El pequeño pueblo
El pequeño pueblo de las casas centenarias,
viejas piedras que guardan el paso de la gente,
musgo melancólico en los techos de pizarra,
y el humo macilento de una chimenea
pavoneando sus cocidos y fabadas.
Tarde sobre la que se agachan las nubes metálicas
y pluviosas.
El viejo en un rincón, abrigado en los aleros
del hórreo familiar, y fraguando
con sus manos nudosas las madreñas invernales,
las viejas andando por las calles enmudecidas,
surcando el puente soñoliento y dormido
que se abre paso en un arroyo cargado
de frío, de peces, de pasados otoños.
Hojas muertas en el sendero, los cayados temblorosos
y anudados en las manos abriéndose camino,
y el campesino, un poco a lo lejos, hurgando
con su fuerza por el viejo terruño de Asturias.
Suena pues la campana de la iglesia,
con su gélido, rural tañido,
allí clavada en un recoveco del pequeño pueblo;
suena, y parece que ella temblara en esos pinos,
y en el metal aguado de las nubes.
Es tiempo de rezar.
Se abre la piadosa puerta de madera inmemorial,
y los cayados de los frágiles ancianos
se sientan en los bancos.
Llueve. Sigue lloviendo.
El techo de la iglesia gotea y se mezcla con el rezo
y con el crujido de las vestimentas arrodilladas.
Allá a lo lejos, la campana retumba
y retumba en el oído del campesino,
que vencido por esa, su tierra natal y milenaria,
decide volver a su casa. Y dormir.
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