martes, 16 de noviembre de 2010

Loschkin Ingrid-Concepción del Uruguay, Provincia de Entre Ríos, Argentina/Noviembre de 2010

ELLA
  
Ella y yo nos amábamos antes de conocernos, porque apenas nos vimos nos amamos. No sé, ni siquiera sabría explicarlo. Resulta loco, ¿no? Sin embargo, yo creo que fue así, porque la amo tanto, que sería imposible dejar de amarla. Aunque no sé qué es el amor, ¿alguien lo sabe?; quién puede decir cuando se siente amor, cuáles son los síntomas comunes que  nos alertan sobre su presencia. Una vez leí un artículo en el que científicos ingleses aseguraban que el amor anula una parte del cerebro. Según dichas investigaciones los seres humanos contraen súbito estado de bobez cuando se enamoran, y nuestro cerebro, el de los enamorados, funciona a medias cuando el amor escuece. Hablan de ciertas sustancias del cerebro, que se activan con solo ver al ser deseado, y que precipitan el galope de nuestro corazón. Yo creo en  lo que alguna vez  escribía Julio: “el amor es como un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.” Que la amo, que es el amor de mi vida, que no puedo vivir sin él o ella, que si me deja me muero o me mato o lo mato...
   Ella vino a vivir a mi caótico departamento del barrio del Viejo Molino de Agua. Nunca imaginamos que sería tan rápido. Día a día su ropa se iba instalando en el placard, dentro de canastos de mimbre, sobre las sillas, en la cama. Y en la cama se fue quedando ella, noche a noche, noches de amor brillante de estrellas y soles siesteros, de ocasos sin calles, de besos mojados y desenfreno. El desenfreno que compartía sus pilchas con la habitación y la cocina. El café caliente y el cigarrillo desparramaban su aroma por cada rincón.
Nos encontramos un atardecer triste de otoño y callejones, y nunca más quisimos separarnos. Aunque tantas veces lo hicimos, cuando ella tomaba su bolso de cuero marrón y comenzaba un tiroteo de ropas hacia su interior hasta convertirlo en un embrollo de telas arrugadas, que cargaba sobre sus hombros. Se ausentaba por largos días, o por pocos, o por horas, pero siempre volvía, porque nunca íbamos a separarnos, porque nuestras miradas se conocían, no sabíamos de dónde, desde cuándo; tal vez desde el principio de todo. Se iba con su ira y sus silencios, con la bipolaridad, que había llegado. Un día me dijo con naturalidad: “soy bipolar”.
   No entendí, no conocía del trastorno. Sencillamente, me explicó que sus estados de ánimo variaban en una forma demasiado profunda. Euforia. Depresión. Yo sólo la seguía hasta el pasillo, pero ella nunca esperaba el viejo mamotreto, que era el ascensor. Corría por las escaleras como si se le escapara la vida, a veces gritaba, otras, lloraba. Pero yo no la seguía. La miraba, luego, a través de la ventana, caminando por el muelle, con su bolso de cuero, su ropa desalineada y su pelo huracanado. Era largo su pelo, pintado de rubios cenizas. A veces se detenía y sé que con el pensamiento me observaba, aunque sus ojos se habían quedado en el reflejo marrón del río.
   Nuestros días eran mucho tiempo de noche. Los dos éramos parte de una banda de rock. No nos alcanzaba para vivir. Ella vendía lencería, que diseñaba; yo escribía canciones para otros artistas, que cobraba más o menos bien. Cuando la calma retornaba a nuestro volcán, yo creía que éramos la perfección. Ella cantaba como un ángel, compartíamos todo lo que tenía que ver con la banda. De jueves a domingos, miércoles, a veces, tocábamos en pubs y boliches. Los pibes se morían por ella. Pero ella me amaba. No le importaban los otros, a mí tampoco las otras ni esos otros.
 Cuando terminaban los shows ya era temprano a la mañana. No teníamos coche, solo la camioneta de uno de los chicos en donde transportábamos los instrumentos y equipo técnico; así que si no estábamos muy lejos de casa regresábamos caminando, abrazados, despacito, como si quisiésemos detener el tiempo. Creo que queríamos hacerlo, ella siempre hablaba del tiempo, de las horas que pasan, del tiempo que no se detiene, que gira, gira. Ella hubiese querido detenerlo, deseaba que no existiese. No usábamos reloj ni respetábamos los horarios impuestos por las reglas sociales. Ella deseaba detener el aire, el viento y permanecer eterna en un jardín de flores; siempre se detenía frente a los parques de las mansiones del barrio del Prado. Adoraba las flores,  sus colores, aunque todos los intentos por tener sus florcitas en el departamento fueron vanos. Siempre se secaban. Se angustiaba mucho por eso. Decía que era una inútil. Yo la consolaba con mimos, que halagaban su dulce voz,  sus ojos de abismo, su persona buena, su amor incondicional. 
