domingo, 19 de febrero de 2012

Rogelio Guedea/Febrero de 2012


Lector sin ventana

Siempre que leo algo que me gusta, siento unas ganas irreprimibles de compartirlo. Unas ganas de llamar a éste o aquel, de convocar a amigos y familiares para mostrarles mi hallazgo. O  de salir a la calle a decírselo a un desconocido, al menos, el primer extraviado que pase al otro lado de la cerca. Pero no: sucede que cuando tengo esos hallazgos son las tantas horas de la madrugada, que es cuando leo o me dejo leer largamente, y no hay nadie a quien llamar a esas horas, todos duermen bajo la luz apagada de sus lámparas, y ni siquiera las ventanas pueden sacarnos del atolladero porque dan a calles vacías, a casas oscuras, a otras ventanas ciertamente cerradas.  Y a mí no me queda más remedio que esperar  que mi corazón se acompase y la euforia se eche sobre mis pies como un perrillo faldero y todo vuelva a esa normalidad de los pequeños e insignificantes acontecimientos: que, dicho sea de paso, son los que nos mantienen vivos.

1 comentario:

  1. Bueno Rogelio, aquí conmpartimos tu relato, con placer te leemos.

    Saludos Josefina

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