¡
Aventuras y desventuras de un viajero de cuatro ojos
¡Ay, Ramiro! ¿Cuántas veces te dije que si ves que un botón del guardapolvo está flojo o se cae, trates de guardarlo para que yo después lo pueda coser?
Ramiro no escuchaba a su mamá porque estaba muy entretenido mirando la tele, ya había terminado con la tarea del colegio y se desparramaba sobre el sillón del living con un vaso de gaseosa en una mano y el control remoto en la otra.
Mientras tanto, la mamá buscaba afanosamente el botón, dio vuelta los bolsillos del guardapolvo, los del equipo de gimnasio, los de la campera y finalmente decidió vaciar la mochila, la misma que al comienzo de las clases, hace apenas cinco meses fue la receptora de cuadernos, cartuchera, manual y libro de lectura, ahora estaba convertida en una cosa desprolija y desordenada.
En su triste interior se mezclaban los útiles escolares con otros objetos que no eran de estudio precisamente, por ejemplo: papelitos de colores de los caramelos saboreados por Ramiro; trozos de una goma de borrar mordida por los nervios de una prueba; hojitas secas y rotas (recogidas por mamá para que Ramiro las pudiera presentar en una clase de Ciencias Sociales) y por último, allá en el fondo seco y pegado ¡un chicle!
La mamá ya se daba por vencida, pero antes decidió despegarlo, empezó a tirar de él y de pronto vió con asombro que desde abajo del chicle la miraba una carita pálida y blanca con cuatro pequeños ojos asustados.
Sacó el chicle y el botón estuvo en sus manos, lo tomó con mucho cuidado y su asombro fue mayúsculo al escuchar una voz finita y aguda que le decía:
-¡Hola, mamá de Ramiro! ¿Cómo estás? Sí, soy yo el botón, te estoy hablando después de haber pasado un susto enorme al soltarme delos hilos que me sostenían al guardapolvo de Ramiro.
Te cuento: empecé a aflojarme durante el picado de fútbol que jugo tu nene con sus compañeros a la salida del colegio.
En la canchita todo estaba en orden, se jugaba normalmente, hasta que en el minuto final, Ramiro con una destreza sin igual pateó el gol que le dio la victoria a su equipo.
Los rivales empezaron a protestar dudando de la “hazaña” de Ramiro, forcejearon y a ¿quién tenían a mano?, a mí, al pobre botón, tironearon y tironearon hasta que consiguieron que me cayera al barro.
Obediente como pocos, Ramiro me levantó del suelo, me limpió y me guardó cuidadosamente en un bolsillo de su campera, que ya tenía puesta porque estaba haciendo frío.
Junto a sus amigos, volvía despacito para casa y como está algo resfriado, estornudó, necesitaba el pañuelo y al sacarlo de la campera, ¡zas!, otra vez el botón al suelo.
Ramiro volvió a levantarme y decidió meterme en la mochila, en la que caí como si estuviera en un tobogán.
Al pasar por el kiosco de Pepe, todos compraron golosinas y Ramiro compró un chicle, el solcito de la tarde estaba lindo y calentito; caminó despacio pensando en el programa de tele que vería después de hacer la tarea, cuando el chicle ya no tenía sabor quiso tirarlo, con tan mala puntería que fue a parar ¿dónde, preguntarás?, sí, ahí, dentro de la mochila y ahí estaba yo que lo recibí en picada como una aplanadora.
Yo, estaba rodeado por libros, cuadernos, cartuchera y otras “cositas”, estaba realmente muy aburrido y quise alegrarme un poco espiando entre las hojas del Libro de Lectura, me hice un lugarcito y pude página a página concretar todos mis sueños.
Viajé, en góndola por los canales de Venecia prendido a la chaqueta de un gondolero cantor; escalé las montañas más altas del mundo, cosido al abrigo de un montañista; fui invitado al Carnaval de Río de Janeiro y bailé con desenfreno al ritmo de tambores, ¿te imaginás dónde estaba pegado? yo te lo digo: en el traje de lentejuelas de una negrita bailarina y por último viajé al Sur Argentino formando parte de la campera del capitán de un barquito que nos llevó a ver a las ballenas francas.
Era tal mi entusiasmo, que dí con fuerza vuelta una página y ahí sí que llegué al fondo de la mochila, diciéndole adiós a los viajes.
