El Último Guanaco.
La lejana cordillera, soleada y majestuosa,
era el hogar de un piño de magníficos guanacos.
Un guanaco
de edad madura, fornido y hermoso de color
fuego, como una criatura real y seis hembras delicadas y de
movimientos elegantes, de un
color un poco más claro, cinco preñadas y una con cría de seis meses.
Recorrían cerros, disfrutando de los
manjares que encontraban a flor de tierra, hojas verdes y sabrosas.
Solían beber en una
vertiente, que había en la vega, donde retozaban, y se acicalaban con
prontitud, y
dormían apaciblemente, en ese
paraje, se dejaban oír los cantos de los tococos, que traspasaban el cielo,
mientras la brisa cordillerana, les acariciaba
sus suaves y hermosas lanas. Por las tardes corrían por el llano
libre y expandido como una gran cancha de carreras, era un galope mágico
impregnado de libertad
perfección y felicidad, el
pequeño guanaco, no se quedaba atrás, él brincaba, y con sus saltos y dejaba
ver,
cuan feliz era, vivían en
plenitud y armonía. Este pequeñito era muy travieso, a veces cuando ya no
quería
caminar, se echaba detrás de
las tolas, y se quedaba dormido plácidamente.
Un día
extraño lúgubre y nefasto, para la familia de guanacos, un olor extraño,
percibieron sus finas
Narices, más tarde, un ruido
sobrecogedor, como el rugido de un león, que nunca paraba, luego el silencio.
Como siempre solían hacerlo, se dirigieron a
la vertiente, a beber su refrescante agua, la bebida más fiel y
energizante de la naturaleza.
Todo pasó muy rápido, un estruendo y cayó el macho herido, movía sus patas
sobre la vega hacia el cielo,
como queriendo emprender el último vuelo hacia la eternidad, luego un silencio,
las hembras se echaron a su
alrededor, bufando y moviendo sus orejas, varios estruendos, las hembras,
como damas de alto linaje, se
fueron adormeciendo al lado de su rey, cayendo lentamente como haciendo
una reverencia a la vida,
seis tiros seguidos fue la música que las separó de este mundo hacia un mundo
mejor. La vertiente se tiño
de rojo y su canto de antaño se sentía más ronco, como el llanto de una madre
que le arrebatan los hijos de
sus brazos, para destrozarlos delante de ella, la vega se ennegreció, como una
viuda doliente, era un manto
de luto negro que olía a la fresca sangre de los inocentes guanacos que
formaron el río de dolor. Los
tres cazadores reían dichosos y en su mirada un brillo de triunfo, cuanta
euforia
en sus rostros, como si su
acto mezquino y vil fuera connotado como algo digno de admirar, hacían
señas a la camioneta camuflada,
donde estaba el cuarto cazador, se sobaba las manos dejando caer saliva
de su boca y sacando de entre los montes, cuchillos filosos y malditos preparándose de para faenar los
cuerpos.
El pequeño, permaneció inmóvil, escondido
entre las tolas, sin hacer ruido, los hombres se fueron, no
Dejaron casi nada, aparte de
las cabezas y el río de sangre y el dolor de la cordillera, que se manifestó
con un
aullido del viento. El
pequeño retornó sólo a las alturas, sin comprender porque era tan dura la vida
y sin
saber que era el último
guanaco.-
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