ENSAYO SOBRE “CHACALES Y ÁRABES” DE FRANZ KAFKA
La obra técnicamente es muy buena. Tiene indicios como el del látigo del segundo párrafo, anticipando el desenlace del diálogo entre el jefe chacal y el extranjero del Norte. Logra una tensión permanente porque los chacales rodean al extranjero, lo sujetan por la ropa, ejercen una continua amenaza que nadie garantiza que no pueda terminar en tragedia para el pobre hombre que sólo intentaba dormir.
Pero la pregunta clave es: ¿Quiso aquí Franz Kafka escribir un cuento de árabes y chacales? En principio, convengamos que la narración es de género fantástico: los chacales no hablan por más inteligentes que sean.
Partiendo de este detalle, entiendo que todo el cuento es una metáfora. Se refiere a un pueblo sometido y en parte maltratado que vive en tierras de otro pueblo, dominador y arrogante, aunque a veces también condescendiente.
Kafka conocía como nadie a judíos y cristianos. Era un hombre muy culto y perspicaz que había nacido en un hogar en el que se observaban las tradiciones judaicas pero en medio de una comunidad cristiana dominante. Su propio padre tenía una clientela cristiana, sus hermanas y él habían asistido a colegios alemanes, etc. Además, conocía –era consciente– de la lucha ancestral, solapada y a veces no tanto, de judíos y cristianos en el viejo continente. Era absolutamente conocedor del amor-odio entre ambos pueblos. De las actitudes ambivalentes de los cristianos respecto de los judíos que vivían entre ellos y viceversa. Sabía de los pogromos pero también de la tolerancia y colaboración entre unos y otros. También del resentimiento y de la desconfianza mutuas.
¿Quiénes son entonces los árabes del cuento? Los cristianos europeos.
¿Y quiénes los chacales? Los judíos europeos.
¿Qué es el oasis? Europa.
Varios indicios me llevan a esta conclusión:
1) Juntos pero separados. En el cuento, chacales y árabes viven juntos pero separados. Exactamente como convivían judíos y cristianos en la Europa de Kafka. “¿No es ya bastante desdicha que debamos vivir exilados entre semejante gente”, dice el chacal viejo. Es decir, compartían como a medias un territorio y tenían hasta un cierto tipo de contacto pero hasta ahí nomás. La hospitalidad del árabe es conocida y hasta proverbial; y puede ser que Kafka jugara también con eso, algo como: te recibo y serás bien atendido pero mientras estés dentro de casa.
2) Dominador y dominado. La posición del árabe es dominante (como la del cristiano europeo): impone la regla y tiene el látigo para hacerla cumplir; además ocupa el oasis (Europa), al que van también los chacales (los judíos despreciados), pero estos se acercan como merodeando. El chacal es una buena alegoría del judío europeo de entonces, el tipo que no termina de afincarse del todo porque sueña con ser independiente, libre. En cuanto a lo demás, lo que está fuera de Europa, es como un desierto: está fuera del oasis, fuera de lo que pueda servir para la subsistencia de un pueblo como el judío de entonces, pueblo relativamente débil que indudablemente la pasaba mal, muy mal.
3) Purificador e impuro. La actitud de los chacales en el cuento es casi religiosa, mística, lo cual se compadece con la tradición del judaísmo. Lo importante para los chacales es por sobre todo la pureza del alimento. Algo que es una constante bíblica y judaica. Son tradiciones antiquísimas que todavía continúan entre muchos judíos ortodoxos modernos. No hay más que leer el Levítico [1] o el Deuteronomio [1] para ver la importancia que la pureza del alimento significa para el pueblo judío. Los árabes del cuento serían los cristianos, los que contaminan los alimentos al no seguir los estrictos lineamientos bíblicos ni rabínicos, los que comen parte y dejan lo demás a los chacales (judíos) a modo de carroña. Un verdadero escándalo. Los chacales son los que entonces se sienten obligados a purificar los alimentos; casi como una obsesión. No, los árabes (los cristianos) no deberían intervenir en los asuntos de los chacales (los judíos), nos dice su jefe. Como buen viejo es también el que mejor conserva las tradiciones de su pueblo y aclara: “Queremos que los árabes nos dejen en paz; aire respirable... no oír el quejido de la oveja que el árabe degüella; que todos los animales mueran en paz; para ser purificados por nosotros, sin interferencia ajena... Pureza, queremos sólo pureza...”
