Marta Susana Diaz-Buenos Aires, Argentina/Abril de 2012

ACEITUNAS

Olivares. Tan sólo olivares.

El sol va escondiéndose por el poniente encandilando sin escatimar resplandor con sus últimos rayos. A contraluz, sobre el horizonte, una suave brisa mece sus ramas, hamacándolas rítmicamente al compás de una música imaginaria que bien pudiera ser una zamba; zamba del norte…

Los olivos, plantados en prolijas hileras, parecen no tener fin.

Hasta donde puedo ver, en la inmensidad de ese campo de La Rioja, flanqueados por montañas y arroyos,  los olivos son los protagonistas principales.

Se oye el correr del agua entre las piedras y su sonido cantarino me invita a sentarme en un recodo del río.

Saco mi bolso con el termo y el mate y me dispongo a disfrutar del atardecer después de un día de arduo trabajo ocupado en la cosecha de aceitunas.

Y entonces aparece ella montada en un caballo blanco. Piel cetrina. Labios rojos. Cabello negro formando una larga trenza en la espalda y sus ojos color verde aceituna.

¿Porqué ojos verde aceituna? ¿No podían ser negros, marrones, acaramelados, azules? No. Ella tiene ojos verde aceituna.

Para mí, son ojos que están mimetizados, como los camaleones.

La saludo. La invito con un mate. Acepta.

Se sienta a mi lado, mientras el agüita sigue sonando más alborotada. Como mi sangre.

Me cuenta que es la sobrina del casero de esos inmensos campos sin tranqueras a la vista.

Le digo mi nombre: Raúl. Hago un elogio de sus ojos “verde aceituna”. Le pregunto el suyo y noto que elude la respuesta.

Comenzamos a contarnos historias. Nos reímos.

Entre mate y mate seguimos conversando.

Ya casi no hay luz. El sol se va escondiendo tras los montes y empiezan las estrellas a mandarnos sus guiños cómplices en esta nochecita en que siento que el amor está buscando refugiarse en mi alma.

Antes de separarnos le digo: - ¡No me dijiste tu nombre!

Y ella, montando en su alazán, me dice entre burlona y risueña:

- Me llamo Oliva.