Edipo ambicioso
Algo le dijo en su adentro
a Cordelia que él era un estereotipo más de aquéllos que rumbean en la
ambivalencia. Sobre todo con esa mirada extraña, como cargada de resentimiento,
a pesar de su trato amable, obsecuencia más mirada oscura, estacionada en otro
lugar.
Detrás de ella,
resonó la voz de Gregorio, de repente, presentándoselo. Aquél siguió
observándola, estiró su mano y atinó a decirle: soy Yago, y mirándolo a él-
refiriéndose a Gregorio- agregó es un
tipo serio. Cordelia sólo le contestó un yo también soy seria. Después, un
silencio entrecortante quedó armado hasta un vamos de Gregorio y mutuos
saludos. La expresión de Yago le había quedado fijada a Cordelia. Esa mirada
lamentable de ojos a punto de estallar
por la oscuridad, rigida embroncada, doliente. Gregorio - ahí nomás, conociéndola-
le largó un él es así. Lo miró apenada porque no entendía el porqué de las
indicaciones, y es más, era la primera vez que a Yago lo tenía ante sí.
Los años fueron
girando y Cordelia comprendió que Yago aparecía cuando a pesar de trabajar como
profesional en el hospital y atender enfermos de las dolencias más diversas, ya
que su tarjeta de presentación iba desde la clínica médica a las especialidades
neumonológas, gastrointestinales, alopáticas como un verdadera enciclopedia de
bolsillo tenía alguna urgencia. En las fiestas familiares previa invitación que
se encargaban de hacerle, inclusive la
de los fines de año, aparecía con una sonrisa capicúa, medía su verborragia y
devoraba a pesar de su régimen verduresco, empanadas, pizzas, bocaditos,
postres todos regados con abundante y buen vino. En su figura esmirriada y alta
no se podía imaginar tal abastecimiento al que nunca faltaban el helado y las
copas de champagne. Cordelia, a pesar de observar todas estas actitudes,
respetaba la relación con Gregorio y muchas veces insistía en que viniera a
cenar a la casa con su mujer, a la que Gregorio
no soportaba y la llamaba Paposa, dada
su enorme barbilla. Paposa era una pobre
enferma, a la que Yago se aferraba porque en realidad, no tenía mucho más. Sus matrimonios
anteriores con una misma mujer, sus divorcios, sus hijos que andaban
desparramados por la ciudad ya que los había echado de su casa porque encubrió que
prefería a su tercera mujer y creó toda
una dramática situación, de vagancia y alcohol y desamor de ellos como para convencer a la gente. Exigía que sus
hijos adolescentes trabajaran porque de su memoria de elefante había borrado
que él no lo había hecho hasta cerca de los 30, entre rateos y repeticiones de
la secundaria, enfermedades ciertas y otras fingidas porque había crecido acostumbrado a recibir o a pedir
siempre. Nunca a dar. Se relacionaba con el otro por lo que el otro podía
proporcionarle, especulaba con la gente en los lugares donde vivía, apareciendo
de improviso, y recorría países con ciudades y pueblos, permanentemente con los viajes de los
conocidos. Las carpetas encuadernadas -sacadas del Hospital para uso de los pacientes-
no compradas, las llenaba con todos los folletos de los viajes que los demás hacían. Y acompañado por
tés digestivos y yuyos, semillas de chia y cáscaras de huevos que cascaba para
fortalecer el calcio de su endeble silueta, hacía los recorridos de las
fotocopias de las fotos de los otros, cerrando los ojos, viajando en sus
pensamientos.
Después sonreía, y
andurriaba con los álbumes debajo del brazo en el hospital, con los vecinos,
mostrándoles y dándoles datos rigurosamente exactos de los lugares que exponía,
como si él hubiera estado.
Cierta mañana en que Gregorio lo acompañaba
con Cordelia a hacer un trámite del registro del auto ,que aquél le había
regalado, a pesar de los años apilados
en su larga figura, comentó que había
ido a un psiquiatra del hospital, un compañero, que le había confirmado su esquizofrenia..
