lunes, 21 de septiembre de 2015

Luis Tulio Siburu-Argentina/Septiembre de 2015



UN HOMBRE Y UNA MUJER

Ocurrió un lunes del septiembre madrileño. La cité en el barrio de Vallecas, en un lugar donde de adolescente festejaba, cuando de casualidad ganaba el Rayo Vallecano. El Mesón Moreno, de la Avenida Albufera y Josefa Díaz. Casi en la última esquina de una larga sombra de farolas apagadas. Donde el miedo se confunde con la desconfianza y la penumbra con la niebla otoñal de la naciente noche. Uno de aquellos lugares que en la mayoría de los casos no se quiere ir a esa hora, pero en éste se debía ir. Porque es más subyugante la sospecha que el desconocimiento. Y ella seguro querría encontrarse con la verdad oscura antes que con la mentira clara. O viceversa. Vaya uno a conocer el corazón femenino.
No lo había planeado de esa manera para hacerme el misterioso y mucho menos el melodramático. Simplemente surgió del recuerdo de alguna película de Claude Lelouch o de una obra de Tennessee Wiliams, esas escenas que se te quedan pegadas a la piel y las guardás bajo la manga de la camisa para alguna vez representarlas a tu manera, en el escenario que se te ocurra, pero con la misma concepción de quienes te hicieron vibrar en la butaca.
Le pedí al camarero una copa de un vino Ribera, para amainar el frío de afuera y acompañar el calor de adentro. Del bolsillo interior de la cazadora de cuero, tomé el sobre y lo puse sobre la mesa. Sorbí primero algo del tinto y luego por milésima vez en el día retiré la hoja blanca plegada en tres. La releí aunque ya la conocía de memoria, con puntos y comas, acentos y guiones, signos de interrogación y paréntesis.
La puerta batiente apenas chilló cuando su figura delgada, blanca, más blanca aún con el vestido negro, resaltando el gris de sus ojos, atravesó la entrada y se dirigió al rincón donde la esperaba, con andar vacilante y un temblor en las manos enguantadas que yo lo notaba fácil porque mi adicción era mirarlas, quizás hoy por última vez.
Me rozó con un beso la mejilla, se sentó suavemente luego de poner la silla justo enfrente mío, como dos jugadores de póker que en minutos medirán sus respectivas sapiencias, y cruzó esas piernas perfectas enfundadas en medias caladas, levantándose apenas la falda maliciosa o ingenuamente, sacando de antemano una ventaja que si hubiera habido un croupier, no se lo hubiera permitido.
El silencio se instaló entre el cruce de miradas. Empujé la esquela hacia ella y mientras giré mi vista hacia el único ocupante del mesón, un borracho que dormía despatarrado, con la mano derecha sosteniendo la botella que le permitía escapar de la realidad. Se parecía a mí, aunque yo no tenía sueño, pero sí ganas de escaparme.
Leyó despacio, demasiado para mi ansiedad. Su rostro fue pasando de la rigidez de la duda a la relajación de la bonanza. Estiró su brazo y me tomó la mano. El texto era un poco largo pero ya a la mitad del mismo se animó a tocarme la pantorrilla con la punta del zapato aguja. Cuando finalizó le caían lágrimas por las mejillas. No pude más que contagiarme. Me había vuelto el alma al cuerpo.
De repente me dijo que le hiciera lo que la primavera hace con los cerezos. Y que se lo hiciera pronto, ya no podía esperar más. Era el verso final del poema, me agregó, y seguramente si yo había escrito algo tan lindo sabría bien a que se refería. Se quedó aguardando tensa pero embelesada…
Joder con la pretensión de ella….lo pensé dos, tres, cuatro veces. Qué coño sabía yo de primaveras y cerezos. La única solución era una reacción intempestiva que se pareciera al desborde de un enamorado que no sabe qué hacer. Entonces la tomé del brazo, le dejé cinco euros al mozo, esquivamos el pie izquierdo del borracho, caminamos ligero hasta la estación Portazgo del metro y mientras la línea 1 me llevaba hasta Tirso de Molina para dejarla en su piso de La Latina, me prometí que al declarar el amor a una mujer, nunca más plagiaría a Neruda. Y menos su poema 14 con un final tan condicionante y comprometido.
Parafraseando parcialmente palabras del ilustre escritor chileno, confieso que he mentido. Y para colmo, mi desconocimiento de las metáforas literarias – según me contaron después – nos hizo perder a ambos una noche propia de “Un hombre y una mujer”.


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