MIRADAS DE SAL
“Cielo arriba de Jujuy, camino a la Puna me voy a cantar”
M. J. Castilla
Toma la ruta 52. Deja Purmamarca
con la ilusión de que las Salinas Grandes, que lo
convocaron desde una revista, lo
deslumbren cuando las conozca verdaderamente, en
todo su esplendor. Algo leyó
sobre el trabajo en las minas de sal y no estaría de más ver
qué hace allí esa gente.
Va como siempre, en plan de
turista independiente. Auto alquilado, cámara fotográfica,
mapa rutero, y unos llamativos
pero inútiles folletos. Un paisaje surrealista espera a quien
allí se encamina, y unos ojos
mucho más profundos que los pozos en la sal confían en
encontrarse con los suyos.
Transita la Cuesta de Lipán superando
con entusiasmo cada repecho, ignorante del
intenso e inmenso paso que acaba
de dar. Atrás queda la
Quebrada de Humahuaca y en
ella custodiados los colores. Ha
perdido el abrigo de los cerros y el cielo lo abarca todo.
Observa con fascinación las
sutiles ondulaciones aceitunadas y se admira por el dibujo
que las infinitas curvas de
asfalto van diseñando. A pesar de la felicidad que le produce
creer que está más cerca del sol,
le falta el aire. Cuando alcanza el Abra del Potrerillo
advierte, a poco más de cuatro
mil metros, que esas alturas no son para cualquiera.
Próximo a destino, avanza por la
ruta que como un tajo parte la salina. Se apresura
buscando infructuosamente lo que
espera encontrar.
Quería alucinarse con la rareza
de un desierto de sal y caminar por una llanura blanca,
seca, agrietada; sabía que podría
apreciar a lo lejos el nevado de Chañi y pensaba tomar
las mejores instantáneas. Con eso
y con un cielo sin nubes, sencillamente con eso,
pretendía volver satisfecho de la
aventura. Es imposible. Las salinas y su gente son parte
de la Puna y en esa inmensidad no
hay espacio para la trivialidad; allí lo intrascendente se
desvanece. Tampoco ve un socavón
como suponía, sino muchos pozos rectangulares,
cavados a cielo abierto,
simétricamente dispuestos sobre el desierto, con agua cristalina
sobre el fondo salado,
inmaculadamente blanco… como reservorios de lágrimas.
Mientras prospera su quimera y
comienza a recorrer a pie la salina, se da cuenta de que
su imaginación nunca hubiera sido
suficiente. El contraste celeste y perfecto del cielo
limpio con el llano nacarado es
una fiesta, y el sol es un enemigo, candente pero
deseado, en la alturas heladas
del Altiplano.
La mirada no le alcanza para
vivir el espectáculo, precisa aplicar todos los sentidos…
Rasga el suelo, consigue tomar un
terrón, lo huele, lo desgrana y lo saborea con avidez,
pero se estremece cuando siente
en la boca cierta amargura después de tragar la sal.
Recuerda que allí mismo, en ese
paraje inhóspito, durmió por siglos la momia de un niño
inca…Acaso sus padres ignoraron
que la impertinencia de la ciencia irrumpiría en el
destino sagrado de la criatura y
la reduciría a datos de museo… Sin embargo no es esa
historia lo que le produce una
fuerte conmoción al visitante. Él sabe que está en las
profundidades de lo que fuera una
gran laguna y aprecia el crujido de sus pisadas sobre
las grietas del blanco e inmenso
desierto de sal. El viajero intuye, muy próximo, el
impacto. Tiene la certeza de
llegar hasta lo más hondo de las Salinas Grandes. Desde
que dejó el auto al borde de la
ruta, nunca detuvo el paso. Camina cautivado por un
horizonte desolador, con mínimas
tonalidades. Blanco, celeste, gris. El sol abrasa y todo
es sal. Blanco, blanco, blanco…
No hay pueblo, no hay casas, no hay nada. Desierto, sal,
socavones que son hendiduras
cavadas con mucho esfuerzo, con precarias herramientas
en un suelo calcificado. Observa
que no muy lejos hay gente, otros hombres… Camina,
se acerca, quiere ver.
El viento de Los Andes le
descorre el velo y sucede el hallazgo. Blanco, blanco, blanco…
Sus ojos se diluyen en otros ojos
y él, que se conformaría simplemente con un paisaje
nuevo atrapado en una foto,
habita, inesperadamente, en otro plano de la realidad. Acaba
de encontrarse con los ojos sin
rostro de los hombres de sal.
Han llegado recién iniciado el
día. Desde lejos, por pendientes, durante horas, en bicicleta
o a pie. Han trabajado desde
temprano y le han quitado al desierto, mano a mano, lo que
la ciudad necesita. Han vencido
la intemperie buscando los grandes panes de sal que en
otros sitios esperan. Eso es el
socavón en el desierto de sal: prolijas zanjas de lágrimas.
Él, que ha llegado hasta allí
convencido de ser un viajero más, mira, vuelve a mirar y por
fin puede ver. Allí están,
después de la larga jornada, siguen trabajando. Ahora ofrecen su
obra nacarada. Son llamitas, son
cardones, son chakanas1, son pequeñas estatuillas…
son dulces recuerdos de sal que
los turistas compran por pocos pesos.
Allí están, dueños de la llanura
estéril, cercados por un cielo inexplicable. Enmascarados,
cubiertos rostros y cabellos por
un pasamontañas negro como amparo cotidiano frente al
sol, el viento, el salitre que
penetra hasta la sangre. A cielo abierto, sin barbijo, asumiendo
el polvillo de sal que corroe los
pulmones. Enmascarados. A cielo abierto, sin justicia ni
resguardo decente bajo un sol que
no perdona y lacera la piel día tras día.
Enmascarados. Oyendo un viento
que no sabe de susurros, soportando el frío intenso de
La Puna, sin abrigo adecuado.
Chakana: llamada comúnmente
cruz andina (inspirada en la constelación Cruz del sur, base de la cosmovisión Inca)
Allí están, enmascarados como un
extraño comando. Como exóticos activistas. Cabeza y
manos mal protegidas. Artesanos
clandestinos. Militantes de la sal. Guerrilleros del arte.
En tanto esculpen figurillas en
bloques que le arrancan al desierto, graban para siempre
su imagen con líneas firmes en el
alma del que acaba de llegar y comienza a comprender.
Es entonces cuando surge la
paradoja: se comprende por incapacidad. Se comprende
porque no se tiene la astucia de
los poderosos para eludir el latigazo de esas vidas
hechas de sal. Se comprende
porque se conoce el sabor de la sal en el llanto que se ha
sorbido, en la aspereza repentina
en la piel y en los pulmones que se opacan por el salitre
que ronda. Se comprende porque
uno no ha nacido para la ambición y el egoísmo. Se
comprende porque uno es incapaz
de ofender a la Tierra
y evadir aquellos ojos sin rostro.
Durante segundos interminables,
quien llegó como turista, descifró el silencio de los
hombres de sal. Ahora sabe que
hay miradas que el azar no cruza. Se ha visto a sí mismo
en los ojos oscuros y profundos
de un rostro oculto tras un pasamontañas de lana de
llama, negro y raído.
Ahora sabe que ya es tiempo de
hacer algo.
relato premiado
por Consejo General de Educación de la Provincia de Buenos Aires; y por la ONG noalamina.org (Esquel).
Seleccionado por Ministerio de Educación
de la Nación y
publicado en su revista “El
Monitor”
Un relato realmente sensacional. Ha sido un placer leerla.
ResponderEliminarSaludos