4) Amor-odio. Al igual que en la Europa de cristianos y judíos, en el cuento juega la constante del amor-odio entre árabes y chacales. Hay mucho resentimiento de ambas partes, pero también hay admiración y hasta cierto tipo de amor o de respeto que tratan de tapar con el aparente desdén hacia el otro. Los chacales no odian completamente a los árabes, al menos no al extremo de correr el riesgo de contaminarse: “No queremos matarlos. No habría bastante agua en el Nilo para purificarnos”, aclara el jefe chacal. Por su parte, el árabe comenta de los chacales: “Por eso los queremos; son nuestros perros; más hermosos que los vuestros”. Y al final del cuento le dice al extranjero: “Lo has visto. Maravillosas bestias, ¿no es verdad? ¡Y cómo nos odian!” Sin embargo, ese amor del árabe no le impide castigarlos con latigazos sin un motivo justificable. El árabe está encantado con esa ambivalencia, es consciente de ese amor-odio, quizá hasta un poco más que los propios chacales.
5) Las contradicciones de ambos pueblos. Los cristianos europeos acogían a los judíos en sus comunidades pero después se quejaban sin mayor motivo y les hacían sentir su desprecio. Cosa parecida hace el árabe cuando les trae expresamente un alimento sustancioso (un camello muerto) pero después juega, con bastante perversión, con echarlos a latigazos. Los chacales, en tanto, devoran lo que les trae el árabe pero igual siguen resentidos por el maltrato. Análogamente, la actitud de los judíos europeos era por entonces parecida a la de los chacales del cuento: se consideraban un pueblo distinto, casi independiente, pero consentían en usar toda oportunidad material que se les presentaba aunque viniera de infieles cristianos. Y además no les impedía mantenerse en una actitud permanentemente resentida y quejumbrosa contra los mismos que los protegían y les permitían prosperar.
6) La actitud mesiánica. Los chacales, al igual que los judíos, tenían la esperanza de liberarse de la opresión. ¿Qué representa entonces el extranjero del Norte? Obviamente, el Mesías. Alguien que los chacales suponen superior a los árabes. Un Mesías guerrero, no uno pacífico. Esto fue siempre tradición judaica y desde tiempos antiquísimos. Alguien que acabara de una vez y por todas con la opresión del pueblo judío.
7) Verdad y comedia. Pero en Kafka no puede faltar la ironía descarnada; la idea de que nada puede solucionarse, se haga lo que se haga, se intente lo que se intente.
El jefe de los chacales tiene un plan, pero es un plan infantil. Le trae al desconocido del Norte una tijera para que extermine a todos los árabes; un elemento que ni siquiera es un arma aunque en ocasiones podría funcionar como tal. Pero es una tijera oxidada, inservible. De todas maneras, la tarea sería impracticable para el pobre extranjero porque los árabes son muchos. Simplemente sería una locura intentarlo. Quizás entonces lo que Kafka haya querido decirnos es que los planes mesiánicos del judaísmo de entonces (1916) eran absurdos. Simplemente una especie de comedia que sólo servía para mantener una fe, una esperanza, generación tras generación, pues la tijera llevaba siglos pasando de chacal a chacal, aunque ya había perdido el filo por completo.
