domingo, 17 de marzo de 2013

Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2013



 Edipo ambicioso

Algo le dijo en su adentro a Cordelia que él era un estereotipo más de aquéllos que rumbean en la ambivalencia. Sobre todo con esa mirada extraña, como cargada de resentimiento, a pesar de su trato amable, obsecuencia más mirada oscura, estacionada en otro lugar.
Detrás de ella, resonó la voz de Gregorio, de repente, presentándoselo. Aquél siguió observándola, estiró su mano y atinó a decirle: soy Yago, y mirándolo a él- refiriéndose a Gregorio- agregó  es un tipo serio. Cordelia sólo le contestó un yo también soy seria. Después, un silencio entrecortante quedó armado hasta un vamos de Gregorio y mutuos saludos. La expresión de Yago le había quedado fijada a Cordelia. Esa mirada lamentable  de ojos a punto de estallar por la oscuridad, rigida embroncada, doliente. Gregorio - ahí nomás, conociéndola- le largó un él es así. Lo miró apenada porque no entendía el porqué de las indicaciones, y es más, era la primera vez que a Yago  lo tenía ante sí.

Los años fueron girando y Cordelia comprendió que Yago aparecía cuando a pesar de trabajar como profesional en el hospital y atender enfermos de las dolencias más diversas, ya que su tarjeta de presentación iba desde la clínica médica a las especialidades neumonológas, gastrointestinales, alopáticas como un verdadera enciclopedia de bolsillo tenía alguna urgencia. En las fiestas familiares previa invitación que se encargaban de hacerle,  inclusive la de los fines de año, aparecía con una sonrisa capicúa, medía su verborragia y devoraba a pesar de su régimen verduresco, empanadas, pizzas, bocaditos, postres todos regados con abundante y buen vino. En su figura esmirriada y alta no se podía imaginar tal abastecimiento al que nunca faltaban el helado y las copas de champagne. Cordelia, a pesar de observar todas estas actitudes, respetaba la relación con Gregorio y muchas veces insistía en que viniera a cenar a la casa con su mujer,  a la que Gregorio no soportaba y la llamaba Paposa,  dada su enorme barbilla. Paposa era una  pobre enferma, a la que Yago se aferraba porque en realidad,  no tenía mucho más. Sus matrimonios anteriores con una misma mujer, sus divorcios, sus hijos que andaban desparramados por la ciudad ya que los había echado de su casa porque encubrió que prefería a  su tercera mujer y creó toda una dramática situación, de vagancia y alcohol y desamor de ellos como  para convencer a la gente. Exigía que sus hijos adolescentes trabajaran porque de su memoria de elefante había borrado que él no lo había hecho hasta cerca de los 30, entre rateos y repeticiones de la secundaria, enfermedades ciertas y otras fingidas porque había  crecido acostumbrado a recibir o a pedir siempre. Nunca a dar. Se relacionaba con el otro por lo que el otro podía proporcionarle, especulaba con la gente en los lugares donde vivía, apareciendo de improviso, y recorría países con ciudades y pueblos,  permanentemente con los viajes de los conocidos. Las carpetas encuadernadas -sacadas del Hospital para uso de los pacientes- no compradas, las llenaba con todos los folletos de los  viajes que los demás hacían. Y acompañado por tés digestivos y yuyos, semillas de chia y cáscaras de huevos que cascaba para fortalecer el calcio de su endeble silueta, hacía los recorridos de las fotocopias de las fotos de los otros, cerrando los ojos, viajando en sus pensamientos.
Después sonreía, y andurriaba con los álbumes debajo del brazo en el hospital, con los vecinos, mostrándoles y dándoles datos rigurosamente exactos de los lugares que exponía, como si él hubiera estado.
 Cierta mañana en que Gregorio lo acompañaba con Cordelia a hacer un trámite del registro del auto ,que aquél le había regalado,  a pesar de los años apilados en su larga figura,  comentó que había ido a un psiquiatra del hospital, un compañero, que le había confirmado su esquizofrenia..
