LA MANO EXTENDIDA.
Buenos Aires, Balcarce y San Juan…plena capital del país.
Los conventillos, allá por el año 50. El portón de negras rejas y después los escalones, tres o cuatro, nada más. El pasillo con dos habitaciones de 6 x 6 a los costados, con ventanales a la calle que se abrían y permitían que alguien sacara una silla y leyera Radiolandia, los que se encontraban e el frente, y después la seguidera de cuartos del mismo tamaño a lo largo del todo el terreno. Más atrás, se abría en un gran patio con otros hogares a los costados de 4 x 4 y la mitad del patio aparecía lleno de malvones y margaritas y los helechos eran infaltables. Los baños de la época, simples letrinas que seguís viendo –si viajás por los distintos lugares del mundo - que se multiplican al final de la finca con los calefoncitos a alcohol. Alejados de ellos, las cocinas, a los costados, estrechas pero limpias.
Los saludos de las mañanas, las discusiones por causas banales o por otras relacionadas con los trabajos o con los ruidos molestos. Rencillas comunes de inmigrantes que terminaban después con la vida que seguía de las mañanas tempranas, la necesidad de traer el peso a la casa y a veces las peleas por el vino que les ponía las caras rojas, casi violetas y les hacía crecer la nariz. O cuándo no, la bizquera del algún morador ante la suculencia de alguna mujer o la mirada de otra llameante a la atención.
El gallego que discutía con el italiano o el portugués , el ruso y el turco que no entendían porque recién se estaban acomodando a la lengua y sólo les salían interjecciones que hacía que las otras contiendas se detuvieran… Los compadritos que miraban de arriba abajo cuando alguien nuevo llegaba o aparecían los domingos las visitas-
Y las veredas en buen estado, permitían que las acariciaras desplazándote sin caídas y contusiones.
Y el reloj marca los tiempos, las estaciones…la existencia.
Y pasan 50, 60 años. El tiempo es despiadado, implacable no pide permisos.
Y en los mismos barrios, salvo zonas que desde el comienzo fueron reservas de una clase social devenida de colonialistas invasores, aparecieron construcciones de viviendas llamadas departamentos con mejores diseños, más amplios -si bien en siglo XXI, el mono ambiente está poniéndose en circulación y no tiene mucha diferencia con aquellas viejas construcciones sin lujos. Otros más sencillos de acuerdo con las zonas pero con mayores comodidades. En cambio , hay otras construcciones imponentes que desafían al pobre Río de la Plata que espera los cambios climáticos para hablarles de su fortaleza, para anunciarles que poco a poco sus aguas podrán llegar a inundar y arrasar territorio bloqueado..
Y en general, no son gallegos, italianos, turcos, rusos, portugueses sino descendientes de aquéllos que se afincaron en el país y crecieron, pero perdieron el roce de una mano con la otra. Olvidaron la palabra comunidad o simplemente no les importa. Las horas pasan en vuelo y hay que estrujarlas hasta los últimos segundos. Hasta en muchos lugares olvidaron el saludo. El habitante, propietario o inquilino, qué más da, se transformó en un ser ausente del lugar, que no comparte con los otros más allá de un buenos días, olvidándose de las situaciones que les competen a todos. Se encoge de hombros, no asiste a las reuniones de consorcio, pero eso sí, cuando lo hace su palabra es una queja permanente. No se incluye, elude las responsabilidades o aparece el que se siente el dueño del edificio donde hay una sinnúmero de personas que no consulta y actúa por su cuenta, circulando por este Buenos Aires de baldosas arrancadas, en construcción perpetua, calles bloqueadas por mejoras que en cuatro cuatro años no llegan a formalizarse, hospitales sin insumos y una educación pública abofeteada, más allá de los indigentes subidos a camionetas que son arrancados de sus lugares y echados vaya a saber dónde.
La palabra se encuentra entre los amigos. Los vecinos la recortan en un buenos días o un simple gracias ante el cierre de la puerta. La o el encargado es un especie de comunicador, informante en algunos casos de carne y hueso, sensibles, amables y en otros, son los que transitan como personajes salidos de las mil y una noches.
Sólo se sienten los ruidos de la calle, esas frenadas cantoras, las bocinas intermitentes y las ambulancias amplificadas en el sonido, retumbantes, los ladridos de los perros, los llantos de un bebé o las exclamaciones solitarias de los ocupantes.
Pero, los barrios reales tienen reminiscencias de otros tiempos y registran que necesitan ensayar sus gritos de alianza, de convivencia.
Sienten el impulso por el logro de un Buenos Aires donde la gente circule con una sonrisa sin olvidar al que tiene a su lado.
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