El más consciente de esta comedia que ambos grupos interpretan (y aquí viene lo terrible de Kafka) es el árabe. No el jefe chacal, el que más conoce las tradiciones. Quizá en parte porque el árabe es conocedor de su propia fuerza que lo hace arrogante, quizá en parte por considerar al chacal como un incapaz de liberarse en serio (y tal vez hasta un poco cobarde) pero también porque ve la cosa desde afuera y sabe que el intento es absurdo: “...todo el mundo lo sabe; mientras existan árabes esas tijeras se pasearán por el desierto, y seguirán vagando con nosotros hasta el último día. A todo europeo se las ofrecen, para que lleve a cabo la gran empresa; todo europeo es justamente aquél que ellos creen enviado por el destino. Esos animales alimentan una loca esperanza; bobos, son verdaderos bobos”.
Esto último también sería una metáfora. El cristianismo de entonces, tal como el árabe del cuento, también era arrogante: veía el pensamiento mesiánico judaico con compasión, como algo inútil, como algo bobo o loco, porque para el cristiano el Mesías ya había venido y no podía haber otro.
Una última reflexión. Para quien quiera ver algún signo ofensivo en la palabra chacales, es conveniente recordar que no era ese el punto de vista de los hebreos antiguos, que es aquí lo que interesa, ya que Kafka se refiere a tradiciones muy viejas (“...hace tanto, tanto que te esperábamos; mi madre te esperó, también la suya, y una tras otra todas sus madres, hasta llegar a la madre de todos los chacales”).
La palabra chacales (siempre en plural, nunca en singular) aparece catorce [2] veces en la Biblia y ésta es una fuente confiable en cuanto al verdadero significado del vocablo para los antiguos. El del capítulo 30:28-29 de Job quizá sea el más significativo al respecto: “Entristecido anduve por todos lados [...] Hermano para los chacales vine a ser, y compañero para las hijas del avestruz”, dando a entender la gran aflicción del patriarca Job, quien se sentía abandonado, triste. Nótese que Job no se avergüenza en llamarse a sí mismo hermano de los chacales.
Los chacales para los patriarcas y profetas bíblicos no connotaban animales peligrosos ni crueles ni indignos, simplemente se los relacionaba con situaciones tristes o con lugares no muy aptos para la habitación humana (parajes desolados), que ocupaban por timidez o por cierta desconfianza natural hacia el hombre (vgr. Jeremías 49:33: “...tiene que llegar a ser albergue de chacales, un yermo desolado hasta tiempo indefinido”). Incluso al chacal hembra se lo consideraba como una excelente madre (“Aun los chacales mismos han presentado sus ubres. Han amamantado a sus cachorros...” [3] ), en evidente contraste con lo que pensaban esos mismos hebreos del avestruz en ese mismo versículo de Lamentaciones 4:3 (“...la hija de mi pueblo [Jerusalén] se hace cruel, como los avestruces en el desierto”) y también en Job 39:13-15, donde a dicha ave se la califica de mala madre.
[1] En particular Levítico, capítulo 11, y Deuteronomio, capítulo 14.
[2] Las catorce referencias bíblicas sobre los chacales son: Job 30:29, Salmos 44:19, Isaías 13:22, 34:13, 35:7, 43:20, Jeremías 9:11, 10:22, 14:6, 49:33, 51:37, Lamentaciones 4:3, Miqueas 1:8 y Malaquías 1:3. Corresponden todas al Antiguo Testamento, que es el que interesa en este caso.
[3] Lamentaciones 4:3.
CHACALES Y ÁRABES
(del libro Un médico rural, 1916)
de Franz Kafka
Acampábamos en el oasis. Mis compañeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó a mi lado; había estado ocupándose de los camellos y se dirigía a su tienda.
Me eché de espaldas en el pasto; traté de dormir; no podía; un chacal aullaba a lo lejos; volví a sentarme. Y lo que antes estaba tan lejano, de pronto estuvo cerca. Me rodeaba una multitud de chacales; ojos que destellaban como oro mate y volvían a apagarse; cuerpos esbeltos que se movían ágil y rítmicamente, como bajo un látigo.