Cordelia volvió la cara hacia la de Yago  sin sorpresa, confirmando sus pensamientos de la primera entrevista y la de otros tantos momentos. Gregorio conectó la radio a todo volumen para que las explicaciones no se pudieran oir, mientras su mujer  le gritaba un  te tenés que tratar. Una “n” y una “o” fueron la contestación.
Los años siguieron  caminando, ensombreciendo más sus gestos y miradas, que a veces se encontraban con la de su mujer que en su bipolaridad creía y discutía que ambos vivirían 120 años, gracias al sistema que habían elegido, el vegetariano y chupando todas la mañanas dos hojas de las plantaciones de aloe que en el estrecho balcón ocupaban todo el espacio, y colocándose una ramita de ruda en la bombacha o el calzoncillo. La noticia de que dos de sus hijos en plena adolescencia empezaron a padecer su misma enfermedad, tampoco lo movilizó mucho. Logró internarlos, asistirlos gracias a la colaboración de la gente y de Gregorio y Cordelia. Corridos los meses del almanaque, a las 5 de una tarde de agosto, sonó el teléfono donde le informaban que Gregorio estaba internado y en grave estado. En lo primero que pensó fue en los dólares que aquél tenía guardados en su estudio. Sin quererlo erró el camino y en lugar de llegar a la clínica apareció en el lugar y llegó hasta el 9 piso. Desesperado porque nadie había, golpeó la puerta hasta que apareció un portero al que empezó a exigirle las llaves del lugar. Gritaba la plata, la plata, quiero la plata. De los pisos de arriba aparecieron personas extrañadas y llamaron al 111. Cuando escuchó las sirenas se tiró por las escaleras y salió del edificio, y corrió, corrió, desde pleno centro hasta la Chacarita. Allí se sentó en el borde de una vereda rota, como la mayoría de las de la capital, con los ojos haciendo guiños y agitado.  Después enfiló hacia adentro del cementerio hasta el osario donde se guardaban las cenizas de sus padres.
Parado frente al lugar, buscaba los nombres de ellos y como no los localizaba inició una  especie de rezo en el que recordaba a su madre que no lo abandonara, que el dinero de Gregorio era de él, sólo de él. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo cuando la vibración del celular interrumpió el ruego.
Tembloroso y agitado, atendió la llamada. Era Cordelia que llorando le avisaba donde lo había internado a Gregorio. Tomó la dirección y se fue a su casa, caminando las 50 cuadras.
Al día siguiente apareció en la clínica, armado de mate y galletitas de arroz
Y se sentó al lado de la cama, en una silla. Pidió quedarse a solas con Gregorio pero antes se presentó a los médicos como uno más y diciéndoles al clínico y al traumatólogo que necesitaba una reunión a solas. Ellos miraron a la mujer mientras ella les sostenía la mirada. Después los entrevistó. En sus pensamientos recordó la película que hacía unos meses habían visto, Mar adentro, y un temblor se agitó en sus palabras. Les preguntó si era necesaria la intervención. Dijeron que sí y el fantasma cinematográfico le permitió la posibilidad de que les preguntara si quedaría parapléjico. No hubo respuesta. Gregorio accedió no muy convencido. Mientras tanto, Yago empezó a organizarse para quedarse a las tardecitas mientras tomaba mate como si en lugar de una clínica estuviera bajo un arbolito de Palermo en tanto masticaba las galletas de arroz.  La familia se enteró después que quería la extensión de un simple papel donde figurara qué cuentas tenía Gregorio, desconociendo a quien era la mujer.
Cuando Gregorio escuchó el pedido, lo miró con tristeza y movió la cabeza. La llamó a ella y a sus hijos para que no lo dejaron a solas con él. En un momento no pudo con su carácter. Y en voz alta, hasta la enfermera de turno escuchó “Yago no cambiará más…” El poder del dinero le funcionaba como un imán, dejando de lado todo tipo de afectos.