Algo atontado por el golpazo, encontré en mi caída al “pegajoso” (léase chicle) que estaba esperándome con los brazos abiertos-
Me aplastó, sofocó, y ató de pies y manos, -perdón- yo no tengo ni pies ni manos, pero de alguna manera quiero decirte que no podía moverme.
Utilicé cada uno de mis cuatro ojos para hallar una salida, uno lo enfoqué hacia arriba, otro hacia abajo y los otros dos giraban a lo loco por mi cara.
Y el “pegajoso” siempre en mi camino.
Pasaron algunas horas, y ya ves, cuando creía que todo estaba perdido para mí, tus manos suaves y salvadoras me alzaron y limpiaron para coserme otra vez al guardapolvo.
A esta altura del relato, la mamá de Ramiro estaba llena de asombro, algo lógico si pensamos que un botón de cuatro ojos no puede hablar y mucho menos relatar sus aventuras y desventuras junto a un niño de nueve años, pero ya sabemos que todas las mamás desearían tener mas que los dos ojos con los que nace el ser humano para así poder cuidar y vigilar mejor a sus hijos.
Volvió el botón a su justo lugar, cosido con un hilo mucho mas fuerte, cerró sus cuatro ojos para poder descansar del picado en la canchita, de los viajes en góndola por Venecia; del frío al escalar las montañas más altas del mundo; del golpeteo sin fin de los tambores en el Carnaval de Río de Janeiro y del baño recibido sin querer, gracias al chorro de agua lanzado por las ballenas francas del Sur Argentino.
Con cada puntada dada por la mamá, el viajero de cuatro ojos, repetía sin cesar con su voz finita y aguda -¡Por favor!, quisiera volver a vivir las mismas aventuras, pero esta vez pegadito al guardapolvo de Ramiro y sentados juntos en su pupitre.
Ramiro no escuchaba a su mamá porque estaba muy entretenido mirando la tele, ya había terminado con la tarea del colegio y se desparramaba sobre el sillón del living con un vaso de gaseosa en una mano y el control remoto en la otra.
Mientras tanto, la mamá buscaba afanosamente el botón, dio vuelta los bolsillos del guardapolvo, los del equipo de gimnasio, los de la campera y finalmente decidió vaciar la mochila, la misma que al comienzo de las clases, hace apenas cinco meses fue la receptora de cuadernos, cartuchera, manual y libro de lectura, ahora estaba convertida en una cosa desprolija y desordenada.
En su triste interior se mezclaban los útiles escolares con otros objetos que no eran de estudio precisamente, por ejemplo: papelitos de colores de los caramelos saboreados por Ramiro; trozos de una goma de borrar mordida por los nervios de una prueba; hojitas secas y rotas (recogidas por mamá para que Ramiro las pudiera presentar en una clase de Ciencias Sociales) y por último, allá en el fondo seco y pegado ¡un chicle!
La mamá ya se daba por vencida, pero antes decidió despegarlo, empezó a tirar de él y de pronto vió con asombro que desde abajo del chicle la miraba una carita pálida y blanca con cuatro pequeños ojos asustados.
Sacó el chicle y el botón estuvo en sus manos, lo tomó con mucho cuidado y su asombro fue mayúsculo al escuchar una voz finita y aguda que le decía:
-¡Hola, mamá de Ramiro! ¿Cómo estás? Sí, soy yo el botón, te estoy hablando después de haber pasado un susto enorme al soltarme delos hilos que me sostenían al guardapolvo de Ramiro.
Te cuento: empecé a aflojarme durante el picado de fútbol que jugo tu nene con sus compañeros a la salida del colegio.
En la canchita todo estaba en orden, se jugaba normalmente, hasta que en el minuto final, Ramiro con una destreza sin igual pateó el gol que le dio la victoria a su equipo.
Los rivales empezaron a protestar dudando de la “hazaña” de Ramiro, forcejearon y a ¿quién tenían a mano?, a mí, al pobre botón, tironearon y tironearon hasta que consiguieron que me cayera al barro.
Obediente como pocos, Ramiro me levantó del suelo, me limpió y me guardó cuidadosamente en un bolsillo de su campera, que ya tenía puesta porque estaba haciendo frío.
Junto a sus amigos, volvía despacito para casa y como está algo resfriado, estornudó, necesitaba el pañuelo y al sacarlo de la campera, ¡zas!, otra vez el botón al suelo.
Ramiro volvió a levantarme y decidió meterme en la mochila, en la que caí como si estuviera en un tobogán.
