EL DUEÑO DEL
ALTILLO
Siempre lo
consideré como un hermano menor. Lo quise. Al principio me movió la lástima. Su
retraso mental conmovía mi sensibilidad infantil. Pero en poco tiempo Albertito
se ganó mi cariño. Su familia alquilaba la casa contigua a la mía. Éramos
compinches a pesar de las diferencias intelectuales. Podíamos conversar
largamente siempre y cuando yo me adaptara a sus códigos y compartiera su mundo
que tenía una lógica propia.
Estaba obsesionado con
mi altillo. Venía casi todas las tardes a mirar por las ventanas. A veces
conseguíamos prismáticos. Allí se sentía
dueño del barrio, controlando la cuadra desde su altura dominante.
Me hablaba de perros. No le gustaban. A
algunos les atribuía miradas humanas. A esos los odiaba.
Yo trataba de
entenderlo y cuando no lo lograba le seguía la corriente.
Sobre algunos
sucesos de nuestra niñez no tengo un recuerdo claro, mas bien pantallazos que aparecen sin sentido ni lógica. Escenas
incomprensibles que no termino de dar por ciertas.
Recuerdo que una
tarde Albertito me hizo jurar silencio acerca de no sé cual secreto y juró otro
tanto él mismo sobre el cadáver del perro de mi vecino que por una razón misteriosa se encontraba despanzurrado en mi
propia terraza.
Pero, a medida que
crecíamos, algo en mi vecinito comenzaba a inquietarme. A veces desconfiaba de
él. Lo creía dueño de una fuerza satánica, o algo parecido —Mucha película de
terror— me decía a mi mismo para despejar las dudas.
Cuando cumplí los
trece nos dejamos de ver. Yo había comenzado el secundario y disponía de muy
poco tiempo. Al año, con mi familia nos mudamos al centro para estar más cerca
del trabajo de papá.
A pesar de todo
siempre guardé gratos recuerdos de las tardes con Albertito en la terraza o en
las ventanas del altillo escuchando sus charlas extravagantes. Es natural en
seres humanos recordar selectivamente
los mejores momentos y olvidar los peores.
Supe en forma
indirecta del accidente de su maestra diferencial. Esta se había precipitado
desde lo alto de las escaleras que dan a la sala de huéspedes de la casa de mi amigo.
También supe hace
muy poco que su tío, porque él vivía con sus tíos, le había comprado a mi padre
la casa donde pasé mi niñez, la contigua a la suya. Me alegré por Albertito.
Ahora podría tener su propio altillo.
Quise saber que era
de la vida de mi antiguo compinche. Mala idea. Yo ya estaba en la facultad con
media carrera encima. Para él no habían pasado los años. Era el mismo niño de
entonces.
Me reconoció ni
bien entré aunque sentí un resquemor en la bienvenida.
—Ahora es mí
altillo— me advirtió —sólo mío, entendelo.
—Si, si, lo
entiendo.
Tengo mucho miedo.
Me golpeó en la cabeza. Me chorrea sangre por debajo del ojo y en la nuca. Me
está amenazando con un atizador. Ahora entiendo lo del perro muerto y lo de la
maestra desnucada al pie de las escaleras. Por ahora sigo vivo. Creo que me
volverá a golpear. Ojalá que mi padre o su tío aparezcan.
¡¿Qué hace?! Vuelve
a levantar el atizador de hierro. Estoy muy débil, no me puedo mover, no me
puedo defender ni pedir auxilio. ¡Me va a volver a golpear! Ni siquiera puedo
gritar. Me va a…
Marcos: es tan bueno este cuento que luego de muchos años no lo había olvidado...Lo escribiste en tu curso con Ricardo. Es atrapante, lleno de misterio y con un final terrorífico.
ResponderEliminarYo también te pregunto: ¿para cuando una recopilación masiva en un libro?