Estabas sobre el muelle, envuelta en una campera
acolchada que era de Óscar. El sarong te cubría las piernas, y sus puntas
desflecadas te rozaban los tobillos. La corriente
sonaba como si fuera de vidrio. Me acerqué al canal, y al mirar por debajo del
muelle, entendí por qué el río crujía de ese modo. Primero fueron tres botellas
sin etiqueta, luego un neumático mordido por los peces, y después, partes de un
motor desechado. La inercia de la creciente había arrastrado consigo toda la
cosecha de basura sembrada a lo largo de las orillas del canal. Había cabezas
de muñecas trasquiladas, bolsas de supermercado, manubrios de bicicletas, patas
de sillas, envases de cartón que habían cargado ramilletes de latas de cerveza,
esa espuma sucia que parece un aguaviva, botellas de todos los brebajes, un
bagre degollado por una hélice, profilácticos, latas de galletitas, canillas,
aros hula-hula atragantando una pelota de playa desinflada, una patente doblada
por la mitad, una soga deshilachada atada a un palo mohoso (ambos trataban de
acordar entre golpecitos cuál se suponía que debía de haber sujetado al otro a
la tierra), chupetes ya marcados por dientes, la parrilla delantera de un auto
enredada en una cinta de video, tortugas haciendo la plancha, una mesa de luz
apolillada; y entre esos restos de civilización iban, dando saltitos de un
lugar a otro, unas tres garzas que se las habían arreglado para seguir teniendo
las plumas blancas. Buscaban peces atrapados en una lata o confundían alguna
otra cosa con ellos. Luego de comer, saltaban hacia otra isla en movimiento,
para seguir regateando con la corriente.
Había un sentido poético, sarcásticamente poético, en toda esa marea de basural, porque sin dudas, lo decadente de un espectáculo es un atributo de belleza, como sucede con las ruinas de un castillo. Quizás la belleza sea el proceso mismo de ensanchamiento de una grieta que nos invita a soñar con el derrumbe, igual que el peligro volvía hermoso el verte haciendo equilibrio en el puente. Cualquier cosa que pueda colarse en esa grieta primigenia, ya sea el tiempo, el mundo mismo o el peso de su estructura, no nos preguntamos de dónde vienen esos desechos que la expanden, sólo disfrutamos de la caída o su expectativa. Nos quedan, para llenar esa brecha, nuestros vacíos e historias, que la ensanchan y nos fuerzan a crear nuevos Frankenstein a partir de restos de héroes putrefactos. Todos los años debemos volver a llenar la hendidura, cada vez más abierta por la presión de engendros anteriores que yacen debajo, en un ciclo que durará, supongo, hasta que la fractura escale hacia la bóveda y todo colapse. Entonces los religiosos festejarán el edificio que se les viene encima y los tritura. Los otros nos quedaremos afuera, a la izquierda, y podremos medir la catástrofe, el volumen de fuerza de la caída, recordar para los viejos e imaginar para los jóvenes (dos caras de la misma moneda) cómo pudieron ser las orgías y banquetes dentro del palacio cuando todavía se erguía. Quizás algunos tratarán de reproducir su sombra y eso los haga felices por un rato. A los otros sólo nos quedará esa forma de mirar como idiotas que llamamos contemplación, y algún relato que empiece con: “En el principio...” que nos dará la esperanza de que un Cosmos pueda surgir del cadáver de ese dragón. Sin embargo, nada nos salvará de ese mismo final, de la muerte única. Después, sólo nos restará eso, la nulidad misma de nuestra resonancia esparcida en el viento, descuartizada por el picoteo de una garza que salta entre la basura.
Había un sentido poético, sarcásticamente poético, en toda esa marea de basural, porque sin dudas, lo decadente de un espectáculo es un atributo de belleza, como sucede con las ruinas de un castillo. Quizás la belleza sea el proceso mismo de ensanchamiento de una grieta que nos invita a soñar con el derrumbe, igual que el peligro volvía hermoso el verte haciendo equilibrio en el puente. Cualquier cosa que pueda colarse en esa grieta primigenia, ya sea el tiempo, el mundo mismo o el peso de su estructura, no nos preguntamos de dónde vienen esos desechos que la expanden, sólo disfrutamos de la caída o su expectativa. Nos quedan, para llenar esa brecha, nuestros vacíos e historias, que la ensanchan y nos fuerzan a crear nuevos Frankenstein a partir de restos de héroes putrefactos. Todos los años debemos volver a llenar la hendidura, cada vez más abierta por la presión de engendros anteriores que yacen debajo, en un ciclo que durará, supongo, hasta que la fractura escale hacia la bóveda y todo colapse. Entonces los religiosos festejarán el edificio que se les viene encima y los tritura. Los otros nos quedaremos afuera, a la izquierda, y podremos medir la catástrofe, el volumen de fuerza de la caída, recordar para los viejos e imaginar para los jóvenes (dos caras de la misma moneda) cómo pudieron ser las orgías y banquetes dentro del palacio cuando todavía se erguía. Quizás algunos tratarán de reproducir su sombra y eso los haga felices por un rato. A los otros sólo nos quedará esa forma de mirar como idiotas que llamamos contemplación, y algún relato que empiece con: “En el principio...” que nos dará la esperanza de que un Cosmos pueda surgir del cadáver de ese dragón. Sin embargo, nada nos salvará de ese mismo final, de la muerte única. Después, sólo nos restará eso, la nulidad misma de nuestra resonancia esparcida en el viento, descuartizada por el picoteo de una garza que salta entre la basura.
De "La mediocridad y sus dones"
Extraído del Grupo Literarte de Facebook
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