LA MERIENDA DEL CANÍBAL
Hora del desayuno de lunes en la modesta casa
de inquilinato de Loria y Belgrano. Cinco de la mañana. Palmira, con la rubia
melena oxigenada revuelta y legañas en los ojos, le ceba mate al cincuentón y
morocho Rogelio, que con disimulo se roba la media torta frita que quedó del
domingo, antes de ponerse la gorra para cubrirse del frío y caminar hasta la
parada del colectivo 84, que lo llevará hasta Villa del Parque. Treinta años
con la misma rutina, desde que aprendiera el oficio de tornero.
Cuatro horas más tarde, también desayuna César
Mendizábal, dueño de una pyme metalúrgica de José Pedro Varela y Cuenca. La
doméstica Juana llega con la humeante taza de café, cortado apenas con un poco
de leche, y seis masitas secas con un toque de frutilla. El empresario pregunta
si ya está listo el chofer Benicio con el Mercedes y baja por el ascensor que
comunica con la cochera del lujoso piso de Barrio Parque. Sin hacer ruido, para
no despertar a su esposa Enriqueta, que anoche tuvo una mesa de canasta.
Once de la mañana en la sofisticada oficina
del presidente. El Sr. Mendizábal y el Negro Rogelio miden sus fuerzas con el
ostentoso escritorio de por medio, mientras desde un portarretrato de plata,
Don Angel, el español que forjó este presente desde un pequeño tallercito de
diez por diez, parece pedir disculpas en blanco y negro.
Nunca se llevaron bien los ocupantes del
sillón grande y el sillón chico. Diferencias de piel, caracteres,
conocimientos, visión de las cosas, esfuerzos. Un poco de cada una o todo
junto. Cóctel explosivo que se fue alimentando con el tiempo. Más hoy, cuando
una pieza ha sido devuelta por un cliente. Uno alega impericia e
irresponsabilidad. El otro, errores en el plano y herramental deficiente. La
discusión sube de tono y queda flotando una imposibilidad de acuerdo. Alguno
perderá feo.
Hora de la merienda. César pide que le traigan
la carta de renuncia para firmar, llamen a Rogelio y los dejen solos. Como si
no pasara nada importante, le dice a la chica del servicio que le sirva antes
un té cargado y un trozo grande de torta con merengue, la discusión le ha
generado un apetito voraz.
Mendizábal le comunica la decisión al Negro.
Este reacciona furioso. Y se lo dice en la cara. Son años de aguantar los
atropellos de este turro que no heredó todo lo bueno de Don Angel. Lo típico de
las empresas familiares, el inmigrante que trabaja como un buey para levantar
un sueño y compartir con sus laburantes y un hijo que le canibaliza la herencia,
porque solo le interesa la ganancia. Palabras más, palabras menos, eso gritó
Rogelio. Mientras dentro suyo recordaba la canción de Gustavo Cerati…”…tomate el tiempo en desmenuzarme… entre caníbales…una eternidad esperé
este instante…”
Guiado con delicadeza de tornero, el cuchillo
de plata se deslizó suavemente desde el merengue y el dulce de leche hasta
penetrar el abdomen del patrón.
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