Por detrás de mí, uno de los chacales se acercó, pasó bajo mi brazo, se apretó contra mí, como si buscara mi calor, luego se colocó enfrente y me habló, con los ojos casi en los míos:
–Soy, con mucho, el chacal más viejo. Me alegra grandemente poder saludarte por fin. Ya casi había perdido toda esperanza, hace tanto, tanto que te esperábamos; mi madre te esperó, también la suya, y una tras otra todas sus madres, hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!
–Me asombra –dije, olvidándome de encender la pila de leños preparada para ahuyentar con el humo a los chacales–, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad he venido del lejano Norte y estoy de paso por vuestro país. ¿Qué queréis de mí, chacales?
Y como alentados por estas palabras, tal vez demasiado amistosas, estrecharon el cerco en torno de mí; todos jadeaban con la boca abierta.
–Sabemos –comenzó el decano– que vienes del Norte; en eso residen nuestras esperanzas. Allá existe la comprensión que no encontramos entre los árabes. De esta fría arrogancia, bien lo sabes, no se puede arrancar la menor chispa de comprensión. Matan animales para comérselos y desprecian la carroña.
–No hables tan alto –dije–, hay árabes que duermen aquí cerca.
–Realmente, eres un extranjero –dijo el chacal–; si no, sabrías que ni una sola vez en la historia del mundo un chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué habríamos de temerles? ¿No es ya bastante desdicha que debamos vivir exilados entre semejante gente?
–Puede ser, puede ser –dije–, no quiero juzgar asuntos que están lejos de mi competencia; parece una enemistad muy antigua; debe estar en la sangre; tal vez sólo termine con la sangre.
–Eres muy sutil –dijo el viejo chacal; y todos jadearon más ansiosamente; agitados, a pesar de estar inmóviles; un olor rancio, que a veces me obligaba a apretar los dientes, emanaba de sus fauces abiertas–. Eres muy perspicaz; eso que has dicho concuerda con nuestra antigua tradición. Así es, haremos correr su sangre, y terminaremos la lucha.
–¡Oh! –dije, con demasiada vehemencia quizás–; ellos se defenderán; con sus armas de fuego los matarán a miles.
–No nos comprendes –dijo él–, es una condición bien humana, que según veo también existe en el Norte. No queremos matarlos. No habría bastante agua en el Nilo para purificarnos. Nos basta ver sus cuerpos vivientes para salir corriendo, hacia el aire puro, hacia el desierto, que por eso es nuestra morada.
Y todos los chacales del círculo, a los que se habían agregado mientras tanto muchos otros que venían de más lejos, hundieron los hocicos entre las patas delanteras, y se los frotaron para limpiarse; parecían querer ocultar una repugnancia tan espantosa, que sentí deseos de dar un gran salto sobre sus cabezas y escapar.
–Entonces, ¿qué os proponéis hacer? –pregunté, tratando de ponerme de pie, pero no pude: dos jóvenes bestias me habían aferrado con los dientes la chaqueta y la camisa por detrás; tuve que quedarme sentado.
–Te sostienen la cola –explicó con serenidad el chacal viejo–, una señal de respeto.
–¡Soltadme! –exclamé, volviéndome alternativamente hacia el viejo y hacia los jóvenes.
–Naturalmente, te soltarán –dijo el viejo–, ya que es tu deseo. Pero tardarán un poco, porque han mordido profundamente, como es su costumbre, y ahora deben aflojar lentamente los dientes. Mientras tanto, atiende nuestro pedido.
–Vuestra conducta no me ha predispuesto demasiado a atenderlo –dije.
–No reproches nuestra torpeza –dijo él, y por primera vez recurrió al tono lastimero de su voz natural–, somos unas pobres bestias, sólo tenemos nuestros dientes; para todo lo que queremos hacer, lo malo y lo bueno, sólo disponemos de nuestros dientes.
–Bueno ¿qué quieres? –le pregunté, no muy reconciliado.
