domingo, 19 de mayo de 2024

Daniel Barrozo/Mayo 2024


 

La tormenta y los niños

(del libro lunario de Los Reclamantes)

 

 

Dice la crónica: «12.40 horas, jueves 16 de junio de 1955, una escuadra de 30 aviones de la Armada Argentina iniciaron sus bombardeos y ametrallamientos al área de la Plaza de Mayo. La primera bomba cayó sobre un trolebús repleto de niños, muriendo todos sus ocupantes». Desde el sur, teniendo como referencia nuestro banco del Barrio Parque Cornelio Saavedra, a la vez ubicado frente a la Parroquia San Juan Bautista El Precursor, que ya sabemos quedó fuera de nuestra burbuja temporal, pero asimila-da al baluarte fundacional de cualquier historia anclada en la Real Realidad de la Terca mula de la Memoria, desde aquella «Choriceada de Órdago», cuando Leopoldo se nos moría tendido como cualquier hombre tendido que va a morir. Nuestro banco digo (apropiándome de esa transitoriedad de los objetos y de la perpetuidad de los sustantivos), en el que estábamos sentados los tres: yo con mi carnalidad fluctuante y pesarosa, no exento de raras fulguraciones como chisporroteos de cortocircuito eléctrico. Leopoldo y Schultze, con la firmeza ideal de sus cuerpos nimbados, atiborrándolo todo de una supra existencia de proporciones mitológicas, al tiempo que derramaban un dolor en forma de musgo, que se adhería como abrojos de luz, a una caprichosa brisa dibujada y difuminada con intermitencia de bujía navideña. Desde el sur, entonces, y como abriendo un tajo de luz oscura, como pariendo una densidad de otra matriz herida, apareció con la lentitud de un ademán en la somnolencia matutina o como una hoja que el otoño morosamente agrupara Aullando entre relámpagos 48 - Daniel Barroso - 48 en el ruego de no sucumbir en la caída. Desde el sur, repito, el trole avanzó hasta el centro Geográfico de lo Imposible haciendo vibrar la Bordona de los Destinos Imposibles en su convocatoria luctuosa e inapelable. Sigue la crónica de ese día: «La tercera, que erró el blanco por 200 metros, cayó sobre la calle Pueyrredón: mató a un automovilista y a un niño de 15 años» Desde ese sur de «Los cien barrios porteños» (Vals, de Rodolfo Sciammarella y Carlos Petit), venían todos los niños que caben en un trolebús lleno de niños. Eran de San Juan y estaban de paseo, por mera excursión promovida por la chirusa, yegua, advenediza (no me atrevo a escribir: puta) y el Tirano Depuesto, según el indignado relato de unas señoras de una clásica escuela, privada, recoleta y religiosa. Según narraron algunos cronistas, los cuales afirman que le hubiera expresado el mismísimo sobreviviente del 305, que venía de Barracas con destino a Recoleta: «esos pibes venían de un antes hacia un después de asombrados viajeros. De un antes de exclusiones a un después de hombres iguales y mejores, y terminaron abrazados en la ceniza de la traición y la brutalidad de las explosiones». Ya en el territorio de nuestra convocatoria, entre imprecisas coordenadas y sobre una calle techada de una luz incandescente, bajaron todos los niños desde el sur de ese trolebús lleno de espanto. Llevaban máscaras de teatralidad clásica o representando a sus héroes radiales o simplemente un recorte de cartón con elásticos cosidos a mano y pintados de un misericordioso color albo, sus cuerpos eran silencios arropados por la neblina azul que dejaron las bombas y el amor filial adherido como un inoportuno harapo de cobijo. ─ ¡Quiero entrar por la hendidura de la Creación y pedir explicaciones al Barro Primordial y al Amasador Divino! ¿Qué amasijo chapucero ha arrojado como resultado esta levadura sin fragua y su consiguiente desperdicio ontológico, su arrasada misericordia y su divina providencia? ¡Achuren al Adán bíblico que es una mojigatería para párvulos y traigan a la verdadera bestia que se apropió de lo humano! ─ decía un vociferante Schultze, entre lágrimas y con las arterias yugulares inflamadas de ira. Me acerqué al Astrólogo tratando de acompañar el colapso emocional en el que lo dejó el arribo del trolebús de los niños mutilados. Sus brazos como aspas blandían pinceles de oscuros colores, los que a la vez trazaban luminosas escenas que, como fusiladas camisas de Goya nos postraban entre la admiración y el sollozo suplicante al vernos tan impotentes, ofreciendo apenas un desahogo literario, una exposición pictórica de lo dramático, una banalidad del arte que al menos asumiera el horror de los alegatos. Daba saltos livianos, incorpóreos y a la vez grotescos y pesados, lo cual hablaba de por sí, de su estado álmico en crisis áurica y de su lúdica vicisitud corpórea, que oscilaba entre la enajenación de un beato vulnerable y la compostura de un violinista de conservatorio en medio de una milonga del bajo. Simultánea y atropelladamente relataba escenas en un atronador y gutural neocriollo. Relatos orales cargados de una