LECHE TIBIA CON
VAINILLAS
Había
pasado tantos miedos y angustias que un dolor más me resbalaba.
Alguien
avisó que mataron a mi amigo Antonio, el muchacho que ayudaba en el mercado.
¡Parece
mentira! Después de tanto sufrimiento, una noticia de muerte me dejaba insensible.
Recuerdo
que muchas veces me sentaba en el pasto, con las piernas como un buda y
apoyado contra la pared me quedaba horas sin pensar en nada.
Tan sólo me
abstraía de ese limbo el ruido de mi barriga.
Era un
arpegio que sonaba en lo más profundo de mis entrañas.
No se donde
empezaba ni donde terminaba.
Yo lo
escuchaba dentro de mis tripas como una
música sorda y agazapada que me volvía a la realidad e, irremediablemente,
recordaba las vainillas al hundirse en el vaso de leche tibia y espumosa que me
servía mi abuela en la amplia cocina de la casa.
Esa casa
donde pase mi infancia en los
alrededores de Madrid, antes de que explotara la guerra civil.
En ese
tiempo descubrí que el hambre tiene música.
Suena con
acordes distintos según sea el tiempo en que el estómago permanece vacío.
Siempre
viene acompañado de una gran languidez estomacal que solo se calma por un rato si
podemos tragar al menos un mendrugo de pan.
La casa
familiar había sido destrozada por los enfrentamientos cruzados y las bombas.
Cuando las
fuerzas que servían al caudillo lograron pasar las barricadas de Madrid, yo tenía 12 años.
La masacre
fue tremenda. Una noche de primavera fusilaron a mi padre mientras volvía de atender heridos del
hospital. Alguien lo denunció por comunista. Era apolítico.
No volví a
saber de mis hermanos que luchaban en el frente
cuerpo a cuerpo contra los que venían del sur.
Quedé al
amparo de una familia vecina que se compadeció de mi orfandad.
El hambre y
su música fueron mi mayor sufrimiento. Más que las bombas, más que las muertes,
más que el miedo.
Viene a mi
memoria la huída masiva y desgarradora empujada por el terror de los últimos
momentos en una guerra perdida.
Mujeres,
niños, soldados y discapacitados en peregrinación al exilio, cruzando los Pirineos en medio de las
inclemencias del tiempo en el invierno del 39.
Los borceguíes
grandes y pesados, llevados por mis piernas huesudas y mucho más largas que
cuando empezó la guerra, me llevaban por charcos congelados, cuestas pronunciadas
y un viento helado que me cortaba los labios resecos e hinchados por el frío.
En ese
peregrinar, cuando lográbamos descansar, despertaba sobresaltado en medio de un
sueño recurrente y aliviador: las vainillas zambulléndose en la leche espumosa y tibia que me servía mi
abuela.
Y mientras
tanto las largas filas de refugiados seguíamos nuestro camino hacia los
barracones franceses que fueron como
campos de concentración, donde padecimos maltrato, trabajos forzados y hambre.
Siempre el hambre.
Marta: Me impresionó tu relato y me encantó el tema. ¿Es una historia familiar o la inventaste? Porque yo soy un apasionado de las narraciones sobre la guerra civil española y sé que muchos pasaron por la situación que narrás (un ejemplo es Picasso)Te falicito una vez más. Marcos.
ResponderEliminarTienes una facilidad para describir situaciones.... que parece que hasta las has vivido. Muchos besitossssssssssss Marta <3 :)
ResponderEliminarEl recuerdo de un hecho tan plagado de amor, como el que te puede dar una abuela, le sirve a esta escritora, para desarrollar un cuento de tan tremenda angustia y tristeza, como es la situación de un pueblo en guerra.¿ Acaso hay algo peor?
ResponderEliminarHermoso relato por ser tan vivencial-.
Abel Espil