A esta altura Gregorio comprendió que ya no era necesario llorar, dentro de poco llorarían por él, además él también estaba llorando sin lágrimas. Así que se metió en su digna agonía, cerrando los ojos para no ver  más.
Los abrió con el beso de Cordelia que le decía un te quiero y sólo pudo despacito - en voz baja- comentar, quedáte conmigo, quiero dormir y sonrío a los hijos diciéndoles adiós mientras en sus ojos humedecidos y angustiados dieron autorización a la boca para que les agradeciera.
A las pocas horas, se escuchó un click. Su vida estaba detenida.
En el velatorio al que acudieron amigos  de él y Cordelia, Yago sólo tuvo la corta compañía de una pareja conocida.El dolor que se expandía en la sala golpeaba contra las paredes sin explicación. Al día siguiente del entierrro, Yago ya estaba incrustando su dedo en el timbre de la casa de Gregorio y Cordelia.
Fue toda una sorpresa. Cordelia fue a la habitación y empezó a traerle trajes y camisas que todos los años se llevaba. Recuerdos. Se estremeció cuando escuchó su reclamo: No, esto no quiero, vine a buscar la plata.Vas a tener todo lo que corresponde después de la sucesión. No, quiero todo lo de acá, la colección de Gardel….
Algo le pasó a Cordelia en la garganta, Fue como si las amígdalas se le hubieran inflamado y un dolor y un pinchazo agudo no le permitieron decir una palabra hasta después de un largo silencio. No te entiendo, atinó a decirle. Sí, además tengo plata, plata, me entendés en el estudio, fue la respuesta de Yago.  Dólares. Dólares, sabés. Está bien, esos te los voy a dar y así fue que sin comprobarlo, Cordelia se los entregó.
Después empezó el acoso. Las llamadas a distintas horas, los insultos, las citas a los hijos, la visita a los viejos amigos de Gregorio mostrando un papelito que decía que estaba escrito por aquél sobre el dinero que le correspondía, mientras el testamento esperaba la mano de la justicia en el cajón del escritorio.
Cordelia, deteriorada por la situación entregó el testamento al abogado quien trató de tranquilizarlo con que la mitad del dinero existente se le iba a entregar. No fue suficiente. Ni el cambio de domicilio, ni el del teléfono mermaron la situación. Un día apareció en el estudio del abogado y como éste tardaba en abrirle la puerta, empezó a asestarle cualquier cantidad de golpes a la madera.
Y pasó el tiempo, que para la vida de la gente la justicia no tiene en cuenta. Las idas y vueltas de los oficios, los errores del abogado, la contratación de otro intermediario, la equivocación en el nombre, las pérdidas del expediente en el juzgado, los comprobantes sin las firmas correspondientes…La repetición de la desaparición del expediente y de los nuevos escritos presentados, la historia del juez subrogante. Es decir, el manejo lento, lleno de errores y desconocimientos. Todo como un sueño surrealista que nadie quiere soñar.
Yago buscaba consuelo en el abogado -que había aceptado serlo de las dos partes-. Uno de los últimos intentos, fue inventar que el Banco le había tragado la tarjeta y no le devolvían dos mil pesos y su mujer como siempre estaba deprimida, porque la plata necesitaban como todos.
Y a casi cinco años, llegó el final en que terminado el trámite, pudieron reunirse con la herencia.
Cordelia volvió a respirar como saliendo de otra agonía mientras que Yago
cargó sus billetes y ya en su casa, encerrado en su habitación, acariciándolos, los empastó con plasticola y los empezó a estampar uno por uno en los albumes que esperaban su destino, acomodados en el interior del placard.
Después, tomó la foto de Gregorio y agitándola , entre sollozos le gritaba porqué no obedeciste a mamá, si todo, todo era para mí.

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