miércoles, 23 de mayo de 2012

Necchi Dorado-Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2012



¿Por qué hablar de vos me duele tanto?


Fue una tarde cuando el día moría, el sol se alejaba para dar paso a la noche y la primera estrella, tímidamente traviesa, se asomaba en el cielo invitando a sus hermanas a la danza cotidiana. Un guazuncho perdido se vio entre la maleza a unos metros de un rancho con ventanas y puerta abiertas, mientras una bandada de loros se retiraba a dormir.

Allí estaba Don Ignacio como siempre, taciturno, misterioso, con la mirada perdida en algún lugar del tiempo lejano, pero grabado para siempre en su corazón curtido por la inclemencia de la vida.

Don Ignacio parecía haber adquirido la imagen del paisaje agreste del Impenetrable.

No solía hablar demasiado, solo pasaba las horas en la puerta de su rancho a orillas del río Bermejo, tal vez recordando en silencio la algarabía de sus hijos jugando en el barro de la orilla.

Tres pequeños arrancados de su lado cuando la hambruna les borró la risa.

O tal vez evocaba en  silencio  la sonrisa de su compañera fallecida también de causas evitables si en el paraje donde reinaba la miseria y el abandono, hubiera habido un médico que diagnosticara a tiempo la tuberculosis.

Llegó de Corrientes ese hombre, hijo de “gringo” emigrante  de Europa en la bodega de un buque surcando mares  huyendo de las violentas represiones que siempre expulsan a los rebeldes hacia la serenidad.

Conoció allí a una nativa, la madre de don Ignacio que también trabajaba en la siembra de algodón y con quien tuviera sus otros  once hijos.

No podía calcularse la edad de don Ignacio, el tiempo estaba como detenido en ese gesto inexpresivo de su rostro del color de la tierra donde abriera sus ojos por primera vez.

Su vida estuvo siempre desequilibrada por la desgracia, el dolor hizo nido en esos ojos tan negros como la espesura de la zona en las noches sin luna.


Don Ignacio, como lo llamaban en el pueblo, tenía alma de poeta. La falta de oportunidades impidió que desarrollara ese don que le fuera otorgado.
Las pocas veces que hablaba  los vecinos rodeaban el banco donde se sentaba, para escuchar sus consejos que eran muy claros aunque difíciles de seguir cuando el miedo hacía su aporte.

El viejo era corajudo, nunca  bajó la mirada al “patrón” cuando gritaba, como hacía el resto de los pobladores del caserío.
Siempre les decía que debían  rebelarse, se negaba a que otro hombre pudiera ser su patrón cuando trabajaba en el monte antes de la salida del sol hasta el anochecer.



Cuenta la gente del lugar que una noche cerrada, la última que lo vieran, se oyó la voz del hombre y la de una mujer. Conversaban como si se conocieran de siempre, pero no era la voz de una lugareña, parecía una mujer fina con un tonito muy dulce por momentos quebrado por el llanto.
 “¿Por qué nombrarte me duele tanto? –preguntaba don Ignacio casi en murmullos - yo quiero cantarte, Patria, pero mi canto no es bueno, suena a latido del alma,  que nace tibio en mi pecho, pero hacen falta otros pechos que quieran cantar el canto. Patria, mi canto es apenas murmullo, tan sólo eso…
-Quiso la  historia que ojos sombríos se posaran en tu falda, abrieron  puertas de infamia, profanándote con saña de norte a sur, asesinando a tus hijos que resistían estoicos la furia devastadora.    Ríos, lagos y lagunas, montañas, cerros, oteros sucumbieron ante la fuerza expoliadora de los blancos que llegaban para quedarse, hasta que nuevos mandatos indicaron el tibio paso de manos a otras manos tan rapaces como aquellas-, continuaba.

