EL PROFETA
—¿Por qué te demoraste tanto? —preguntó Franco.
—¿Acaso no ves las noticias? —contestó Gael —. El tipo ese, el profeta
que sale en televisión, dijo que esta semana se acabará el mundo. Y como ya
acertó con sus dos últimas predicciones, la gente está como loca. Hay
embotellamientos por todos lados; todos están viajando a encontrarse con sus
seres queridos.
—¡Ah! ¡Pero si ese es un viejo versero! Si acertó en algo, debe haber sido
de pura casualidad.
—Predijo un eclipse y ayer se produjo. Predijo que un avión se
estrellaría sobre una iglesia y eso también sucedió. Ahora sólo falta que
suceda una última cosa.
—¿Qué cosa?
—Dijo que veremos a los muertos caminar entre nosotros. Y cuando eso
suceda, sabremos que ha llegado la hora del Juicio Final. Y que la única forma
de salvarse consistirá agarrar un revolver y volarse el mate, porque, cuando un
muerto te mata, devora tu alma y la vomita después en el infierno.
A Franco se le escapó una risotada.
—¡Que pelotudez!
—Bueno, yo sólo te digo lo que escuché. No te digo que me lo crea.
Además, es lógico que nosotros, que pasamos tanto tiempo con los muertos, no
creamos en esas cosas. Es la gente común, la que nunca tuvo un verdadero contacto
con la muerte, la más propensa a creer en los cuentos de ultratumba.
Eran las nueve de la noche cuando sonó el timbre. El médico forense,
Franco Mills, que en ese momento estaba a cargo de la morgue, recibió
personalmente el cuerpo.
—¿Qué opinás de este fiambre?
El otro forense que lo acompañaba, Gael Vera, le clavó una mirada
desaprobadora.
—Más respeto por los muertos.
—¿Por qué? Ellos nunca se quejan.
—Le veo cara conocida. ¿No es el vagabundo que solía dormir bajo el
puente?
—Che, me parece que tenés razón —observó Franco—. Capaz que se murió de
frío.
Colocaron el cuerpo sobre una camilla y lo trasladaron a la sala
tres. Luego lo colocaron sobre una de
las bandejas de disección. Antes de almacenar el cuerpo en uno de los nichos
tenían que practicarle una autopsia.
—¿Largamos ahora? —preguntó Gael.
—Dentro de un rato —respondió Franco—. Tengo que encargarme de unos
formularios.
Media hora más tarde, Franco terminaba de llenar los documentos
atrasados que se habían acumulado sobre su escritorio.
—¡Bueno, por fin! —dijo con satisfacción. Se volvió entonces hacia
Gael—. ¿Querés que le metamos a la autopsia?
Pero Gael, que estaba absorto escuchando la radio, no le prestó ninguna
atención.
—Eh, boludo, apagá eso. Tenemos trabajo que hacer. Los resultados de la
autopsia tienen que estar listos para mañana.
—Esperá un poco —Gael le hizo señas para que se callara—. Escuchá esto—
entonces subió el volumen de la radio.
¨El desquiciado asesino serial, Robert Rappaport, escapó de la prisión
estatal. Este brutal delincuente posee una habilidad incomprensible y
despiadada, y por eso también se le conoce por el nombre de…¨
Pero antes que la periodista pudiese terminar la frase, Franco apagó la
radio.
—¡¿Qué haces?! —chilló Gael.
—La verdad que muy interesante —dijo sardónicamente—. Pero de todas
maneras tenemos trabajo que hacer. Vamos, ponéte las pilas.
En ese momento se oyó un ruido que los sobresaltó. Había sido como una
especie de gemido.
—¿Y eso? —Gael se había puesto nervioso.
—¿Echaste llave a la puerta principal? —pregunó Franco.
Gael se puso pálido.
—Creo que se me olvidó.
—¡Puta madre! ¡Pero si vos sabés que en esta zona chorean a lo loco!
—¡Bueno, qué querés que te diga, se me olvidó!
Franco meneó la cabeza con resignación, y le hizo señas a Gael para que
fueran a investigar la procedencia del extraño quejido.
La puerta de la entrada principal estaba abierta de par en par. Y antes
de que pudiesen cerrarla de nuevo, escucharon el ruido de camillas moviéndose
en algún lugar de la morgue.
Siguieron los ruidos a través de los desolados pasillos, hasta que se
toparon con la sala de autopsias. Los ruidos provenían de allí dentro.
Ambos se miraron mutuamente, presas de un nerviosismo que les carcomía
las entrañas. Y al abrir la puerta, un terror indescriptible los abrumó de
repente. La profecía era cierta. Ante ellos estaba la irrefutable prueba que lo
confirmaba. El cuerpo del vagabundo, el que hacía unos momentos habían dejado
sobre la camilla de autopsias, deambulaba ahora por el salón, gimiendo y
arrastrando los pies a cada paso.
Corrieron despavoridos hacia el estudio, y entre sollozos y jadeos
incontenibles, se abrazaron y se despidieron, pues el último hecho de la
profecía se había cumplido, y ambos sabían lo que eso significaba.
Franco abrió uno de los cajones del escritorio y tomó un revólver. Fue
él quien primero se quitó la vida, dándose un tiro en la sien. Acto seguido,
entre sollozos y rezos inentendibles, Gael tomó el arma de la mano de su
colega, dispuesto a hacer lo mismo. Todavía podía oír los pasos del muerto. Y
pronto pudo ver, a través de la puerta de la oficina, la sombra de aquella
abominación, haciéndose cada vez más grande en el pasillo. Ahora el muerto se
acercaba a paso veloz.
Gael Vera no pudo resistir el miedo por mucho más tiempo. Rodeó con sus
labios el cañón de la pistola y disparó. Su cuerpo se desplomó de inmediato,
golpeando la pequeña mesa donde se encontraba la radio. El aparato cayó al
suelo y se encendió.
Se escuchó entonces la voz de una
periodista que decía:
¨El desquiciado asesino, Robert Rappaport, es conocido también como ¨el
asesino desollador¨, debido a su incomprensible y, para algunos, sobrenatural
habilidad. Este peligroso cirujano psicópata es capaz de remover, de una manera
impensada, las entrañas, las carnes y los huesos de sus víctimas, para utilizar
luego la piel de las mismas sobre su propio cuerpo. Él mismo explicó, en una
explícita entrevista que se le realizó cuando cayó detenido por primera vez,
que le encanta ¨meterse en la piel de otras personas¨, ya que de esta manera
siente que su identidad transmuta hacia la del fallecido. La policía ha
confirmado…¨
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