Cordelia volvió la
cara hacia la de Yago sin sorpresa,
confirmando sus pensamientos de la primera entrevista y la de otros tantos
momentos. Gregorio conectó la radio a todo volumen para que las explicaciones
no se pudieran oir, mientras su mujer le
gritaba un te tenés que tratar. Una “n”
y una “o” fueron la contestación.
Los años
siguieron caminando, ensombreciendo más
sus gestos y miradas, que a veces se encontraban con la de su mujer que en su
bipolaridad creía y discutía que ambos vivirían 120 años, gracias al sistema
que habían elegido, el vegetariano y chupando todas la mañanas dos hojas de las
plantaciones de aloe que en el estrecho balcón ocupaban todo el espacio, y
colocándose una ramita de ruda en la bombacha o el calzoncillo. La noticia de
que dos de sus hijos en plena adolescencia empezaron a padecer su misma
enfermedad, tampoco lo movilizó mucho. Logró internarlos, asistirlos gracias a
la colaboración de la gente y de Gregorio y Cordelia. Corridos los meses del
almanaque, a las 5 de una tarde de agosto, sonó el teléfono donde le informaban
que Gregorio estaba internado y en grave estado. En lo primero que pensó fue en
los dólares que aquél tenía guardados en su estudio. Sin quererlo erró el
camino y en lugar de llegar a la clínica apareció en el lugar y llegó hasta el
9 piso. Desesperado porque nadie había, golpeó la puerta hasta que apareció un
portero al que empezó a exigirle las llaves del lugar. Gritaba la plata, la
plata, quiero la plata. De los pisos de arriba aparecieron personas extrañadas
y llamaron al 111. Cuando escuchó las sirenas se tiró por las escaleras y salió
del edificio, y corrió, corrió, desde pleno centro hasta la Chacarita. Allí se
sentó en el borde de una vereda rota, como la mayoría de las de la capital, con
los ojos haciendo guiños y agitado. Después
enfiló hacia adentro del cementerio hasta el osario donde se guardaban las
cenizas de sus padres.
Parado frente al
lugar, buscaba los nombres de ellos y como no los localizaba inició una especie de rezo en el que recordaba a su madre
que no lo abandonara, que el dinero de Gregorio era de él, sólo de él. Un
estremecimiento le recorrió el cuerpo cuando la vibración del celular
interrumpió el ruego.
Tembloroso y
agitado, atendió la llamada. Era Cordelia que llorando le avisaba donde lo
había internado a Gregorio. Tomó la dirección y se fue a su casa, caminando las
50 cuadras.
Al día siguiente
apareció en la clínica, armado de mate y galletitas de arroz
Y se sentó al lado
de la cama, en una silla. Pidió quedarse a solas con Gregorio pero antes se
presentó a los médicos como uno más y diciéndoles al clínico y al traumatólogo que
necesitaba una reunión a solas. Ellos miraron a la mujer mientras ella les
sostenía la mirada. Después los entrevistó. En sus pensamientos recordó la
película que hacía unos meses habían visto, Mar adentro, y un temblor se agitó
en sus palabras. Les preguntó si era necesaria la intervención. Dijeron que sí
y el fantasma cinematográfico le permitió la posibilidad de que les preguntara
si quedaría parapléjico. No hubo respuesta. Gregorio accedió no muy convencido.
Mientras tanto, Yago empezó a organizarse para quedarse a las tardecitas
mientras tomaba mate como si en lugar de una clínica estuviera bajo un arbolito
de Palermo en tanto masticaba las galletas de arroz. La familia se enteró después que quería la
extensión de un simple papel donde figurara qué cuentas tenía Gregorio,
desconociendo a quien era la mujer.
Cuando Gregorio
escuchó el pedido, lo miró con tristeza y movió la cabeza. La llamó a ella y a
sus hijos para que no lo dejaron a solas con él. En un momento no pudo con su
carácter. Y en voz alta, hasta la enfermera de turno escuchó “Yago no cambiará
más…” El poder del dinero le funcionaba como un imán, dejando de lado todo tipo
de afectos.
