VENGAR EL
AGRAVIO
Los caudillos, jefes de tierra adentro,
idealistas y corajudos, peleaban por un país unido y federal. Así era Facundo
Díaz, arbitrario como ninguno a la hora de dar las órdenes.
Vivía en su estancia cerca de una
población con casitas de adobe, calles angostas y arboledas extensas. Tenía
varios empleados: hombres y niños que criaban animales, esquilaban, lavaban la
lana… y mujeres que tejían frazadas y tapices, alfombras y prendas de vestir.
En una pared, colgado, conservaba un retrato pintado a mano de Juan Facundo
Quiroga, el mítico Tigre de los Llanos.
Laura Peñaloza era una criada que el dueño
del establecimiento humillaba a menudo porque le molestaba su andar reprimido y
servicial. Don Facundo odiaba los pusilánimes.
Una tarde, Laura entró al cuarto del
patrón; el anciano permanecía inmóvil y afiebrado. De lejos vio al niño
Faustino, su nieto, jugar en sus brazos con el rostro de manzana y la
respiración sonora y profunda. Ella despreciaba a los padres de esa criatura
por haber ofendido su dignidad con el solo fundamento de ser la esclava; el ser
que renegaba de su ignorancia pero que sabía de las miserias de aquellos que se
consagraban a los cultos.
Laura retrocedió con los ojos entornados y
repletos de lágrimas. Derribó un botijo antiguo que estaba sobre el cajoncito
de las medicinas. El abuelo no se inmutó. Al lado de la cama, un brizo envuelto
en lanas celestes esperaba la siesta para atrapar a Faustino y guardarlo en su
sopor.
Un destello de furia se apoderó de Laura
mientras su mano se aferró al borde de la cama donde Facundo Díaz dormitaba.
Repudiaba a esa familia; el filo de un cuchillo asomó en su delantal... En ese
momento, el niño comenzó a llorar. Ella retrocedió nuevamente. Ese lamento
penetró en su alma como un ensordecedor grito que magulló sus vísceras,
entonces volvió junto al lecho, levantó a Faustino y lo cubrió con un manto
blanco. Sin hablar, poseída por un endemoniado salvajismo, huyó por el camino
hasta llegar a El Portezuelo. Buscaba
la venganza… Escuchó el silbato de un tren que transportaba madera, que se
talaba en los bosques, hasta el puerto de Buenos Aires. Siguió corriendo por el
paraje que bordeaba Las Sierras de los
Llanos, donde los sedimentos milenarios forjaban siluetas raras como la de El Loro: una figura con alas
entreabiertas.
La criada se quedó mirando la imagen,
sumergida en un universo de seres arcaicos: tribus que buscaban la resurrección
y brazos que acunaban a un bebé.
Laura
Peñaloza siempre quiso tener un hijo…
Gracias por publicar mi cuento. Es un honor para mí.
ResponderEliminarUn abrazo grande.