Joaquín y la lluvia.
Las
gotas níveas y algunos granizos rebotaban impunes en el techo de chapa, afuera,
por el segundo o tercer pasillo, el barro era arrastrado violentamente por una
lluvia incisiva; en ese lodo indivisible iban mezcladas las bolsas de basura
rotas y algunos juguetes perdidos, como una muñeca sin piernas o una pelota
descuajeringada. Cuando en la villa
llovía los recolectores no pasaban, igual que los colectivos, los taxis o la ambulancia. No pasaba nadie cuando llovía,
más allá de los que urgentemente iban a
comprar algo al almacén o de los que
volvían del laburo, ya llegada la mañana.
A
Joaquín le encantaba ver la lluvia, pero más le gustaba escucharla correr por
el desaguadero. Se tiraba en la cama, prendía la salamandra y escuchaba la
lluvia, ni siquiera ponía música, se quedaba escuchando la lluvia por largos
ratos y se acordaba de varias cosas, la lluvia le estampaba unos lindos
recuerdos:
“Me
gustaba tirarme en la cama y escuchar el ruido del agua zarpándose contra el
techo, me tiraba así y me quedaba como
colgado de una imagen, de una cara, me daba una tranquilidad bien piola,
eso sí, tenía que estar solo en casa porque sino era el mismo quilombo de
siempre. Mi casa siempre era un descontrol, gritos, platos rotos, bardo, no sé,
a veces me hubiese gustado ni estar en esa casa, ni haber nacido en la villa,
pero cuando escuchaba la lluvia hacía como que viajaba ¿te paso alguna vez? Vos
fijate
que a mí me ayudaba a escaparme un poco
de las cosas que me hacían mal, además, viste, me acordaba de ella, ¿alguna vez
te conté de Claudia? Que linda estaba mi Claudia, si la tuviese cerca le daría
un beso tan grande para que nunca más se olvide de mí. Decí que se fue tan
temprano, era una guachita, ese hijo de puta, bien muerto está.”
La
última vez que Joaquín vio a su viejo tenía 14 años, y le hubiese gustado no
haber registrado esa última estampa.
En
lo de Joaquín eran siete en total, su
vieja, su viejo, cuatro hermanos y él, que era el más grande. En realidad nunca
supo si su viejo era su viejo, las imágenes se le borran o las borraba él a
propósito, para no llorar tanto. A la que si recuerda es a su vieja lavando y
lavando fuentazas de ropa y más ropa en
el patio del fondo y colgándola toda en muchas cuerdas que se cruzaban entre si
y formaban un arco iris de colores y medias y buzos y calzoncillos. A su vieja
la recuerda lavando y gritándole, pero “gritándole bien”, dice Joaquín, con mucho amor. En cambio a su viejo, a su
viejo “ni cabida”, su viejo también le gritaba, pero después del grito venia el
sopapo y pumba!, a la calle, a dormir afuera , a comprarme esto, anda a decir
que me fíen, dale pendejo, a ver si haces algo y todo por el estilo.
Joaquín hasta los 12 fue a la escuela y le iba
bien, sobre todo en dibujo. Dibujaba, imaginaba y se concentraba de tal forma
que a veces ni la campana del recreo lo despabilaba de tal abstracción.
Dibujaba el barrio, la esquina, autos de carrera, y la dibujaba a ella, a
Claudia. Cuando llegaba a su casa le mostraba a su vieja los dibujos y los escondía
rápido para que su papa no los viese, porque si se los encontraba “ maricón,
deja de hacer mariconadas, labura guacho, todo el día al pedo, en esa escuela,
y dame los dibujos esos que a ver si sirven por lo menos para prender la
salamandra querés”, y ahí se iban los dibujos de Joaquín elevándose cual
cenizas y mezclándose en el viento que cruzaba las esquinas del barrio, y ahí
se iba-también- el rostro de Claudia riendo, el rostro de Claudia seria, y se
iba junto con todo eso las ganas de que Claudia un día pudiese ver esos dibujos
y le dijera “Gracias Joaco, me encantaron ¿lo hiciste vos solo?¿seguro que no
los calcaste? Muchas gracias”, pero lo mismo daba andar dibujando tanto para
después verlos quemados, rotos, sucios, lejos.
Un
martes Joaquín salió más temprano de la escuela, llegó a su casa y pudo ver que, del lado de adentro, estaba puesta la
columnita de cemento que ponían de noche a falta de cerradura. Le pareció
extraño, porque ese pilar de cemento lo ponían siempre de noche, una vez que su
vieja terminaba de lavar los platos o, en varias ocasiones, cuando su viejo
salía y volvía borracho para despertarlos a las 3 de la mañana y hacerlos
limpiar la casa. Joaquín empujó un poquito pero la puerta no movió. Otra cosa más que llamo su atención fue la música aturdiendo, en su casa no eran de
escuchar música tan fuerte, porque lo mismo era poner música si el de al lado,
y el de al lado de al lado ponían tan fuerte el mini componente que no tenía
sentido andar mostrando gustos musicales individualizados. En el barrio de
Joaquín, a la música la escuchaban todos
o no la escuchaba nadie. Joaquín redobló el esfuerzo, empujo más fuerte y el pilar de cemento cedió y la puerta de
chapa ya media doblada se abrió de par en par, cuando levantó la mirada descubrió
a su viejo de espalda agarrándose de la cabecera de la mesa y divisó dos piernas rodeando la cintura de
quien decía ser su papa, y percibió ,en la espalda de este, unos arañazos
increíbles, como si un enjambre de gatos se le hubiese venido encima, y miro
las zapatillas topper blancas sucias que esas piernas llevaban, y escucho gritos,
y miro las zapatillas nuevamente, y entendió, y era Claudia, su Claudia, quien
arañaba inútilmente esa espalda muro, y era Claudia quien gritaba, y era
Claudia quien, violentamente, estaba siendo ultrajada. Sus cejas se pausaron,
su boca se ahuecó, mitad sonrisa inentendible- mitad augurio de llanto, tomó en
sus manos el primer envase de vidrio vacío y lo estallo en la calvicie de quien
de espaldas estaba, le pegó una vez, lo lastimó pausadamente con una gana de
hiena bravía, y desde aquel instante su tiempo fue otro; recién volvió en si
cuando la jueza le preguntaba sobre como, por qué y cuándo, sobre que “ahora
vas a ver”, sobre “lo que te espera”, sobre “no salís mas si no hablás.”
Claudio
no habló más, necesitaba la lluvia, necesitaba ese aroma a lluvia y tierra,
necesitaba, más que nunca, sacarla a Claudia de los dibujos y sentarla a su
lado, para decirle que la quería mucho, que lo hizo por ella, que vuelva, que
nunca más la iba a dejar sola.
Que
nunca más.
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