Otras veces nos refugiábamos en el viejo molino de agua. Hacíamos el amor e imaginábamos historias tenebrosas. Una vez ella quiso sellar nuestra alianza de amor. Así fue como me dejé llevar en un beso lacerante, encarnizado, feroz,  que hirió nuestros labios y mezcló nuestra sangre para la eternidad.
   Las noches en que no laburábamos nos quedábamos amalgamados, arrellanados en el sofá cama verde manzana, acicalado con una enorme flor naranja, que ella había confeccionado con los retazos que quedaban de la lencería. Nuestras miradas de ausencia se ahogaban en el río o flotaban en el aire de sombras.  Éramos los guardianes de los pescadores y su constancia. Ya formaban parte de nuestras vidas.
 Conocíamos los coches: el señor canoso con su birrete colorado, que llegaba antes que nadie en su destartalada citroneta amarilla; el pelado grandote, graso, camisa a cuadros, bermudas, gorrito piluso, adornado de anzuelos, todo un yanqui, con su estanciera verde y sus banderines de Nueva Chicago; el flaco desgarbado, casi el último en llegar, bici desvencijada, treinta y pico, cuarenta, tal vez, el último en abandonar el pique. Nunca me gustó la pesca, pienso que es un divertimento cruel, excepto si el fin es proveerse el alimento. Soy acérrimo defensor de la vida, de los animales, siento una cierta comunicación especial con los perros; nunca falta algún callejero que acompañe nuestro camino. Sé que esos perros reconocen a los que los quieren, ven nuestra aura, huelen nuestro cariño, acogen nuestra protección. Sin dudas son los más agradecidos. Ellos sí que son incondicionales. Ellos sí.
   Una mañana ella regresó muy nerviosa, había pasado el fin de semana en la casa de su madre en Mar del Sur. Intentaba comenzar de nuevo. Hacía tiempo que había dejado su hogar de mar, cuando su viejo murió en un accidente y su madre se volvió a casar, poco tiempo después. La mujer formó una nueva familia y ella ya no se sintió parte de aquel lugar, ocupado por otros chicos, chicos que también le robaron, en parte, un pedazo de mamá. A la madre poco le importó, jamás intentó buscarla, nunca jamás hablaron por teléfono, nunca hablaba de ella, nunca, siempre acentuaba que el río era hermoso, calmo, sencillo; que el mar era bravo, tempestuoso, heridor de corazones.
   Fumaba agitada de pared a pared, salía al pasillo, no hablaba, solo fumaba y despeinaba cada vez más su cabello, con las manos temblorosas. Yo solo la miraba, como siempre. Después, silencio. Se tiró sobre la cama con los brazos extendidos y los ojos de rubí parecían  buscar serenidad en el pequeño altar, que precedía la imagen de Jesús, sufriente en su cruz, cuidado por su madre María, en la imágenes de la virgen de Fátima y la Milagrosa; Ceferino, Santa Teresita, San Vicente, San Francisco y otros tantos, que yo no conocía. Ella siempre les dejaba un ramito de florcitas silvestres, que pedía prestadas a la tierra. Tirada sobre su cruz, con el rosario que era parte de su cuello y el rostro empapado me dijo: “no puedo más, me pesa demasiado la vida... duele.”
Me recosté a su lado; con caricias sobre su cabeza intenté ser el sol de sus tormentas. Pero un rayo de furia me empujó sobre la pinotea polvorienta. “Pero yo te amo”, intenté explicar, hacerla entender, como si pudiese ser entendido, como si decirlo asegure a la otra persona ese amor. No sé cómo se hace, yo creí que todo lo vivido bastaba, que bastaban las palabras, el sexo, las caricias, las comidas fuera de hora, los paseos, la banda, su voz de ángel, mis silencios, mis espacios, sus idas y vueltas, la vida sin tiempo... Hasta la noche de la euforia, el descontrol, la religión, la fe devota, la depresión, el desamor de mamá, el vacío del mar, las flores marchitas, lo inexplicable del cerebro humano, el amor inexplicable, el amor que no es, el amor que nos miente, nos estupidiza, nos regala espejitos de colores brillantes, que un día se rompen y nos lastiman de tristeza. 
