uruguay
El molino quemado… un santuario natural
La tarde estaba mutando
apresuradamente. Tornábase rojiza, viraba a un tono violáceo como de vino
tinto. Aún faltaba un tramo del trayecto final en el recorrido del sol, al
final de cada día.
Los caminos estaban llenos de polvo,
secos, muy secos. La tierra cubría las hojas de las plantas que surgían
rebeldes, amontonadas unas con otras, al costado del camino. Más adentro de los
alambrados, las plantaciones de girasol, sorgo, maíz o trigo, afloraban mansas,
sumisas, en ordenadas filas rectilíneas. El conjunto lucía como una armoniosa
ciudad civilizada, donde cada cual está donde debe estar.
Un cartel, oxidado, indicaba un
destino próximo al pueblo, que en las fechas recientes cumple sus ciento
cincuenta años. Por algún extraño motivo el nombre invitaba a visitarlo. Había
que adentrarse en un polvoriento camino y recorrerlo por unos 4 kilómetros.
Relativamente próximo, más aún, andando en auto. Pero la calzada debía
recorrerse lentamente debido a la gran cantidad de roca suelta; del suelo
pedregoso que afloraba en forma de lomo de yacaré, cada poco ciento de metros.
Lo que significaba una ventaja para los pocos habitantes que vimos a la veda
del camino, unas lindas casitas de campo, pues evita que los coches pasen
rápido y levanten demasiado polvo. Una solución natural, diferente a la
encontrada por los vecinos, personajes del cuento de Don Luis Landrisina, que
pusieron el cartel: “¡Despacio! A 100 metros, Campo Nudista”.
Tras andar un rato avistamos con mi
compañera de ruta, un puente de hormigón. Nos detuvimos y observamos. Una
familia acampaba, aguas arriba. Bajo el puente se oía el murmullo del agua
cruzando entre el pedregoso lecho del arroyo San Francisco. En las cercanías, a nuestra izquierda, una
vieja camioneta estaba estacionada. Un matrimonio de adultos entrados en años,
quizás de unos sesenta y cinco años, pero cómo saberlo, cuando las arrugas
afloran, producto de la labor a la intemperie muy probablemente, descansaba,
disfrutaba de la tranquilidad. Me aproximé y
pregunté por la ubicación del Molino Quemado.
-Es aquí la entrada –dijo el hombre,
que tomó la iniciativa y se transformó en improvisado guía turístico. Cruce el
alambrado y siga el sendero por un kilómetro y medio, más o menos, hacia el
sur.
-Gracias… Visitaremos el lugar
–expresé señalando a mi compañera, que aún espera dentro del vehículo.
Dejamos el auto estacionado en un
pequeño claro, metros adelante de la vieja camioneta Ford 100, del hombre de
las arrugas pronunciadas. Su vehículo lucía impecable. Cruzamos el alambrado y
comencé el registro fotográfico. Lo primero en llamar nuestra atención fue un
nido de avispas. Un bosquecillo con sotobosque ralo daba comienzos a pocos
pasos de lo que oficiaba de entrada, lo cual no es más que unos palos cruzados
donde nacen o mueren hilos de alambre que se continúan a los lados. Dar los
primeros pasos fue como entrar a un túnel. La temperatura descendió, y creo que
también se volvió más húmedo el aire. El sol casi desaparecía bajo la
frondosidad de los árboles. La humedad se notaba no sólo en el aire, sino en la
vegetación, en los musgos, en los hongos que afloran en la base de algunos
árboles e incluso en un tronco, aparentemente seco, cubierto por una especie de
hongos que semejan almejas adosadas.
Como galerías se extienden, a un lado
y otro, más senderos que terminan arriba en la formación abovedada creada por
el ramaje, y se extienden pocos metros sin llegar a ningún sitio especial.
Anduvimos varios metros y nada del molino. Quizás –pensamos- equivocamos el
camino, o quizás, no había restos…
Vestigios de una antigua muralla, muy
baja, oficiaba de guía. El sendero se confundía con él, pero el musgo y la vegetación
no permiten delimitar o distinguir muy bien de qué se trata en un principio. Un
camino natural parece hecho por el paso de animales, quizás ganado que pasta en
la zona. La evidencia son los montículos de bosta esparcidos a uno y otro lado.
El sol se filtraba en forma de rayos por entre el tupido ramaje. Después de
andar un buen rato, una estructura de ladrillos y piedra emergió en medio de un
claro. Voluminosa estructura; pero, sin embargo, quedaba oculta en la densidad
del bosquecillo.
La corriente de agua sigue la
caprichosa y serpenteante forma del suelo rocoso, hasta que se nota el desvío
del curso que ahora está ocluida, y por ende seco el canal que, como la muralla
baja del comienzo del camino, aparece oculto y confundido entre la vegetación. Antiguamente, de seguro el agua entraba por
allí y llegaba al molino, por esa formación de rocas y ladrillos que primero es
un canal y luego se convierte en túnel. Mirándolo desde afuera, el edificio
parece hueco, pero no se ve entrada, una puerta, algo que indique por aquí se
entraba. O sea, aparenta un edificio alto, pero no imaginamos en principio lo
que en realidad es. En la parte alta, unos orificios semejan ventanas, tiene
forma de media luna, con la delimitación rectilínea hacia abajo, y aparecen en
varios puntos del grueso muro. El monte se integró a la construcción, se metió
adentro, floreció en su interior. Como si estuviese ganando la batalla contra
la voluntad del hombre que construyó el molino. Un árbol emerge desde el
interior, varias especies vegetales se dejan ver desde afuera. Es enorme la
construcción. Parece irreal, como salido de un cuento de aventuras. El
microambiente es lúgubre, por la penumbra producto de lo cerrado del monte,
como por el cierre de la tarde, todo se vuelve más irreal.
