Ariadna
Alma y
cuerpo tienen tu marca, ojos que guardan aún el brillo que descubriste en
el Egeo. Aunque nos hayamos celebrado en el desierto patagónico o entre los
camalotales de irupé en el riacho Victoria, él/ vos igualmente me habrían
abandonado. Ya no necesitaban el hilo para salir del laberinto.
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Por Teseo
sacrifiqué mi sangre, mi hermano, el mitad toro. Yo, la hija de Pasifae, dejé
tierra y poder. Desposeída, me deseaste errante y extraño dios viajero de
viñas y olivares. Fui tuya ya sin nada, en harapos, raída, paridora
entre arena y algas. De todas las maneras, en todas las formas, con la
risa y la nave, igual me abandonó. Como Jasón a Medea. Como Jesús a Magdalena.
Fuimos bárbaras, prostitutas, brujas y ancianas sin alma ni derecho a amar,
seres diferentes y temibles. Resultábamos fáciles de usar y descartar. ¿Quién,
quiénes juzgaban? Deseé entregarme a vos cuando desperté y te vi
casi desnudo, dorado por el sol de la vendimia. Ofrecías la ingenuidad
del niño y la ambrosía pagana de la resurrección. Mítico dios
mediterráneo, tu fuerza fue apenas máscara cuando quedé otra vez
afuera. Te tuve un instante, nos tuvimos. Bien pudo ser un día, tres, la
eternidad, un siglo. No medimos el tiempo, lo vivimos. Ariadna te
reconoció, extranjero. Pedí ir contigo, rogué, imploré,
yo, morena hija del sol, sacerdotisa de lunas y de fuegos. La
pequeña muerte nos unió y destelló la vida. En soledad, parí. Tal como pariré
mi muerte, nueve lunas después de nuestro encuentro, ya sin después y sin
navegaciones. Quise regar. Quedar en el rocío. Sangre del útero en la
misma playa, sobre la huyente arena, entre algas secas. Mujer de las
serpientes. Marina de la mar. Virginal de las rocas. Así me nombran.
Y escupen tras de mí.
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