   Ella otra vez corrió, y yo la miraba como siempre y la seguí hasta el pasillo; bajaba las escaleras en una locura, que esta vez era diferente. Esta vez no llevaba su bolso marrón, el que escondía en uno de sus rincones algo más, algo que yo sabía, pero a medias, algo a lo que poca importancia había dado. En una tarjeta perdida entre sus ropas decía: “Hombros Para El Alma” y más abajo, en grafía más pequeña: “Clínica Neuropsiquiátrica”. Y ya no la miré, perseguí su sombra, que se perdió entre aullidos sepulcrales, bocinas torturadoras y una melodía doliente, que  ejecutaba algún artista sin escenario. Casi sin querer mi destino final fue la clínica, en donde encontré la pieza del rompecabezas, que siempre dejábamos sin armar.
      La busqué en el atardecer de una ciudad impasible, en la noche que acechaba mi camino. Tuve miedo y, por primera vez, sentí que algo había fallado, que el cerebro había cegado mi razón, que fui ciego ante el sufrimiento de la mujer que amaba, que no supe cuidarla ni entenderla, que no le había brindado el verdadero hombro, que ella andaba buscando.
   El Viejo Molino había sido el templo que nos unió y hacia allí intenté escapar de mí, de mi culpa. Ella había deslizado sus hombros agobiados sobre las mohosas paredes, no reaccionó ante mi presencia, sus ojos eran piedra gris.  Arrodillé mi silencio junto a su figura, a sus ojos que guardaban el vacío. Sonrió con sarcasmo, mientras las manos temblorosas apuntaban con un arma sobre su cabeza. En mi mente retumbó la palabra suicidio, entre tantas que había mencionado el psiquiatra y fue eco su “perdoname” de la última mañana. Un sudor helado atravesó mis entrañas, acaricié mi labio herido y le mostré la marca de nuestro amor. Ella comenzó a reír, se reía y se reía, bajó el arma y fue resbalando su espalda contra la humedad del molino hasta ponerse de pie. Sensual, mojó sus dedos en su labio inferior y me enseñó su cicatriz con una sonrisa. Y cantó, cantó la canción que mejor cantaba. De pronto calló, me tomó de la mano y con su voz de ángel me dijo: “vamos, todo terminó”. Abrí la puerta, el airecito del céfiro nos recibía, pero cuando ya me sentí más aliviado, su mano escapó de la mía. Antes de darme vuelta, ella prorrumpió: “la cruz... me pesa... demasiado...”. Imaginé que bromeaba, pero ya frente a mí, vi el arma punzante sobre sus cabellos de ceniza. Loco de amor arranqué su muñeca hacia mi pecho, un estruendo infernal estalló entre nuestros cuerpos amantes.
   Aquí estoy, todavía esperando, mientras ella camina por el muelle y sin darse vuelta  hacia mi ventana me mira con el pensamiento, aunque sus ojos de rubí aún deambulan entre la sangre de amor y de muerte del viejo molino.

4 comentarios:

  1. Gracias, muy generosos, un abrazo fuerte.
    Ingrid

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  2. Ingrid: un relato que hace meditar, donde el aliento se acelera o se tranquiliza, según los aconteceres del mismo. Una realidad que se esconde en las neuronas desequilibradas, donde la química que las relaciona tiene fallas.
    Difícil la comprensión de esas dualidades que se agazapan no se sabe dónde, ni se sabe qué las hace salir corriendo desenfrenadamente. Un relato realista, que me trajo resabios de alguien cercano. Buen trabajo,

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  3. Gracias Laura, sí la verdad que es un cuento que me salió del alma y en gran parte Ella soy yo. Difícil comprensión de esas dualidades, a veces, hay que aprender a convivir con ellas, siempre con la ayuda de un profesional, por supuesto.
    Gracias otra vez Laura, siempre es alentador recibir un comentario, si es bueno mejor, jaja!!!!!
    Un abrazo

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  4. Felicitaciones,amiga! un abrazo enorme, con río uruguay salpicado de sal...

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