UN CUENTO DE ESTACION
El
sol calienta los techos de zinc, serán las doce o acaso no sean aún. El tren aparecerá
por la curva, dejará atrás la estación de modo rápido, pasará el puente y se
perderá detrás de la arboleda.
No siempre pasa de largo, los miércoles detiene la marcha algunos
minutos, aunque no sería necesario, aquí
no desciende nadie.
El último miércoles, casi un
milagro, bajó un pasajero. Lo hizo como
si temiera arrugarse la ropa o desviar la línea de la corbata, pero cuando puso
un pie en el andén, fue inevitable, se hundió en el polvo grueso.
El viento es el que trae el
polvo, lo deposita en los andenes entre papeles, cagadas de perros, latas de
gaseosas, cartones de vinos y tachos de
basura por donde revolotean las
torcazas, sin miedo de los perros que ladran y
les largan tarascones.
Al marcharse el tren, el hombre quedó solo, es decir, quedó él y las dos
chicas que vienen todos los miércoles. Ellas aparecen por detrás del galpón que
tiene pintadas las iniciales F. C., las letras restantes desaparecieron junto
con los revoques.
A las doce menos diez, o acaso antes, las chicas se instalan a la espera
del tren, como atornilladas a las tablas de madera, debajo de la pizarra con el
indicador Plataforma 1.
La más pequeña lleva una pañoleta cruzada sobre el pecho.
La otra carga una canasta con
higos, los ofrece a viajeros que asoman por las ventanillas. Lo hace con urgencia, sabe que en pocos minutos
el tren partirá.
El hombre bajó por el terraplén, en diagonal a la calle
principal, con la mirada atenta hacia el
hotel. Alguien, nadie recuerda quién, dijo en cierta ocasión, que la ochava del
centenario Hotel Ferroviario, visto
desde arriba del terraplén, parece una pintura de un tal Sisley, quizás sí o quizás
no, quién puede saberlo.
En la actualidad el edificio está en venta, se habla de quiebra,
no es seguro, se oyen tantas cosas.
Las chicas dejaron canasta y
pañoleta en el banco de la plataforma 1 y fueron detrás del hombre.¡ Por qué lo
hicieron! Posiblemente picadas por la curiosidad.
El desconocido se sentó en el bar, debajo del toldito.
Antes, el local pertenecía al
Ferroviario, ahora, el último dueño le puso un cartel de chapa con la
inscripción: HEMINGWAY, que se pronuncia algo así como Jemingüei.
A esa hora en el Jemingüei, la única comunicación con el afuera
es el televisor encendido, como si la vida estuviera en otra parte. Por eso,
nadie se dio por enterado de la presencia del forastero.
Él, pensativo, miraba sus zapatos.
Las chicas, ocultas en la
alcantarilla seca, sin hacer caso del viento que todo lo impregna con su lienzo
fino, pudieron haber creído que dormía y al instante cambiar de opinión,
porque le vieron sacar el celular, marcar
e incrustar la boca en el aparato, aflojar
el nudo de su corbata, caminar hacia la esquina ochavada del hotel, volver y
sentarse, no en la misma silla, sino en otra. Después guardó el aparato.
Hervía la quietud de la
siesta.
Serían las dos, las dos y minutos, más o
menos, cuando se dejó ver la cuatro
por cuatro del
hijo del puestero de Las Margaritas, Roccaforte de apellido, apodado Malajunta.
Un sujeto que no se trata con nadie, ni siquiera con la familia, un individuo
que anda siempre armado, según comentarios.
El tipo estacionó a unos
metros de la alcantarilla, bajó el vidrio y cabeceo.
El
forastero estuvo a punto de subir a la picá, hizo el amague, pero Malajunta
ya había bajado y su sombra se espesó sobre la del otro, como si ésta le
perteneciese sin pertenecerle.
El Malajunta es peso pesado,
y pesado habrá sido el golpe, de puño con costurones, que le dio al forastero. Debió ser bravo aclarar o justificar algo con
una mano cubriéndose la boca ensangrentada. Se
advertía el esfuerzo porque se ayudaba con ademanes.
No hay evidencia, si las
chicas, desde su escondite, oyeron las palabras de uno y otro, lo cierto es que
vieron todo: cuando el forastero se apoyó en la picá, cuando metió
la cabeza entre los brazos apoyados sobre el vehículo, cuando el Malajunta subió, liberó el embriague y aceleró,
provocando un intenso olor a goma chamuscada que a ellas dejó sin respiración.
