jueves, 25 de octubre de 2012

Nechi Dorado-Buenos Aires, Argentina/Octubre de 2012

Cicatrices de la historia


Un día de tormenta, uno de esos  cuando la tarde parece debilucha pues no se atreve a cruzar las fronteras de la noche, la joven esperaba el colectivo que la llevaría a su hogar luego de un día de trabajo desgastante.
A veces el viento suele convertirse en sepulturero de mañanas, cuando descarga sus ataques de ira y comienza a arrojar escombros que parecen guardados para un momento especial. Y fue ese, justamente, cuando la joven cerró sus ojos de prepo y  para siempre, enceguecida por la polvareda desprendida de un paredón enclenque, que no tuvo la fuerza para resistir el embate de un Eolo enardecido.

Sucedió a pocas cuadras de donde un riacho pastoso, abandonado a su suerte, yace anquilosado entre kilos de excrementos, residuos químicos, calaveras de chatarra y perros muertos que nadie llora, porque nadie fue su dueño. Junto a vagones de algún tren también asesinado cuando el ferrocidio tuvo fuerza de ciclón agregando una palabra más al diccionario.

En el centro geográfico del  barrio Buenashebras,  donde no hace muchos años miles de trabajadores y trabajadoras tejían los hilos multicolores que darían forma al pan en el centro de las mesas familiares, sobrevive estoica la osamenta de la fábrica abandonada en el centro de las seis hectáreas, donde ya no hay telares que acunen la siesta de los niños mientras las madres trabajan.
El tiempo corre veloz, tanto, que uno casi piensa que fue ayer nomás, cuando el país crecía y el trabajo era parte de la cultura proletaria.
Ayer que pasó a ser historia cercenada.
Ayer de ayeres sin visos de mañana.

 Frente a  la enorme mole enflaquecida a disgusto, por el tic tac del reloj y por un vaciamiento, tres cuadras de casas despintadas dejan al descubierto su edad. Llenas de arrugas, óxido y moho, unas de chapa y otras de mampostería, son un retazo vivo de lo que fue el entorno donde se erguía Grantelar, la enorme fábrica textil, orgullo del barrio que crecía.

La furia de Eolo, abusador de cosas carcomidas por la desidia, fue causante del estampido del nuevo derrumbe, entre tantos otros previos. El rugido de su furia sacudió a los habitantes del lugar, que conmovidos, cruzaron la gris avenida mientras los bomberos extendían cintas de plástico impidiendo el paso.
Acudió también doña Teresa cuando escuchó el desmoronamiento  y las frenadas de los vehículos de paso.
Doña Teresa que fue parte de las hilanderas de pan, en ese sitio.
Doña Teresa, “la Loca”, la llaman. Y así lo hacen los mismos que tiempo atrás creyeron volverse tan locos como ella.
-¡Son ellos! gritaba desesperada la mujer caminando entre la calle y la vereda, tomándose los cabellos como queriendo arrancarlos.
-¡Son sus gritos los que empujaron el paredón! seguía gritando.
-¡Ellos avisan que ahí están y nadie escucha! Sentenciaba, mientras los vecinos trataban de hacerla callar y no podían.
-¡Ahí viene el helicóptero! Decía dirigiendo sus ojos hacia un cielo que comenzaba a llorar gotas pequeñas.
-¡Los camiones y las sombras, vendrán de nuevo y gritarán todos, como antes! seguía diciendo la mujer en esa tarde sacudida, en Buenashebras.

Tiempo atrás, espectros como salidos de un infierno de repente, sombras dantescas que danzaban en las noches sus ritos de locura tallando el sepulcro del trabajo y de los sueños, irrumpieron por el barrio amparándose en la espesura de las noches sin custodias. Noches en que jóvenes y adultos empachados de vida, sacaban punta al lápiz con el que habrían de esbozar la obra inconmensurable de las nuevas mañanas.
Las sombras tantas veces maldecidas, se abalanzaron sobre ellos, con el encarnizamiento de la fiera que espera agazapada el paso de la sangre roja que fluye por las venas.
Los vecinos se encerraban en sus casas muy temprano, por entonces y, el silencio fue el personaje central en ese teatro de operaciones que hasta el momento, nadie pudo confirmar.  O nadie quiere, para ser justos y precisos. ¡Nadie quire!
No quieren ni siquiera saber si acaso allí podrían haber estado sus propios hijos y los hijos de sus hijos antes de ser devorados por el Zeus emergente de los agujeros donde antaño se atornillaron los telares.
Tronaban en las noches calmas de Buenashebras, helicópteros salidos quien sabe de qué pozo de espanto.
Camiones y sirenas rompían en pedazos la negrura y el silencio mientras bocas inmundas escupían  ráfagas de fuego que entonaban los acordes del preludio de  sinfonías de pánico que erizaba la piel. Era el canto fúnebre del odio entre los hierros y la mampostería abandonada en ese ayer sin visos de mañana.
Teresa enloqueció en aquel entonces, otros, más fuertes, hicieron del silencio un culto persuadido por el miedo.
Allí, entre la mampostería que fue tumba de la joven y del porvenir de tantos, un poco más allá en el tiempo.
Allí, entre recuerdos de ayes que los años amuraron entre nuevos ladrillos ajenos al esqueleto central que nadie sabe que cosa tapan.

Hoy hablan de esperanza futura en Buenashebras, entre las casas descascaradas y la promesa de nuevas viviendas que harán del lugar un sitio promisorio.
Y lo será, sin dudas, para bolsillos devoradores de moral y sentimientos.

Dicen que la memoria de una historia convulsa y despiadada, quedará clavada entre los maderos  del pozo que parirá nuevos cimientos. ¡A quién importa la memoria cuando ya está fallecida!
¡A quién importa si hay que asesinarla de nuevo las veces que haga falta para erigir otros proyectos!
Todo es desconcierto en Buenashebras, sólo Teresa “la Loca” se atreve a recordar lo inolvidable, en medio de la locura que se vuelve cuerda exonerando al terror, pretenden hacerla callar, pero no pueden.
Sigue diciendo, “la Loca”. Su voz trae a remolque los ayes que no nacieron en su pobre mente disociada.
Y sigue hablando por entre el nuevo paredón que reemplazó al caído sobre el cuerpito frágil de la muchacha que regresaba al hogar, aquella tarde debilucha, que no se atrevía a cruzar las fronteras de la noche.
Paredón donde con parejas letras azules hoy puede leerse “Buenashebras crece”.
Sólo el esqueleto de Grantelar, que muestra su osamenta abandonada a un costado de las seis hectáreas, podría ser el testigo fundamental si alguien quisiera saber de qué color era la ropa de aquella historia, que están a punto de asesinar de nuevo.
Atrapados por la ilusión del complejo que vendrá, arrastrada por cheques millonarios y acuerdos bajo la mesa, los amantes de la esperanza en un sistema donde el dinero es rey y la corrupción princesa, celebran la nueva muerte por asesinato de la memoria colectiva.
Buenashebras crece, reza el cartel y ya sabemos. Podrán pintar con brillos y promesas  las márgenes del parque transitable y el ensanchamiento de la avenida gris, como el recuerdo.
Sobre la memoria colectiva se agolpan otras sombras, llegan echando  sal sobre las cicatrices de la historia que seguirá sangrando, como siempre.


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