El pan nuestro
Un gallo indio de muy brillante y hermoso plumaje de distintos tonos rojizos y verdes, se pavoneaba entre las gallinas que picoteaban tranquilas por el corral. Ni que decir que mi abuela cuidaba al animal igual a una reliquia, él, con su fama de ser el gallo con más porte del pueblo, era fuente de sustento ya que cuándo alguna vecina tenía una gallina clueca negociara con mi abuela los huevos para empollar.
Cierto día, barata huevos, la abuela consiguió hacerse con unos kilos de trigo, que, de conseguir canjearlo por harina nos proveería del manjar más apreciado de aquel entonces: el pan. ¡Pero no el nuestro de cada día!
Todos saboreábamos de antemano el olorcillo a pan recién horneado; pero... ¡Duró poco el ambiente festivo! Pronto surgió el primer contratiempo: por mucho que mi abuela intentó, no consiguió quién quisiera intercambiar el trigo por harina.
No se vivían tiempos normales: nada era lo qué había sido ni mucho menos lo qué debía ser. Por restricción de suministro eléctrico, (secuelas de la guerra) mas escasez de agua, el viejo molino del pueblo dejó de trabajar. Privilegiado por la naturaleza, un pueblo vecino rico en agua, hacía lo posible para satisfacer la demanda de sus aledaños los que de distintos lugares acudían allí, para moler su cosecha de trigo.
Armándose de fuerzas, pues la voluntad no le faltaba, mi abuelo cargó el trigo en las alforjas de su borrica, ladeo la cabeza en señal de invitación y los dos emprendimos el camino hacia el pueblo vecino. Era yo, muy compañera de mi abuelo, recuerdo muchas de nuestras andanzas y ese andar a moler el trigo fue una de ellas.
Pero no fue “llegar y moler”. Todo lo contrario. Ya antes de llegar a destino, nos cruzamos con gente conocida que regresaba abatida: Había corte de luz en esa zona.
-No siga tío Pepe, el molino no funciona. “¡Ajá, ver para creer!” Dijo por toda respuesta mi abuelo y arriando su borrica seguimos nuestro camino.
Una multitud disconforme rodeaba al molinero. Nadie quería marcharse con el trigo de vuelta a casa. Mas, ante las suplicas del molinero y en vista de que la energía eléctrica no llegaba, poco a poco apremiados por el cansancio y el hambre, todos se fueron marchando y en el molino quedamos tan solo el abuelo y yo a la espera de misericordia.
A mí, me vencía más el sueño que el hambre; porque mi abuelo siempre llevaba los bolsillos de su tabardo repletos de fruta seca que en aquel entonces eran un manjar nada despreciable.
Me despertaron las campanadas de media noche y la misericordiosa voz del buen molinero gritando: “Che, recollins, si será cabezón, con una cría y a estas horas por el mundo. Pase viejo tozudo, pase por aquí.”. A la luz de una vela más a tientas que otra cosa el molinero iba diciendo: “Tantas medidas de grano, por tantas medidas equivalentes en harina”.
Deseoso de perdernos de vista, el molinero ayudó a cargar la borrica, y dijo escuetamente: “¡Vaya con Dios buen hombre!
“¡Ajá! Perro importuno saca mendrugo”.
Mi abuelo era de pocas palabras, pero en ese momento la expresión de su rostro hablaba de la satisfacción que sentía por haber logrado su propósito.
La luna iluminaba el camino de nuestro regreso a casa. Al día siguiente la abuela tendría trabajo, y nosotros pan del día.
Trinidad: como casi siempre, primer comentario. Esta vez nuevamente te gané.
ResponderEliminarAmiga, qué maravilla de cuento!!!, sensibiliza y mucho aquellas necesidades reales que vivíeron nuestros ancestros, y que canalizaban con inteligencia, sabedores de que la impaciencia juega en contra. Me has hecho lagrimear mi querida Trini. Recibe un abrazo muy grande de Laura Beatriz Chiesa (Argentina).
Triny!!! hermoso este relato, con esas palabrillas de pueblo, que me encanta, me produce una emoción leerlo, me parece estarlo viviendo en aquella época.
ResponderEliminarBeso y abrazo Trini
muchos cariños Josefina
Querida Trinidad: agradecida por el comentario. La próxima, aunque seas la primera no debes cohibirte.
ResponderEliminarEn enero no estuve, es verdad. Te mando un fuerte abrazo, Laura B.Chiesa (Argentina).