-¿Cómo?-preguntó la mujer  indignada. ¿La corona española financió tanto atropello antes de que un grupo de argentinos me formara como Patria?
-¡Cómo poder explicarte! Si yo atrapé el recuerdo de lo que eras cuando esas fuerzas extrañas comenzaron a mirarte y a soñar con tu riqueza, respondió don Ignacio.
La mujer entre sollozos respondió:
-Siempre me consideré  tierra de paz y trabajo. Tierra de puertas abiertas con la que soñaban tus abuelos cuando la miseria y las guerras se desencadenaron allá lejos impulsadas por  conciencias frías y  ejércitos acunados con proyectos de odios.
-Esos ejércitos infames  se modernizaron tanto que ya no hacen falta  uniformes para uniformar  ideas. Ahora  son nombres de empresas cobijados bajo el manto  que les permite penetrar la subjetividad de tus hijos, Patria mía, succionando la sangre de tus arterias heridas.
 -Nuestros abuelos llegaron desde aquella Europa donde está la que   llamamos “madre” y a la larga vimos que  se trató de un Cronos que se fue devorando a sus hijos uno por uno, para luego depositarnos bajo las garras de otro Cronos que habla distinto y se hace entender imperativamente. -Así  lo hizo contigo y con tus patrias hermanas, esas que hablan tu lengua, que comparten tradiciones, que tienen el mismo olor y color de pueblo moreno y resisten cada embate desde el odio visceral que ostentan los criminales.
-Si se hubieran atrevido a unir sus  manos y almas, formarían la Patria Grande que soñaran los libertadores. Ese sueño  hoy es de unos pocos, pero cuánta falta hace, dijo la Patria,   sentándose sobre una roca filosa. 
-Me resisto a creer que los hayan herido tanto, que los llenaran de llagas y  que para poder mencionarme no puedan omitir  historias de lutos y  atropellos genocidas.
Don Ignacio suspiró, pasó el dedo índice  por el borde de sus ojos y siguió diciendo:
-Historia de destierros, robos, despojos e infamias enquistadas en los siglos convirtieron en jirones tu ropa celeste y blanca y pusieron en tu pecho un “I love you” que no es nuestro. No lo quiero, lo repudio, me da asco, nunca acepté que se instale. Lo dejó entrar el silencio cómplice de los amorales.
-Te inundaron de palabras que no son tuyas ni nuestras, nos mostraron otros mundos que dicen maravillosos, y para que no hubiera dudas, nos los trajeron en trozos como espejos de colores y fueron tantos los que lo consumieron que se instalaron nomás, como si nada. La voz del hombre se sentía entrecortada.
 ¡Cuánta sangre derramada, cuantos sueños libertarios para llegar a ver esto…! Cosa fuerte el interés, la moneda, el capital en los bolsillos de pocos mientras el hambre hizo nido en las panzas de los pobres.
-Fuiste mi linda Argentina, pasado de granero del mundo, tierra de trigo y de pan que parece no ser rentable. Ahora es tierra de yuyitos  promisorios que se exportan para alimento de los cerdos, allá lejos.
-¿Dónde? Preguntó la Patria.
-Allá, donde están los cerdos…respondió con indignación.
Y siguió la letanía de don Ignacio en la noche:
-Tierra abonada con sangre,  con despojos de rieles oxidados, de columnas de trenes olvidados que ayer llevaran tu canto a cada rincón de pueblos, que no murieron de muerte, sino por asesinato.
-De glaciares negociados, de aguas privatizadas, de minas a cielo abierto, de suelos contaminados,  de recursos entregados a las garras de la ambición.
No podía contener su lengua, don Ignacio, la rabia por el ayer asesinado corroía sus entrañas.
-Cómo nos cambió la historia, Patria querida, a quienes ayer te irguieran un culto de moral y esfuerzo, hoy llamamos desocupados. 
-¿Serán esos los que vi?, preguntaba la mujer –esos que gritan su marginación en columnas justicieras, buscando con desespero lo que les han arrancado, la dignidad que resiste a que la exoneren, nada menos…
-Sí, son esos, respondió don Ignacio
-“Espectros” que van con palos para enfrentar otras armas que los apuntan de lejos. De esas que escupen sus fuegos, arteros, que sí, los  matan, mientras te riegan con sangre y pocas veces se entiende.
-Mi Patria linda, te robaron primaveras, expropiaron tu mañana, te oscurecieron el alba volviéndote pedacitos de historia destartalada.
Un sollozo de mujer rompió la noche de pronto, el hombre siguió diciendo o le habló su corazón:
-Ay Patria, tráiganme un mago que te arme, de repente, que llegue un beso que borre las lágrimas de tus frente para ir pintando la gloria, recreando la memoria que te arrancaron un día para instalar otra historia.
-¿Por qué hablar de vos me duele tanto? ¿Será porque se tus ríos y lagos contaminados?
-¿Por  los niños sin escuelas? -¿Por sus padres sin trabajo?
-¿Por los piececitos descalzos que danzan pasos de olvido, al ritmo del crujir de tripas en sus pancitas con hambre?
-No, no, no, dijo con dolor la Patria. Don Ignacio continuó:
-¿Por los viejos que con tanto esfuerzo  te hicieron grande para ser luego abandonados a un destino de despojos?
-¿Por los descalcificados esqueletos de los hospitales que hoy gritan tanta desidia pero sin ser escuchados?
-¿O por el cóndor que asoma sus garras y lo presiento con el alma estremecida llena de dolor y espanto?
-Ay, no digas eso, dijo la mujer llevándose las manos al rostro.
-Pero que triste es nombrarte y que las letras que forman tu hermoso nombre, estén ahogadas en llanto.
-Me dolés Patria, me duele verte agredida, humillada. Si lográramos que a muchos les duela la misma historia, estoy seguro, la gloria se asomará de repente.
-Te quiero libre y en paz, estrecho filas contigo, quiero al viento tu vestido blanco con franjas de celeste cielo aclarándonos la aurora y en el medio de tu pecho quisiera ver como antes un sol solemne que arranque ese “I love you” que me duele…”
La patria se estremeció, en medio de su sollozo alzó sus ojos al cielo, besó la frente del hombre y se internó en la espesura del monte para ya no regresar.
Cuando despertó el día el banco de don Ignacio amaneció vacío. La puerta del rancho estaba abierta pero el hombre no estaba allí.
-Buenos días, don Ignacio, dijo la señora del rancho cercano. –Oiga don Ignacio ¿se siente usted mal?
Silencio, el hombre no estaba, nadie lo vio salir, los vecinos se agolparon en la puerta  y los niños preguntaban –Madre, ¿dónde está don Ignacio?
Nadie lo volvió a encontrar. Dicen que durante el día andaba el patrón rondando con los cuatro matones que lo acompañaban siempre y al ver al viejo sentado y mirando al horizonte dijeron “tené cuidado porque vas a acabar mal”.
-¿Dónde estará don Ignacio? Se preguntaba la gente. -Pucha que cuando anda el patrón con esos tipos ladinos, la mala suerte se escapa y algo pasa por acá.
-¿Por qué ya no está  don Ignacio?- preguntaban los chiquitos cuando andaban por ahí.
-Lo habrá tragado el Bermejo, ahora váyase a jugar, decía algún grande temeroso.
Fueron pasando los días y de eso no se habló más…


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