jueves, 23 de agosto de 2012

Nora Coria-Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2012

MIRADAS DE SAL
“Cielo arriba de Jujuy, camino a la Puna me voy a cantar”
M. J. Castilla


Toma la ruta 52. Deja Purmamarca con la ilusión de que las Salinas Grandes, que lo
convocaron desde una revista, lo deslumbren cuando las conozca verdaderamente, en
todo su esplendor. Algo leyó sobre el trabajo en las minas de sal y no estaría de más ver
qué hace allí esa gente.
Va como siempre, en plan de turista independiente. Auto alquilado, cámara fotográfica,
mapa rutero, y unos llamativos pero inútiles folletos. Un paisaje surrealista espera a quien
allí se encamina, y unos ojos mucho más profundos que los pozos en la sal confían en
encontrarse con los suyos.
Transita la Cuesta de Lipán superando con entusiasmo cada repecho, ignorante del
intenso e inmenso paso que acaba de dar. Atrás queda la Quebrada de Humahuaca y en
ella custodiados los colores. Ha perdido el abrigo de los cerros y el cielo lo abarca todo.
Observa con fascinación las sutiles ondulaciones aceitunadas y se admira por el dibujo
que las infinitas curvas de asfalto van diseñando. A pesar de la felicidad que le produce
creer que está más cerca del sol, le falta el aire. Cuando alcanza el Abra del Potrerillo
advierte, a poco más de cuatro mil metros, que esas alturas no son para cualquiera.
Próximo a destino, avanza por la ruta que como un tajo parte la salina. Se apresura
buscando infructuosamente lo que espera encontrar.
Quería alucinarse con la rareza de un desierto de sal y caminar por una llanura blanca,
seca, agrietada; sabía que podría apreciar a lo lejos el nevado de Chañi y pensaba tomar
las mejores instantáneas. Con eso y con un cielo sin nubes, sencillamente con eso,
pretendía volver satisfecho de la aventura. Es imposible. Las salinas y su gente son parte
de la Puna y en esa inmensidad no hay espacio para la trivialidad; allí lo intrascendente se
desvanece. Tampoco ve un socavón como suponía, sino muchos pozos rectangulares,
cavados a cielo abierto, simétricamente dispuestos sobre el desierto, con agua cristalina
sobre el fondo salado, inmaculadamente blanco… como reservorios de lágrimas.
Mientras prospera su quimera y comienza a recorrer a pie la salina, se da cuenta de que
su imaginación nunca hubiera sido suficiente. El contraste celeste y perfecto del cielo
limpio con el llano nacarado es una fiesta, y el sol es un enemigo, candente pero
deseado, en la alturas heladas del Altiplano.
La mirada no le alcanza para vivir el espectáculo, precisa aplicar todos los sentidos…
Rasga el suelo, consigue tomar un terrón, lo huele, lo desgrana y lo saborea con avidez,
pero se estremece cuando siente en la boca cierta amargura después de tragar la sal.

Recuerda que allí mismo, en ese paraje inhóspito, durmió por siglos la momia de un niño
inca…Acaso sus padres ignoraron que la impertinencia de la ciencia irrumpiría en el
destino sagrado de la criatura y la reduciría a datos de museo… Sin embargo no es esa
historia lo que le produce una fuerte conmoción al visitante. Él sabe que está en las
profundidades de lo que fuera una gran laguna y aprecia el crujido de sus pisadas sobre
las grietas del blanco e inmenso desierto de sal. El viajero intuye, muy próximo, el
impacto. Tiene la certeza de llegar hasta lo más hondo de las Salinas Grandes. Desde
que dejó el auto al borde de la ruta, nunca detuvo el paso. Camina cautivado por un
horizonte desolador, con mínimas tonalidades. Blanco, celeste, gris. El sol abrasa y todo
es sal. Blanco, blanco, blanco… No hay pueblo, no hay casas, no hay nada. Desierto, sal,
socavones que son hendiduras cavadas con mucho esfuerzo, con precarias herramientas
en un suelo calcificado. Observa que no muy lejos hay gente, otros hombres… Camina,
se acerca, quiere ver.
El viento de Los Andes le descorre el velo y sucede el hallazgo. Blanco, blanco, blanco…
Sus ojos se diluyen en otros ojos y él, que se conformaría simplemente con un paisaje
nuevo atrapado en una foto, habita, inesperadamente, en otro plano de la realidad. Acaba
de encontrarse con los ojos sin rostro de los hombres de sal.
Han llegado recién iniciado el día. Desde lejos, por pendientes, durante horas, en bicicleta
o a pie. Han trabajado desde temprano y le han quitado al desierto, mano a mano, lo que
la ciudad necesita. Han vencido la intemperie buscando los grandes panes de sal que en
otros sitios esperan. Eso es el socavón en el desierto de sal: prolijas zanjas de lágrimas.
Él, que ha llegado hasta allí convencido de ser un viajero más, mira, vuelve a mirar y por
fin puede ver. Allí están, después de la larga jornada, siguen trabajando. Ahora ofrecen su
obra nacarada. Son llamitas, son cardones, son chakanas1, son pequeñas estatuillas…
son dulces recuerdos de sal que los turistas compran por pocos pesos.
Allí están, dueños de la llanura estéril, cercados por un cielo inexplicable. Enmascarados,
cubiertos rostros y cabellos por un pasamontañas negro como amparo cotidiano frente al
sol, el viento, el salitre que penetra hasta la sangre. A cielo abierto, sin barbijo, asumiendo
el polvillo de sal que corroe los pulmones. Enmascarados. A cielo abierto, sin justicia ni
resguardo decente bajo un sol que no perdona y lacera la piel día tras día.
Enmascarados. Oyendo un viento que no sabe de susurros, soportando el frío intenso de
La Puna, sin abrigo adecuado.
 Chakana: llamada comúnmente cruz andina (inspirada en la constelación Cruz del sur, base de la cosmovisión Inca)

Allí están, enmascarados como un extraño comando. Como exóticos activistas. Cabeza y
manos mal protegidas. Artesanos clandestinos. Militantes de la sal. Guerrilleros del arte.
En tanto esculpen figurillas en bloques que le arrancan al desierto, graban para siempre
su imagen con líneas firmes en el alma del que acaba de llegar y comienza a comprender.
Es entonces cuando surge la paradoja: se comprende por incapacidad. Se comprende
porque no se tiene la astucia de los poderosos para eludir el latigazo de esas vidas
hechas de sal. Se comprende porque se conoce el sabor de la sal en el llanto que se ha
sorbido, en la aspereza repentina en la piel y en los pulmones que se opacan por el salitre
que ronda. Se comprende porque uno no ha nacido para la ambición y el egoísmo. Se
comprende porque uno es incapaz de ofender a la Tierra y evadir aquellos ojos sin rostro.
Durante segundos interminables, quien llegó como turista, descifró el silencio de los
hombres de sal. Ahora sabe que hay miradas que el azar no cruza. Se ha visto a sí mismo
en los ojos oscuros y profundos de un rostro oculto tras un pasamontañas de lana de
llama, negro y raído.
Ahora sabe que ya es tiempo de hacer algo.

relato premiado por Consejo General de Educación de la Provincia de Buenos Aires; y por la ONG noalamina.org (Esquel).
Seleccionado por Ministerio de Educación de la Nación y publicado en su revista “El
Monitor”

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