IMPRUDENCIAS DE UN CUMPLEAÑOS
Como les advertía hace un par de anotaciones, el martes celebramos su cumpleaños. Invitó a todas sus amistades cercanas y un poco más lejanas, e insistió en que yo, para darle una pátina sinverguenza y desmelenada a la reunión, convidase a unas cuantas de las miase, (las de más confianza) me dijo con un guiño, que precisamente quería decir otra cosa, que avisase a los más bandarras y descarados, a ver si alguna de sus heráldicas y remilgadas primitas se llevaba una alegría de sofocón en el ropero del final del pasillo.
Sin embargo me contuve, e invité a Federico y a Octavio y a algunos muchachos del Estar. Pero como quiera que ninguno de los dos pusimos restricciones, quienes acudieron solteros se trajeron a la última conocida de esa misma tarde, y ésta a alguna amiga de recambio, y se formó tal tumulto que hasta en el dormitorio se instaló una conmovedora y ejemplar tertulia, para aclarar algunos aspectos de las fluctuaciones sufridas por el euro durante los últimos meses.
Y eso era precisamente lo que más temía, que entre la inflamación política reinante y la disparidad de procedencias se armase una de esas discusiones crespas y envenenadas que deja a todos caminando sobre ascuas y al guateque difunto por congelación.
Afortunadamente no sucedió porque la apretura era tal que no daba sino para mirarse a los ojos, intercambiarse los teléfonos y susurrarse palabras de amor. Si yo mismo me vi reducido a la cocina donde no hice otra cosa que descorchar botellas de cava, mientras recibía un curso intensivo de su hermano y de un primo segundo suyo, sobre las características e idoneidades de un puesto de caza. Y para cuando ya abordaban peliagudo asunto de las postas, la fiesta comenzó a menguar, y antes de llegar al taco, se había acabado, y ella se tendía en el sofá contemplando desde el agotamiento la montaña de regalos que había sobre el velador. Entonces fue mi momento. La miré, me metí la mano en el bolsillo y saqué una cajita con un anillo de oro dentro, que me había mercado a plazos donde un orfebre amigo. Y ofreciéndoselo le dije:
-Toma, para cuando te decidas.
Lo miró con una ironía complacida y me respondió:
-Descuida que me lo pondré cuando llegue ese momento.
Y, Dios mío, esta mañana cuando se ha marchado a su despacho, ya lo llevaba puesto.
Que bueno tu relato Gastón,
ResponderEliminarme gusta tu manera
humorística y
chispeante de contar.
Beso Josefina