DOÑO CLARENS
El señor Doño
Clarens, cuyo inusual nombre él se había atribuido a sí mismo, despertó de
repente una mañana en medio de un inmundo lodazal ubicado en las inmediaciones
de la granja de la familia Harsty. Se sentía por demás sorprendido y confuso,
pero no por el hecho de haber despertado en medio del fango, sino porque había
tenido un sueño de lo más bizarro, una suerte de visión que cambiaría su vida
para siempre. Abrumado entonces por estas nuevas sensaciones que en él surgían,
por este emerger de la auto-conciencia jamás antes poseída, por esta novedosa y
coherente certeza de su propia existencia, el señor Clarens comenzó a correr,
desesperado, por entre los charcos de lodo, alejándose cada vez más de la
granja de los Harsty, sitio que había sido su hogar durante tantos años. Y
aunque los Harsty, debido al gran afecto que le tenían, se avocaron a su
incansable búsqueda durante largo tiempo, al final tuvieron que darse por
vencidos. Nadie pudo encontrar al señor Clarens, y éste jamás regresó a la
granja.
Varios años después de su intempestiva huida, el señor Clarens se
presentó en el Banco Tucumano de Desarrollo Social con la intención de solicitar
un crédito hipotecario para reconstruir su casa, pues ésta se había derrumbado
a causa de lo que él consideraba había sido un ataque terrorista. Esperó
entonces su turno, bajo la punzante mirada de los guardias del Banco, quienes
le escrutaban con creciente desconfianza. Es que se había presentado vistiendo
un sobretodo de mangas tan largas que cubrían sus manos, y sobre su cabeza se
había calzado un sombrero negro y unas lentes de sol.
Cuando llegó el esperado turno, el señor Doño Clarens no tardó en ocupar
su lugar frente a la representante bancaria. Ésta se llevó gran sorpresa al
elevar su mirada y toparse con un hombre de facciones tan peculiares, y que iba
vestido de una manera tan misteriosa.
—Buenos días, señor. Mi nombre es Mara —dijo la empleada bancaria, al
tiempo que hacía un esfuerzo sobrehumano por no demostrar el desagrado que le
causaba el rostro del cliente. Es que, sinceramente, era un tipo feo, uno de
los más feos que había visto.
—Bueno, amable señorita, yo soy el señor Doño Clarens —su voz sonaba muy
extraña, a veces chillona y otras veces ronca, así que a la joven se le
pusieron los pelos de punta—. Tengo intención de solicitar un préstamo
hipotecario para destinarlo a la reconstrucción de mi vivienda.
—En ese caso, señor Clarens —decía ella, tratando de disimular el
nerviosismo—, debe usted saber que dichos préstamos sólo se otorgan en caso de
que el inmueble haya sido destruido en una proporción del setenta por ciento o
superior, siempre y cuando dicha destrucción haya sido el resultado de algún
desastre natural o de algún acto físico insuperable ajeno al damnificado.
—Estoy al tanto de eso, señorita. Mi casa ha sido destruida por un
ataque vandálico, se podría decir que ¨cuasi terrorista¨. Y creo que dicha
situación cabe dentro de la categoría de
̈actos físicos insuperables ajenos al damnificado ̈
—¿Cuasi terrorista? —se asombró la joven—. ¿A qué se refiere con eso?
—Pues, que mi casa ha sido derribada por un sujeto que se ha declarado
enemigo de mi persona.
La joven frunció el ceño, extrañada por las inusuales aseveraciones de
Clarens.
—A ver si entiendo bien. ¿Lo que usted me dice, concretamente, es que
hay cierta persona que le guarda rencor, y que por este motivo ha destruido su
casa?
El señor Doño Clarens asintió, aunque poco convencido.
—Es una forma de decirlo. Pero, a decir verdad, no fue una persona quien
destruyó mi casa. En realidad…
—Bien, señor, en verdad se trata de un caso muy inusual —interrumpió la
joven sin prestar demasiada atención al último comentario. Se había distraído
procesando ciertos datos en el ordenador—. Necesitaremos copia de la denuncia
radicada en sede penal como constancia de la veracidad de los hechos.
—Me temo que, por el momento, eso no será posible. El actual sistema
penal no ampara los derechos de individuos como yo, ni tampoco condenaría los
actos del individuo que ha destruido mi casa.
La joven arrugó la frente, perpleja.
—Sepa disculparme, señor Clarens, pero no entiendo a qué se refiere.
¿Por qué dice que el sistema penal no puede ayudarle?
—Por esto mismo, señorita —respondió Clarens, y comenzó a quitarse el
sombrero y los anteojos de sol.
La empleada cayó desmayada de inmediato, al tiempo que se armaba un
creciente griterío en el establecimiento. Los guardias de seguridad se
aproximaron y rodearon al señor Clarens, sin saber qué hacer exactamente,
porque el sujeto no había hecho nada malo. Entonces, uno de los empleados
acudió inmediatamente a la oficina del gerente. Y como su desesperación era tan
grande, entró de golpe y sin anunciarse.
—¡Por Dios! —exclamó el gerente,
enfurecido ante la evidente falta de respeto del empleado—. ¿Cómo se le ocurre
entrar de esta manera tan descarada?
—Discúlpeme, señor Traverson, pero en atención al público tenemos un
cerdo que intenta pedir un préstamo hipotecario —respondió el empleado sin
mayores rodeos.