Al pasar por el kiosco de Pepe, todos compraron golosinas y Ramiro compró un chicle, el solcito de la tarde estaba lindo y calentito; caminó despacio pensando en el programa de tele que vería después de hacer la tarea, cuando el chicle ya no tenía sabor quiso tirarlo, con tan mala puntería que fue a parar ¿dónde, preguntarás?, sí, ahí, dentro de la mochila y ahí estaba yo que lo recibí en picada como una aplanadora.
Yo, estaba rodeado por libros, cuadernos, cartuchera y otras “cositas”, estaba realmente muy aburrido y quise alegrarme un poco espiando entre las hojas del Libro de Lectura, me hice un lugarcito y pude página a página concretar todos mis sueños.
Viajé, en góndola por los canales de Venecia prendido a la chaqueta de un gondolero cantor; escalé las montañas más altas del mundo, cosido al abrigo de un montañista; fui invitado al Carnaval de Río de Janeiro y bailé con desenfreno al ritmo de tambores, ¿te imaginás dónde estaba pegado? yo te lo digo: en el traje de lentejuelas de una negrita bailarina y por último viajé al Sur Argentino formando parte de la campera del capitán de un barquito que nos llevó a ver a las ballenas francas.
Era tal mi entusiasmo, que dí con fuerza vuelta una página y ahí sí que llegué al fondo de la mochila, diciéndole adiós a los viajes.
Algo atontado por el golpazo, encontré en mi caída al “pegajoso” (léase chicle) que estaba esperándome con los brazos abiertos-
Me aplastó, sofocó, y ató de pies y manos, -perdón- yo no tengo ni pies ni manos, pero de alguna manera quiero decirte que no podía moverme.
Utilicé cada uno de mis cuatro ojos para hallar una salida, uno lo enfoqué hacia arriba, otro hacia abajo y los otros dos giraban a lo loco por mi cara.
Y el “pegajoso” siempre en mi camino.
Pasaron algunas horas, y ya ves, cuando creía que todo estaba perdido para mí, tus manos suaves y salvadoras me alzaron y limpiaron para coserme otra vez al guardapolvo.
A esta altura del relato, la mamá de Ramiro estaba llena de asombro, algo lógico si pensamos que un botón de cuatro ojos no puede hablar y mucho menos relatar sus aventuras y desventuras junto a un niño de nueve años, pero ya sabemos que todas las mamás desearían tener mas que los dos ojos con los que nace el ser humano para así poder cuidar y vigilar mejor a sus hijos.
Volvió el botón a su justo lugar, cosido con un hilo mucho mas fuerte, cerró sus cuatro ojos para poder descansar del picado en la canchita, de los viajes en góndola por Venecia; del frío al escalar las montañas más altas del mundo; del golpeteo sin fin de los tambores en el Carnaval de Río de Janeiro y del baño recibido sin querer, gracias al chorro de agua lanzado por las ballenas francas del Sur Argentino.
Con cada puntada dada por la mamá, el viajero de cuatro ojos, repetía sin cesar con su voz finita y aguda -¡Por favor!, quisiera volver a vivir las mismas aventuras, pero esta vez pegadito al guardapolvo de Ramiro y sentados juntos en su pupitre.
No sabia que tambien escribias cuentos infantiles . Muy creativo y .Divertido Alicia . Felicitaciones Lia
ResponderEliminarAlicia, muy lindo el cuento para niños, te lo agradezco porque me gustó y lo compartiré con mis nietitas/to. Un beso, Ricardo J. Bernal.
ResponderEliminarAlicia:
ResponderEliminarEstás dotada de mucha imaginación. ¡Te felicito!!!!
Besos
Muy lindo FELIX
ResponderEliminarVamos Tia!!! Muchas felicitaciones!!!
ResponderEliminarBeso enorme
Vicky
ME PARECIÓ MUY LINDO! TE FELICITO...BESOS, TERESA.
ResponderEliminarProdigiosa imaginación, me gustó mucho. La mamá de Ramiro debería confiar mas en su hijo, como otras tantas mamás, jaja
ResponderEliminarBesos Alicia,
Marta
Precioso, mucho besos y deseo te encuentres muy bien besotessssssssssssssss. Susana.
ResponderEliminarHermoso cuento infantil, Alicia. Te felicito por tu inspiraciòn y ganas de SER. Un beso Baby
ResponderEliminarAlicia querida, precioso tu cuento,pleno de ensueño..p.Gracias por compartir tu calidad de expresión.
ResponderEliminarAbrazos y besos
Raquel Luisa Teppich