CARLOS
FERREYRA, Milonga de Calandria - óleo s/tela - 149 x 194
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Malevos,
guapos y compadritos
Muchos
son los tangos, milongas, cuentos, sainetes, folletines y películas que tienen
como sujeto a malevos, guapos y compadritos. En sus conductas, gestos y
actitudes estos personajes, habitantes del suburbio o del arrabal, presentan
fuertes signos de coraje, valor, templanza y nobleza. Son individuos
egocéntricos, individualistas, solitarios, competitivos y fundamentalmente
criollos. Diestros con el cuchillo o el puñal, a veces pendencieros, otras
justicieros. Por tales atributos son respetados, admirados o temidos por
hombres y mujeres del barrio. En muchos casos están al servicio de políticos y
hombres fuertes del lugar. Es decir, al servicio del poder.
Dice
J. L. Borges: “Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por
Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de
don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel”[1]
En Un guapo del 900 de Samuel Eichelbaum, llevado al
cine por Leopoldo Torre Nilson, Ecuménico López está profundamente ligado a la
vida del comité al servicio de don Alejo Garay, el político que lo contrata
como guardaespaldas y fuerza de choque. Estos guapos son portadores del miedo
que forman parte de los mecanismos de control de las clases dominantes.
Cabe
señalar la similitud entre los valores del
guapo y los del caballero de la Edad Media.
No sólo comparten valores, comparten también estar al servicio de señores
poderosos, se reemplaza la espada por el
cuchillo.
Sospecho
que por ello J. L. Borges en su milonga
“A Don Nicanor Paredes” dice:
Lo veo con paso
firme
pisar su feudo, Palermo.
pisar su feudo, Palermo.
Hay en la construcción de estos
personajes una mirada nostálgica del pasado, una mirada conservadora impregnada
en algunos casos de cierto anarquismo individualista. El guapo sería entonces
una construcción mítica.
Suele decirse
también que el tango bailado tiene en su coreografía (la corrida, el ocho,
el paso atrás y los firuletes) formas corporales vinculadas a la pelea a
cuchillo entre dos hombres. Son consideraciones que alimentan el mito.
Así como Leopoldo Lugones
en 1913, en la conferencia que dio en el teatro Odeon, resignificó
la figura del gaucho que pasó de ser el enemigo de la civilización a ser el
“arquetipo” de la argentinidad, Jorge L. Borges en 1930 en un
ensayo biográfico sobre Evaristo Carriego resignificó a guapos,
compadritos y cuchilleros que habían desaparecido de la ciudad. Rescató también
el tango inicial, no el impregnado por los hijos de inmigrantes italianos, el
que incorporo el bandoneón. Redimió también a la milonga que todavía estaba
profundamente ligada al campo y cuyos cantores eran los payadores. La milonga
porteña, la de Piana, es posterior.
“Borges escribe un mito
para Buenos Aires que, en su opinión, andaba necesitándolo. Desde un recuerdo
que casi no es suyo, opone a la ciudad moderna, esta ciudad estética sin
centro, construida totalmente sobre la matriz de un margen.” dice Sarlo.[2]
Sin
duda son personajes que por sus cualidades se prestan para la representación
poética pero su elección está teñida de política al servicio de una ideología
imperante en las primeras décadas del siglo XX. El poder de representación
configura imaginarios, conduce colectivos, compromete voluntades y produce
imperativos en cuyo nombre se actúa. Se
trata de contraponer al criollo y sus valores al inmigrante y sus hijos
argentinos. Ciudadanos simples, trabajadores, comerciantes, oficinistas,
obreros cuyo principal valor es el trabajo y cuyo coraje es enfrentar
cotidianamente la injusticia y la explotación. En ese momento ya son ellos los
verdaderos sujetos de la historia.
Guapos y
compadritos quienes lograron un lugar en la literatura, en letras de tango y
milongas no eran el arquetipo del porteño.
Raul Scalabrini
Ortiz, en la misma época en que Borges resignificaba al orillero, definió al
porteño real, al que vivía con sus alegrías y tristezas en el Buenos Aires
cambiante. “No se alboroten,
pues, los políticos ni los granjeadotes de voluntades. El Hombre de Corrientes
y Esmeralda no es ladero para sus ambiciones ….. no es secuaz de personas”.[3]
También hoy hay
intelectuales, escritores y periodistas que son secuaces, que construyen mitos,
que ocultan verdades, que están al servicio de poderosos intereses y que desde
un lugar de privilegio revisten su discurso de un efecto de autoridad
presuntamente no sospechoso. Operan como
una eficiente maquinaria que produce visibilidad, credibilidad y lo más
importante: agenda.
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