El librero turco
Movía la manija de la puerta con insistencia, no podía abrirla. La cortina de la vidriera estaba apenas corrida. Apoyó la frente entre sus dos manos en el vidrio sucio, para ver si alguien venía a abrirle.
Nahir esperaba. Había llegado la tarde anterior a Estambul. Al bajar del barco lo envolvió un aroma tan exquisito de condimentos, que sintió la necesidad de comer un emparedado de pescado. Se acercó a la barcaza-bar anclada en el puerto y se sentó a saborearlo, con una gaseosa. Luego se dirigió al hotel, disfrutando del atardecer, ya ocultándose el sol sobre el Bósforo. Mientras caminaba se detuvo frente a la torre de Gálata, que sobresalía desafiante sobre una de las siete colinas.
Le pareció extraño que la librería estuviera cerrada, ubicada en el centro de una ciudad tan populosa y turística. Nahir leyó el nombre del comercio, Kitaplar Turban. Era lo que había venido a buscar, junto al nombre del comercio pintado un tulipán rojo, símbolo nacional deTurquía.
Un señor de espesos bigotes y cejas tupidas, vestido con túnica amarilla y descalzo, venía desde el fondo del salón caminando por la colorida alfombra gordiana. Se acercaba, arrollándose el turbante azul, con aire soñoliento y despreocupado. Corrió la traba de la puerta y lo hizo pasar a Nahir, sin dejar de observarlo.
Nahir se dirigió al sector de historia a buscar algunos libros donde pudiera encontrar información sobre la Diáspora turca. Estaba preparando la tesis para presentar en el último tramo de su carrera. Tan acostumbrado desde muy pequeño escuchar a sus padres hablar tanto de historia, del Imperio otomano, de guerras y emigraciones del pueblo turco. De haber sufrido el exilio por varios años y empezar una nueva vida en otro país. Se apasionó tanto que se dedicó profundamente a estudiar. Ya estaba terminando su licenciatura.
Su familia al irse de Estambul, había abandonado la casa, dejando todos sus bienes y perdiendo una biblioteca muy completa de sus mayores que pensaron que iban a pasar de generación en generación.
De pronto decidió buscar al librero para hacerle alguna pregunta. Lo buscó entre las pilas de libros de las mesas, en los pasillos, entre las bibliotecas. Cuando vio la altísima escalera con un sinfín de peldaños precarios, le hizo pensar que había subido por allí.
Nahir se esforzaba por recordar el rostro de la persona que lo había atendido amablemente, hacía poco. Al menos, eso pensaba. Había estado ensimismado leyendo, compenetrado en su búsqueda, que no podía recordar, ni tampoco tenía noción del tiempo que estaba allí. Sólo se acordaba de los enormes bigotes y las cejas como parvas.
En la pared bajo la escalera, descubrió la esfera de un reloj astronómico, exhibía un calendario polvoriento con zodíaco, le hizo recordar que cuando era niño, le gustaba mucho ir al pequeño taller de su abuelo relojero, donde escuchaba los distintos sonidos de las campanadas y tic-tac de los relojes antiguos. Lo observaba con que paciencia los reparaba, con sus minúsculas pincitas y alicates, mientras le explicaba los estilos y la antigüedad de cada uno. Le respondía las preguntas de chiquillo interesado en saberlo todo..
La curiosidad lo invadió, se preguntó si habría alguien arriba, al final de la escalera. ¿Con que se podría encontrara allí?. No sabía si escapar de ese lugar con los libros
que había elegido o subir por esa estrecha y débil escalera. Escuchó ladridos.
Desistió de la idea. Apoyado en una columna pensó que dentro de pocas horas
debía partir, atravesar el Bósforo.
Guardó los libros en la mochila. Sacó la llave que estaba puesta en la puerta. Cerró por fuera y la arrojó con fuerza al otro lado de la calle. Se encaminó hacia el puerto. Pasó por el gran Bazahar, se detuvo, entró, recorrió un tramo de esa enorme y abarrotada galería, repleta de gente y mercancía. Al salir reparó en las elegantes siluetas de los minaretes de la Mezquita, desde donde llaman a la oración cinco veces al día.
Alguien lo tomó por la espalda, le arrebató la mochila. Lo empujó entre los autos que estaban estacionados para luego huir. Al caer, Nahir golpeó con su cabeza en el asfalto. Cuando se levantó , no sabía si era más fuerte el dolor de todo su cuerpo, o el robo de su mochila con los libros que tanto le costó conseguir.
Cuando llegó al puerto, sentía que su cabeza le estallaba.
El barco ya estaba por soltar amarras, flameaba la bandera con la blanca luna menguante. Alcanzó a subir, triste, desalentado por el desafortunado viaje. Mientras el barco, comienza a alejarse, Nahir desde la proa alcanza a ver sobre el muelle, un hombre, vociferando, haciendo ademanes. No eran saludos de despedida. Pudo reconocer al librero.
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