A esta altura Gregorio
comprendió que ya no era necesario llorar, dentro de poco llorarían por él,
además él también estaba llorando sin lágrimas. Así que se metió en su digna
agonía, cerrando los ojos para no ver más.
Los abrió con el
beso de Cordelia que le decía un te quiero y sólo pudo despacito - en voz baja-
comentar, quedáte conmigo, quiero dormir y sonrío a los hijos diciéndoles adiós
mientras en sus ojos humedecidos y angustiados dieron autorización a la boca
para que les agradeciera.
A las pocas horas,
se escuchó un click. Su vida estaba detenida.
En el velatorio al
que acudieron amigos de él y Cordelia, Yago
sólo tuvo la corta compañía de una pareja conocida.El dolor que se expandía en
la sala golpeaba contra las paredes sin explicación. Al día siguiente del
entierrro, Yago ya estaba incrustando su dedo en el timbre de la casa de Gregorio
y Cordelia.
Fue toda una
sorpresa. Cordelia fue a la habitación y empezó a traerle trajes y camisas que
todos los años se llevaba. Recuerdos. Se estremeció cuando escuchó su reclamo:
No, esto no quiero, vine a buscar la plata.Vas a tener todo lo que corresponde
después de la sucesión. No, quiero todo lo de acá, la colección de Gardel….
Algo le pasó a
Cordelia en la garganta, Fue como si las amígdalas se le hubieran inflamado y
un dolor y un pinchazo agudo no le permitieron decir una palabra hasta después
de un largo silencio. No te entiendo, atinó a decirle. Sí, además tengo plata,
plata, me entendés en el estudio, fue la respuesta de Yago. Dólares. Dólares, sabés. Está bien, esos te
los voy a dar y así fue que sin comprobarlo, Cordelia se los entregó.
Después empezó el
acoso. Las llamadas a distintas horas, los insultos, las citas a los hijos, la
visita a los viejos amigos de Gregorio mostrando un papelito que decía que
estaba escrito por aquél sobre el dinero que le correspondía, mientras el
testamento esperaba la mano de la justicia en el cajón del escritorio.
Cordelia,
deteriorada por la situación entregó el testamento al abogado quien trató de
tranquilizarlo con que la mitad del dinero existente se le iba a entregar. No
fue suficiente. Ni el cambio de domicilio, ni el del teléfono mermaron la
situación. Un día apareció en el estudio del abogado y como éste tardaba en
abrirle la puerta, empezó a asestarle cualquier cantidad de golpes a la madera.
Y pasó el tiempo,
que para la vida de la gente la justicia no tiene en cuenta. Las idas y vueltas
de los oficios, los errores del abogado, la contratación de otro intermediario,
la equivocación en el nombre, las pérdidas del expediente en el juzgado, los
comprobantes sin las firmas correspondientes…La repetición de la desaparición del
expediente y de los nuevos escritos presentados, la historia del juez
subrogante. Es decir, el manejo lento, lleno de errores y desconocimientos.
Todo como un sueño surrealista que nadie quiere soñar.
Yago buscaba
consuelo en el abogado -que había aceptado serlo de las dos partes-. Uno de los
últimos intentos, fue inventar que el Banco le había tragado la tarjeta y no le
devolvían dos mil pesos y su mujer como siempre estaba deprimida, porque la
plata necesitaban como todos.
Y a casi cinco
años, llegó el final en que terminado el trámite, pudieron reunirse con la
herencia.
Cordelia volvió a
respirar como saliendo de otra agonía mientras que Yago
cargó sus billetes
y ya en su casa, encerrado en su habitación, acariciándolos, los empastó con
plasticola y los empezó a estampar uno por uno en los albumes que esperaban su destino,
acomodados en el interior del placard.
Después, tomó la
foto de Gregorio y agitándola , entre sollozos le gritaba porqué no obedeciste
a mamá, si todo, todo era para mí.
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