Machetes en el asfalto
Hace sólo un momento que acabo de
llegar a casa, pero no pude evitar sentarme inmediatamente en la computadora y
escribir esto que estás leyendo.
Cada verano
me fui poniendo más viejo, y son muchos veranos. Me fui olvidando poco a poco de esos aires de Navidad que comenzaban los
primeros días de diciembre, cuando
terminaban las clases, entre el olor de
los jazmines y los duraznos, los chicos jugando bajo un sol de fuego y la
mirada vigilante y protectora de nuestros padres.
Insensiblemente nos deslizábamos hacia el próximo año, con esa parada tan emotiva en el encuentro familiar de Nochebuena, donde todo prometía ser bueno y feliz para siempre. Luego, verano tras verano me fue ganando el
desencanto.
Pero hace un rato, no más de una hora,
volví a recuperar el significado del 24 de diciembre, y volveré a sentirlo
mañana como cuando era un niño de diez años, hace ya más de sesenta.
Pero basta de cháchara, que aquí va la explicación.
Vengo del dentista, donde desde hace
casi un mes voy dos veces por semana por
un largo tratamiento. Viajo desde
Belgrano hasta Villa Pueyrredón, y de regreso tomo el ómnibus 107 ó el 114 en
la esquina de las avenidas Mosconi y Constituyentes hasta Cabildo.
Mosconi es una ancha avenida de una sola
mano, y esperando por primera vez el ómnibus, hace casi un mes, observé a un
muchacho de rasgos aindiados, de no más de diecisiete o dieciocho años, que
como tantos otros, trata de sobrevivir
mostrando a su público, en su mayoría
automovilistas al principio
indiferentes, lo que sabe hacer,
cosa que, como vi muchas veces, lo hacía
merecedor tanto de un aplauso
como de una aprobación en moneda.
Me dejó paralizado de asombro. Dejé pasar
varios colectivos y repetía su número cada corte de semáforo, una vez tras otra.
Su número era de circo, de los mejores circos. Hacía malabarismos no
con pelotitas ni clavas de madera, sino con
tres machetes de gran tamaño, que golpeaba uno con otro cada tanto, para
probar su legitimidad con su pesado sonido metálico.
Los arrojaba a gran altura, girando, y los
recogía con seguridad por el mango. Cada
tanto se desplazaba un poco y tomaba uno de ellos de su espalda, por supuesto sin mirar, y lo volvía a la ronda con los otros dos machetes. Lo mismo
hacía levantando una pierna y pasándolo
por debajo de la rodilla, e incorporándolo luego en sincronía al ciclo de los otros dos elementos, todo a gran
velocidad.
En un momento, colocó un machete vertical con el mango sobre
su nariz, y caminó varios metros teniéndolo en equilibrio mientras arrojaba los
otros al aire, siempre girando, recogiéndolos y volviéndolos a tirar, hasta que
con un impulso de su cabeza arrojó al aire el que tenía montado en su
nariz y lo incluyó otra vez en el trio
de machetes voladores.
Nunca perdió el control sobre sus filosos
instrumentos ni fue ninguno a parar al suelo. No había visto nunca nada igual.
Quien tiene un dominio neuromuscular semejante, es un fenómeno.
Mientras esperaba el cambio de luces para exhibir su número, el
muchacho se acercó a la parada de ómnibus, lo que aproveché para felicitarlo con admiración.
Lo volví a ver cuatro o cinco veces
sucesivas, coincidiendo con la espera
del ómnibus después de cada sesión con
el dentista.
Le pregunté
donde había aprendido su destreza y si sabía que lo suyo era un
espectáculo circense de mucha calidad; también le dije que debía hacerse
conocer por medio de la televisión o la radio; a lo que contestó que varias personas le habían dicho antes lo mismo.
Aseguró que lo que sabía, lo había
aprendido en la calle, de otra gente que como él, vivía también en la
calle, que no quería obligaciones ni
horarios, era libre y ganaba lo
suficiente, moneda a moneda, haciendo lo que le gustaba.
Lo decía todo en un castellano perfectamente
claro pero con un acento cantarino que
mostraba a las claras su origen
guaraní.
La firmeza con que decía esto y la expresión de sus ojos, parecían un canto a la libertad. Por un
momento casi me convencí de que era un
ser libre y feliz.
Meditando sobre esto al llegar a casa, llegué a la conclusión de que un gran dolor y una gran resistencia al mismo
tiempo, podían combinarse en una persona y hacer soportable la soledad de la calle, el
dolor de alguien entre una multitud ajena.
El
viernes pasado lo vi trabajando
más rápido que de costumbre. En los quince minutos que estuve esperando el
ómnibus, no descansó.
Cuando cambiaba la luz y terminaba su acto
en Mosconí, volaba a Constituyentes y
así alternó su número sin descanso entre las dos avenidas. No sé cuantas veces
lo habrá hecho ni cuantas horas al día, pero hoy 23 de diciembre, terminé con
el dentista y me extrañó no ver a mi
joven fenómeno luciéndose en el cruce de
las dos avenidas con sus machetes.
Me acerqué al puesto de diarios de la esquina
y le pregunté al hombre si sabía algo de
él. -Si señor, me dijo-. Andrés vino a
Buenos Aires hace cinco años a buscar a su padre, pero no lo encontró. Ayer completó el dinero del pasaje para volver a Oberá, Misiones, a pasar la
Navidad con su madre,
¡Hace cinco años que no la ve!...
Me sentí muy feliz de haber sido
testigo de este episodio de la calle.
Mañana
celebraremos Nochebuena y pasado
Navidad, pero desde hoy, para mí, diciembre volvió a oler a jazmines y duraznos.
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