los sentimientos
entreverados, los pensamientos confusos. ¿Acaso los volvería a ver? ¿acaso
sabría algo de ellos en alguna oportunidad? ¿acaso los podría reconocer?
Cada día pienso en esos niños, evoco sus voces, sus miradas curiosas,
sus manitos extendidas. Algunas noches me despierto y los veo correr al lado
del tren, saludando y acompañando su marcha durante unos metros.
Yo regresé en ese tren. Mi alma quedó con ellos.
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