El gerente enmudeció por un momento, tratando de procesar aquellas
palabras.
—¡Ah, pero con usted vamos de mal en peor! —rugió el hombre—. ¿No le
basta con ser un irrespetuoso con su superior, sino que ahora también se burla
de los clientes? Pero, ¿usted qué se ha creído?
—P-pero s-señor —tartajeó el empleado—. ¡No estoy burlándome de ningún
cliente! En verdad hay un cerdo intentado pedir un préstamo bancario. Y cuando
digo que se trata de un cerdo, lo digo literalmente: hay un cerdo, un puerco, o
como quiera llamarle, solicitando un préstamo para la reconstrucción de su
casa.
El gerente se puso rojo de la ira. Era hombre de chispa, como diría
Flaubert, y de un humor casi nulo. No le gustaban las bromas, menos aún en
horas de trabajo.
Se incorporó entonces, para ir a supervisar la situación, pero no sin
antes decirle al empleado que lo mejor sería que empezara a leer los
clasificados. El empleado tragó saliva.
Cuando el gerente apareció en la sección de atención al público, vio que
un verdadero alboroto se había armado en torno a uno de los box de atención. Se
abrió paso entre la gente y pronto llegó al sitio en donde un par de
paramédicos asistían a la desfallecida Mara, quien todavía no regresaba de su
visita a las negruzcas tierras de la inconsciencia. Y antes de que el gerente
pudiera terminar de decir ¨¿qué carajo está pasando?¨, —según se presume,
porque su frase sólo llegó hasta la palabra está— se quedó mudo del terror,
pues al volverse hacia su derecha vio algo que le caló los huesos, algo que
destruyó, de un implacable y fugaz golpazo, el núcleo de todas sus creencias.
En efecto, tal y como se lo había dicho el empleado, había un cerdo sentado
frente al escritorio, un cerdo que vestía un sobretodo negro.
—Usted debe ser el gerente —se aventuró a decir Doño Clarens—. Antes de
que diga algo, quiero que tenga muy en claro que yo tengo mis propios abogados,
y son profesionales de gran renombre: algunos trabajan para la Sociedad Protectora
de Animales, y otros tantos para Greenpeace. Lo importante es que usted sepa
que he estudiado bien el asunto, y que si este Banco no me concede el préstamo,
fundamentando su negativa en el sólo hecho de considerarme un animal, me veré
forzado a entablar una denuncia por maltrato animal y por discriminación. Sí,
como bien lo ha oído, por discriminación. Porque sé muy bien que este Banco,
por culpa suya, señor Gerente, ya ha tenido inconvenientes y denuncias en
relación a este tema, y es por eso mismo que lo he elegido. Sé muy bien que
usted no puede darse el lujo de generar ninguna otra denuncia por
discriminación, porque eso le costaría su trabajo —Clarens esbozó una sonrisa
porcina—. ¿O acaso me equivoco?
El gerente Traverson estaba pálido del terror, eso se los puedo
asegurar. No obstante, se enfrentó a sus inseguridades y a sus miedos e invitó
al señor Doño Clarens a su despacho.
Al cabo, sentado tras el escritorio de su ampulosa oficina, Traverson
escuchaba con detenimiento los argumentos del reclamante animal. El señor Clarens
explicó que su inmueble había sido destruido por culpa de un tal señor
Wolfrand, un lobo veterano de guerra que, aunque ya estaba bastante viejo,
continuaba en su incansable lucha por hacerle la vida imposible a toda la
comunidad porcina. También contó que había muchos otros animales tan
inteligentes como él, y que todos se habían vuelto así de inteligentes luego de
haber experimentado un extraño sueño colectivo hacía, aproximadamente, unos
ocho años atrás. El problema era que la mayoría de la nueva comunidad animal
temía dar un paso al frente para mostrarse ante los hostiles hombres.
Y así fue entonces, que luego de una larga charla con el gerente, el
señor Doño Clarens se convirtió en el primer animal en conseguir un préstamo
hipotecario, y el viejo Wolfrand se convirtió en el primer animal penado y
encarcelado por haber incurrido en daños contra la propiedad privada, y el
señor Traverson se convirtió en el primer líder de una multinacional en
volverse vegetariano al mismo tiempo que abandonaba todas sus riquezas para
avocarse a la protección de los animales y del medio ambiente. Claro que todo
esto no llegó fácil, pues hubo revoluciones y guerras civiles entre los
humanistas y los animalistas, ya que fue necesario reestructurar, entre otras
cosas, todo el ordenamiento jurídico para que, de ahora en adelante,
contemplara a los nuevos miembros de la sociedad, los animales. Y al principio
todos los humanistas gritaron encolerizados cuando el primer simio fue
designado como Presidente del Comité Humanitario Internacional, cuando el
primer delfín obtuvo una beca universitaria, cuando el primer oso fue nombrado
como Fiscal de Instrucción, y también
cuando el primer perro fue admitido para jugar en el equipo de la selección
nacional de fútbol —aunque muchos, entre risas, insistían en que no había sido
el primero—.
Sin embargo, lo verdaderamente extraño fue que nadie se alteró cuando el
primer cerdo entró en la política. Porque, en lo que sí estuvo de acuerdo toda
la gente desde un principio, tanto humanistas como animalistas, fue que ésta
última situación ya venía reiterándose desde hacía muchísimo, pero muchísimo
tiempo.
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