gravedad de putidrama y lucidez de neogogo (y aquí el neoidioma lo explica todo). Sólo recobró la compostura para honrar el siniestro desfile de los pibes que regresaban al trole destinado al volver una y otra vez para relatar mudamente un crimen repleto de niños en un trole que pasaba por la Plaza de Mayo, cuando la primera bomba, de un total de entre 9 y 14 toneladas de explosivos, cayó sobre la mansedumbre de sus cuerpos y la agitación pueril de sus sueños. Una y otra vez volverían por- que la indulgencia edénica los paseaba del limbo a la pértiga del cielo, sobre un carro traqueteante, más parecido a la Chillona del Averno que a las celestiales ruedas del Carruaje Supremo. Aullando entre relámpagos 50 - Daniel Barroso - 50 Hubo repentinamente una crepitación de hojas y un murmullo creciente desde el oeste. Las menciones de ubicación geográfica son para que el lector busque su centro en la geo- grafía extra muros del texto, aunque tiemble un poco la sintaxis y que el punto cardinal orientador, ya descripto en un capítulo anterior, a veces resbale, priorizando orientaciones sin brújula en el tiempo y sin espacio concebido. Y aquí me detengo, pero solo para añadir precisiones de ubicación y temporalidades abstractas, en esta relojería lubricada con lo eterno-inacabado y sus cronologías de la manganeta astrológica; dicotomía resuelta entre la ubicación terrestre versus una realidad que entra sin permiso y en puntas de pie, como una consumada bailarina renga. Como ya referí anteriormente, nuestro banco del Parque estaba enfrentado a la Parroquia San Juan Bautista El Precursor, la que se mantenía del lado de la Buenos Aires concreta y vulnerable. Del lado de acá, donde la Buenos Aires intangible y protectora nos albergaba, el sur quedaba enfrentado diametralmente al banco, quedando el este y el oeste según esa cardinalidad inicua, caprichosa e irrefutable. O sea que, el norte era el límite mismo del banco y un par de metros más de vereda donde cada tanto pasaba una bicicleta con un vejestorio que pedaleaba lento pero firme, y que vociferaba, con una voz chiquita pero clara, sus virtudes para afilar cuchillas y tijeras. De lo que se desprende que nos habíamos quedado sin norte o mejor dicho con un norte estrecho y de cara al sur, sin atenuantes orbitales ni bitácora que dejara sus agujas quietas. El vejestorio en cuestión transitaba los confines de la vereda en frecuencias variables pero constantes. Como se desprende de párrafos anteriores, era un afilador que en nada se parecía al Capristo del Megafón, pero que funcionaba como alegoría de una batalla, al menos por hora no perdida, mientras su siringa siguiera en pie de guerra. Por si no quedó claro: el sur era nuestro norte. Aullando entre relámpagos 51 - Daniel Barroso - 51 Decía entonces, que las hojas crepitaban, y lo hacían bajo los pies de una multitud que, desde el oeste hacia crecer su murmullo, también acompañado, por una tenue polvareda de malón en pata; murmullo que mantenía unos decibeles que parecían no respetar la siesta ni los maitines. Como ya he mencionado, tropezando con mi elocuencia: el sur nos tragaba con su imán histórico y que en ese norte éramos baluarte, por lo tanto, vaya saberse si algo más que peste traía el punto cardinal restante, el que a esas alturas también era un residuo de amanecer sureño. En ese remolino de coordenadas y centros de periferia móvil, apareció un cartel sin ambigüedades en el texto, pero intrigante para el derrotero del contexto: «ya para estar dormidos habrá tiempo y osamenta», así rezaba el cartel de fondo blanco y letras de un escarlata cardenalicio, que repentina- mente apareció oscilando entre dos barriletes estrella, sin hilos, sin flecos y sin cola. Era curiosa la sensación de estar viendo un gentío incalculable en un espacio imposible, atravesando un tiempo que a estas alturas era una chatarra de Cronos o una manipulación astral de esta Buenos Aires abstracta, donde pacía la Terca Mula de la Memoria, manteniendo su carga intacta de tozudez simbólica y la ya comentada orientación de brújula hirviendo en una olla. De repente, alguien no identificado salió de entre la multitud, más bien como si fuera un gajo se desprendió de esa unión carnal y majestuosa, hecho una tímida luz se adelantó, y tomando la delantera, como una vanguardia airosa, gritaba en tono de reclamo, pero con armonía gregoriana: «Todos los niños muertos que caben en un trolebús lleno de niños vivos nos miran abrazados al espanto. Sus máscaras solo ocultan nuestra humillación de no verlos como niños muertos por las bombas del odio oligarca, pagadas por la Em- bajada; arrojadas por quienes deshonraron las armas de la patria, bendecidas por obispos que llevan al Cristo a la rastra y por políticos que no vendieron sus almas porque no valían ni la palabra»

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