Rayos de sol se cuelan y dejan puntos
iluminados que resaltan. Un joven padre y sus dos hijos adolescentes regresan
de pescar, trayendo cañas y aparejos. No
hablan casi y miran de reojo al retirarse. El dueño del viejo Ford los viene a
buscar, algunos pasos detrás nuestro venía, sin que nos percatáramos de su
presencia. Haciendo uso de la palabra nos relata algunas cosas sobre la
historia del lugar.
-Un francés construyó este molino…
Funcionó un par de años -cuenta. Pero él mismo lo quemó.
- ¿Lo quemó…? –pregunté incrédulo.
Pero; sin embargo, era ese el nombre del lugar al que aludía el cartel, en la
calle de acceso principal de la ciudad conocida como Nueva Helvecia.
-Sí, quemó su propia construcción… Es
que… el hombre estaba unido a una mujer, la que era su segunda mujer. Y tenía
un hijo del primer matrimonio, casi de la edad de su segunda pareja. Una tarde,
el viejo francés, apareció por el molino y encontró a su mujer, medio desnuda,
entregándose a su hijo. Segado por la furia, incendió el lugar y luego huyó a
su país natal. Nada se supo más de él.
Cuando salíamos del bosquecillo, aún
estaba la familia del viejo cruzando el alambrado, y él se había demorado como
esperándonos. Prosiguió su relato sobre el lugar: “Algunas veces, de tardecita
–contó- se puede ver la imagen de una mujer que anda por aquí, como vagando por
los senderos”.
- ¿En serio…?
-No sé, pero yo por si acaso nunca me
quedo de noche por aquí.
-Sin embargo, hay vestigios de
fogatas encendidas cerca del molino. Alguien hizo fuego, de hecho, hay rastros
de varias hogueras en lugares aledaños a la construcción.
-Puede ser… pero por si caso yo no…
-Bueno, seguiremos su consejo y… tan
pronto tomemos unas pocas fotos más, nos marcharemos.
Registré el lugar desde el interior
de la construcción. Tomé fotos del lugar donde estaba la rueda del molino. Lo
que antes creí vacío o hueco, en realidad, estaba cubierto de tierra, y lo que
considerábamos ventanitas, casi como ojos semiabiertos, no eran tales. Pues
estaban casi sobre esa superficie alta de suelo, a unos tres metros sobre el
nivel de la superficie externa a la construcción.
La luz del sol declinaba rápidamente,
el frío comenzaba a sentirse con mayor intensidad, y cuando nos marchábamos,
una joven pareja se adentraba al montecillo en dirección al molino, como
nosotros, rato antes. Pensé, quizás en la tranquilidad del monte, hagan el
amor. Pues el halo de misterio se mezcla con un no sé qué de aventura,
misterio, placer que se experimenta al caminar por ese sendero que lleva al
molino. Es una sensación agradable, pero la presencia del manto oscuro, del
follaje tupido, impregna todo de un silencio cómplice.
Cuando registraba las últimas
imágenes tomé una foto a la pareja que llegaba al claro que rodea a la
construcción, y quedaba esa especie de entrada a la misma por detrás.
Volvimos sobre nuestros pasos, nos
encontramos con el murallón bajo, que según el dueño del viejo Ford era usado
para contener el agua desbordada, para aprovecharla.
El sol declinaba y se ponía al oeste,
la noche surgía rápida y los colores del campo variaban. Las plantaciones se
perdían y sólo unas aves solitarias, dos o tres, vigilaban el camino desde los
hilos, desde los cables de la corriente eléctrica.
Volvimos, tras andar un poco por el
pueblo, a nuestro hogar, cien kilómetros al este.
Al día siguiente, mientras
comentábamos con mi esposa lo bien que habíamos pasado en aquel lugar y
observábamos las fotografías digitales registradas el día anterior, noté algo
extraño. Un defecto –pensé. Pero se repetía y adquiría cierta nitidez, que
comenzó a inquietarme.
- ¿Podrías mira estás fotos? -Le dije
a mi esposa.
-Sí… ¿Y eso qué es…? –preguntó algo
confundida, pero sin darle mucha importancia.
-Son las fotos de ayer…
-Sí, pero eso que aparece allí en
varias fotos… ¿Lo ves?
-Sí… por eso te pedí que las miraras…
No había nada cuando tomé las fotos.
-No. No vi nada cuando estuvimos
allí. Está algo borroso… pero parece una mujer ¿no?
-Eso creí yo también cuando las vi… y
por eso te sugerí que miraras.
Quedamos mudos, atónitos con lo que
aparecía en el monitor de la computadora. ¿Era eso un alma en pena? ¿Era esa la
mujer del francés, la del relato del hombre viejo? ¿Era una suerte de evidencia
de dicho relato?
Quizás el molino se había convertido
en una especie de santuario natural.
Fin
Nota del autor:
Cuánto me gustaría volver a encontrar
al hombre de la Ford 100 para contarle, para mostrarle lo que registró la
cámara fotográfica. Es la confirmación de su relato, de la anécdota que narra
como algo posible, pero de lo que no tiene certeza.
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