–Señor –exclamó, y todos los chacales aullaron; lejanamente, remotamente, me pareció una melodía–. Señor, tú debes poner fin a esta lucha, que divide el mundo en dos bandos. Exactamente como eres tú, nuestros antepasados nos describieron al hombre que llevaría a cabo la tarea. Queremos que los árabes nos dejen en paz; que el aire sea respirable; que la mirada se pierda en un horizonte purificado sin su presencia; que no oigamos el quejido de la oveja que el árabe degüella; que todos los animales mueran en paz; para ser purificados por nosotros, sin interferencia ajena, hasta que hayamos vaciado sus osamentas y pelado sus huesos. Pureza, queremos sólo pureza –y aquí lloraban, sollozaban todos–. ¿Cómo soportas este mundo, noble corazón y dulce entraña? Porquería es su blancura; porquería es su negrura, un horror son sus barbas; basta ver las órbitas de sus ojos para escupir; y cuando alzan el brazo vemos en sus axilas la entrada del infierno. Por eso, señor, por eso, ¡oh, amado señor!, con la ayuda de tus manos todopoderosas, degüéllalos con estas tijeras.
Y respondiendo a un movimiento de su cabeza, apareció un chacal, de uno de cuyos colmillos colgaba un pequeño par de tijeras de costura, cubiertas de antiguo herrumbre.
–Bueno, ya aparecieron las tijeras, iy ahora basta! –exclamó el guía árabe de nuestra caravana, que se había deslizado hacia nosotros con el viento en contra y hacía restallar su enorme látigo.
Todos huyeron con rapidez, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente apretados entre sí; todas esas bestias se reunieron en un grupo tan rígido y apiñado, que parecía un pequeño hato, acorralado por fuegos fatuos.
–Así que tú también, señor, has contemplado y oído esta comedia –dijo el árabe, y rió tan alegremente como lo permitía la sobriedad de su raza.
–¿Tú también sabes lo que quieren esas bestias? –pregunté.
–Naturalmente, señor –dijo él–, todo el mundo lo sabe; mientras existan árabes esas tijeras se pasearán por el desierto, y seguirán vagando con nosotros hasta el último día. A todo europeo se las ofrecen, para que lleve a cabo la gran empresa; todo europeo es justamente aquél que ellos creen enviado por el destino. Esos animales alimentan una loca esperanza; bobos, son verdaderos bobos. Por eso los queremos; son nuestros perros; más hermosos que los vuestros. Fíjate, esta noche murió un camello, lo hice traer aquí.
Aparecieron cuatro mozos que arrojaron ante nosotros el pesado cadáver. Apenas lo depositaron, los chacales elevaron sus voces. Como arrastrados por otras tantas cuerdas irresistibles, se acercaron, titubeantes, frotando el suelo con el cuerpo. Se habían olvidado de los árabes, olvidado de su odio; la presencia del hediondo cadáver los hechizaba, borraba todo lo demás. Ya uno se prendía del cuello, y con el primer mordisco llegaba hasta la aorta. Como una diminuta y patente bomba aspirante, que quisiera con tanta decisión como pocas probabilidades de éxito apagar algún enorme incendio, cada músculo de su cuerpo se estremecía y se esforzaba en su tarea. y pronto se entregaron todos a la misma tarea, amontonados sobre el cadáver, como una montaña.
Entonces, el guía los fustigó una y otra vez con su cortante látigo, vigorosamente. Alzaron la cabeza, en una especie de paroxismo extasiado; vieron ante ellos a los árabes; sintieron el látigo en los hocicos; dieron un salto hacia atrás, y retrocedieron corriendo, hasta cierta distancia. Pero la sangre del camello ya había formado charcos en el suelo, humeaba, el cuerpo estaba abierto en varios sitios; volvieron; nuevamente alzó el guía su látigo; detuve su brazo.
–Tienes razón, señor –me dijo–, dejémoslos seguir con su tarea; además, ya es hora de levantar campamento. Lo has visto. Maravillosas bestias, ¿no es verdad? ¡Y cómo nos odian!
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