A la vez, el forastero retrocedió de un salto. Después corrió y corrió detrás del vehículo,
hasta perderse de vista. Y no es extraño, porque a 90 metros, la ruta al
igual que las vías del ferrocarril se adentran en una curva orillada de árboles muy, pero muy tupidos.
Ya la campana de la iglesia, daba las cuatro, posiblemente fueran algo más, las siestas del sacristán son largas y es necesario despertarlo para
hacerlas sonar. Cosa que hace el señor
cura, despertarlo, no tocar la campana.
Ya es costumbre en el pueblo el asunto de las campanadas, que doblen, pero jamás
de doce a dieciséis.
Al cuarto repique, las
chicas se miraron y sin decir una palabra regresaron a la estación.
Una cargó la canasta, la
otra levantó la pañoleta, envolvió sus hombros, no la cerró sobre
el pecho, capricho o coqueteo de niña.
Cruzaron las vías, se sentaron, como atornilladas
al banco debajo del cartel que dice Plataforma
2 y fijaron la mirada en la calle principal, allá, bajando la pendiente.
Los perros les daban vueltas
alrededor, saben que ellas, traen comida, es sólo cuestión de esperar.
Y así fue, la de la canasta, sacó un
envoltorio de estraza, lo abrió con mucha parcimonia, como si de un vendaje se
tratara y dio una parte a la pequeña. Las sobras las tiró a los perros, las torcazas aprovecharon los
restos.
En
invierno, a las cinco y media o tal vez un poco antes, rayos de sol se filtran
por las chapas y hacen un reflejón en
los vidrios mugrosos de la boletería, dando la impresión de que hubiera alguien
adentro, pero en realidad no hay nadie. Desde que el jefe de la estación tomó
licencia, la boletería está cerrada. También está cerrada la oficina de empaque y el teléfono
público no funciona.
A eso de las seis, las chicas vuelven a su
casa, por aquel lado del galpón que sólo conserva las letras F. C., las demás
desaparecieron durante la famosa tormenta del 2009, que arrancó carteles y revoques.
Iban caminando, cuando
una miró hacia atrás y codeó a la otra.
El forastero subía por la pendiente. Traía la corbata y el abrigo en el brazo, la camisa
manchada con sangre, el pelo revuelto. De lejos y después de cerca, se le notaba la agitación.
Cruzó
la plataforma 1, derecho a la boletería, ahí nomás, en la plataforma 2, y “suerte
perra”, pisó mierda de perro.
Qué se podría esperar, dijo
¡mierda! y golpeó con bronca el vidrio mugroso, lo hizo varias veces, al no
tener respuesta caminó a un lado y a otro, seguramente con
intención de limpiar sus
zapatos. Al fin, recogió el papel de estraza y se sentó en la punta del banco
debajo del letrero: Plataforma 2.
¡El olor!, hasta los animales se apartaron.
Llevó el papel al basurero,
que más parece un cesto de básquet, por el agujero que tiene abajo. Volvió al banco, encendió un cigarrillo, aspiró,
dejó vagar la mirada y vio a las chicas allí, observándolo.
Con exigencia preguntó: -A que hora pasa el tren para
Buenos Aires.
La de la pañoleta, apretó la
prenda contra el pecho y en un murmullo contestó: - A las seis y cuarto, o un
poquito después.
El, miró su reloj y dijo: - Las seis y diez.
La misma chica agregó:- Desde
que vendieron los ferrocarriles, el tren no para en esta estación.
-Cuando va para Buenos
Aires- aclaró con tono conspirador la otra.
Oscurecía. Al oscurecer,
la estación es una boca de lobo. Los muchachotes se entretienen en tirar
piedras a los faroles y nadie reemplaza las lámparas rotas o quemadas, tampoco
han arreglado el reloj que cuelga de cables pelados y algún día nos darán un disgusto.
A las seis y cuarto en punto, o a las seis y catorce, o dieciséis, minuto
más minuto menos, la chica de la canasta sacudió el brazo del forastero, la otra hizo una seña con la cabeza.
Malajunta
subía por el terraplén, semejante a una locomotora, cruzaba de la plataforma 1 a la plataforma 2 y en la puerta
de la boletería, suerte perra, pisó la mierda blanda. Movió los brazos como si
intentara despejar el camino, no pudo frenar, estaba resbaladizo el asunto, y para peor, el tren
apareció sobre el puente, dejó atrás la estación, alertando su paso con un
pitar de los que ponen nervioso a cualquiera.
Es excelente.
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La verdad que muy bueno el cuento, realmente me transporto a los lugares que describre felicitaciones srta orlando
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