miércoles, 23 de mayo de 2012

Beatriz Minichillo-Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2012


Olga después
Es la hora de hacerlo, te dijiste. Lo estabas pensando hace tiempo pero espantabas el pensamiento de tu mente. Tu hija insistía “mamá ya es hora”. Vos la escuchabas, contestabas con evasivas pero algo dentro tuyo te indicaba que era el momento de obrar. Esa ropa podría serle útil a alguien, todos esos sacos, pantalones, corbatas, sweaters, hasta zapatos guardados en el placard, en un espacio que debía quedar vacío.
La palabra “vacío” te sobresaltaba. Vacío es la falta de algo, el cuarto de una casa que ya nadie ocupa, el escritorio desnudo, las tres pipas indolentes sobre el cristal, el libro abierto en la página 217 que no te atreviste a cerrar, la máquina de afeitar en el mismo lugar del baño, hasta la billetera que ni siquiera se te ocurrió registrar.
Todo estaba allí detenido como un grito a punto de materializarse, pero que ya no se concretaría. Hasta el celular con el último llamado sin respuesta. Y vos sin decidirte a empezar la tarea que tenías que ejecutar. El placard con sus puertas como inmensos ojos abiertos estaba frente a vos y allí en primer lugar como distinguiéndose por su porte de lo demás, el traje azul, ese que junto a tu vestido negro usaban ambos para ocasiones especiales. Tu hija estiró la mano para asirlo y vos la detuviste, ése no, ése no, quisiste argumentar y tomaste otro con un temblor nuevo en los dedos. Y ese temblor se convirtió en fervor, en un fervor demencial con el que tus manos intentaban arrasar con todo. En pocos minutos la cama estaba repleta de su ropa. Esa cama que a partir de esos días empezaba a tener una mitad sin ocupar, aunque el colchón guardase la memoria del cuerpo que ya no iba a sostener.
Preparaste con pulcritud las bolsas con su contenido para donar pero al mismo tiempo no podías evitar preguntarte como calzarían los mocasines marrones en el ´nuevo destinatario, los pantalones sport, la gorra deportiva. Abarcaste con una mirada tu casa interrogándote si debías quedarte en ella o huir hacia otro lugar sin recuerdos, como quien destruye viejas fotografías. Dentro tuyo algo quería salir y permanecer al mismo tiempo. Y tu imaginación te ubicaba en un mundo de uno, ya no más de dos, fuera del engranaje que sigue girando y al que uno debe aferrarse a su pesar. También intentabas imaginar el abrazo ajeno cuando la mano se retira y uno se queda ante sí mismo, perplejo con todas las preguntas sin compartir y las respuestas huérfanas. Y la vida de los otros de la cual te sentías colgada con solo el sostén de un minúsculo alfiler. El resto era una cuestión que había que trabajar duro para ganarlo.
Masticar la ausencia hasta triturarla y digerirla. Un proceso en el que nadie podía sustituirte mientras sabías de la expectación de los demás. Porque siempre existen los demás y nos miran como retándonos a cumplir con esa consigna . Una. obra teatral en la que eras la única protagonista y un público adicto que pronto sería esquivo porque otro tema demandaría su interés , la mano del prójimo es breve en su contacto. Como el nadador, supiste por instinto que había que llegar al fondo para lanzarse hacia la superficie. En el fondo estaba tu bagaje de recuerdos: malentendidos, entendimientos, aquella palabra especial, aquel momento, aquel silencio, aquella distancia, aquella aproximación. Todo eso contenido en un pequeño estuche interno, como una flor seca, un objeto determinado, un lugar que solo uno conoce.
Intuiste también que de allí saldría tu nueva fuerza que los años habían nutrido como quien reserva un ahorro para situaciones de emergencia. Te miraste en el espejo sin ver las arrugas ni el rictus amargo que desdibujaba tus rasgos. Solo pudiste contemplar a una mujer que aprendía a manejar la balanza de su tiempo, un tiempo quizá breve, pero con una pregunta en cada uno de sus días por venir. Una pregunta que vos, únicamente vos, tendrías que aprender a formular y a contestar de ahora en adelante.



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