miércoles, 20 de abril de 2016

Nilo Gastón Fernández Montini-Jujuy, Argentina/Abril de 2016



LA VENTANA QUE DABA AL CIELO

Las personas pasan toda su vida esperando milagros,
y cuando de verdad suceden, simplemente no creen en ellos.

La Sra. Freiberger no estaba dispuesta a abandonar a su esposo bajo ninguna circunstancia, claro que no. ¿Cómo podían pedirle tal cosa? ¡Si ella lo había estado acompañando desde hacía más de cincuenta años! Primero habían sido buenos amigos, luego se habían enamorado en aquellos lejanos tiempos de universidad, época en la que también, según solía contarlo ella, habían experimentado ciertos altibajos en la relación, hasta que un buen día decidieron dejarse de tonterías para pasar el resto de sus vidas juntos. Así llegaron a tener tres hijos, todos profesionales, de los cuales dos partieron para ejercer en el extranjero, mientras que el más joven optó por radicarse en otra provincia. Desde entonces, desde que sus hijos partieran a construir sus propias vidas, ambos se habían vuelto más cercanos que nunca. La soledad de la vejez los había unido aún más. Pero no se trataba de una soledad impregnada de tristeza, todo lo contrario; era la dulce soledad de la realización. De modo que, aunque cierta melancolía emanaba de aquellas habitaciones vacías de la casa, otrora desbordantes de vida, de lloriqueos nocturnos, de piececitos inquietos, de risueñas carcajadas, se veía pronto reemplazada por un bien merecido sentimiento de satisfacción, porque ambos habían logrado convertirse en estrellas para sus hijos, guiándolos a través del turbulento mar que es la vida.
Pero ahora su esposo estaba muriendo, según afirmaban los médicos. Le decían que no había nada más que hacer, que nada lograría ella quedándose despierta noche tras noche en la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos. Sin embargo, para ella las horas de visita eran escasas (como siempre suelen serlo en tales circunstancias), y en aquella fría sala ella se sentía muy cerca de su esposo, sentía su calor, por más que entre ellos se interpusieran sendas habitaciones. Porque el lazo que los unía era capaz de mover montañas, de modo que un par de paredes no constituían óbice alguno. Y ella desayunaba, almorzaba y cenaba en el bar del hospital, y se aseaba en uno de sus baños, en altas horas de la noche, cuando eran pocas las personas que deambulaban por los pasillos. Así se hizo conocida por todo el personal: enfermeros y enfermeras, ordenanzas y anestesistas, médicos y pasantes, todos conocían su historia, y todos ellos, en algún momento, habían intentado convencerla de que regresara a casa y descansara. Pero ella no lo hacía. Permanecía siempre sentada en aquella sala, ya fuera rezando, leyendo el diario o mirando las noticias en el pequeño televisor ubicado en una de las esquinas de la habitación. Y si se marchaba, sólo lo hacía por poco tiempo, situación que generaba diversas especulaciones entre quienes trataban con ella cotidianamente.
—¿Ha cenado algo esta noche, señora Freiberger? —le preguntó el médico de su esposo.
—Sí, mi cielo —respondió ella con la familiaridad y la dulzura de siempre. Luego alzó una mano temblorosa, salpicada de manchas amarronadas, y señaló hacia el televisor—. Parece que hay problemas en Londres.
El doctor se volvió y alzó la vista hacia el aparato. Estaban pasando un especial navideño de cocina, pero nada acerca de Londres.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó con cierta inquietud—.  ¿No preferiría ir a su casa esta noche?
—¿Y qué iba a hacer sola en mi casa? —hizo un ademán como descartando el asunto—. Tengo que estar aquí para cuando mi querido Roberto despierte.
El Dr. Corman abrió la boca para decir algo, pero inmediatamente cambió de opinión. Había tenido la misma charla con la Sra. Freiberger al menos media docena de veces, y nunca había llegado a buen puerto.
Se aproximó entonces al mostrador de Administración, y preguntó a la recepcionista por el estado de salud de la señora. Se notaba que ésta no dormía bien, y que los temblores que la aquejaban se habían vuelto más frecuentes. No obstante, la recepcionista contestó que la veía igual que siempre.
—¿Has hablado con ella últimamente?
La chica asintió.
—Esta tarde estuvimos charlando un buen rato.
—¿Te parece coherente lo que dice?
—Sí, casi siempre. Aunque a veces desvaría un poco, es cierto.
—Estoy preocupado por ella —admitió el doctor—. He intentado explicarle que, probablemente, mañana sea el último día en que pueda verlo con vida. Pero ella no quiere aceptarlo. Dice que quiere quedarse aquí hasta que él despierte.
La chica meneó la cabeza, lamentándose.
—Mañana va a ser un día difícil para todos, doctor —dijo con tristeza—. Nos hemos encariñado con ella.
En efecto, aquella excéntrica y solitaria ancianita había despertado en todos un inusual afecto. Y aunque el doctor había aprendido, con el paso de los años, que lo mejor era no encariñarse demasiado con los pacientes —o, dado el caso, con sus familiares—,  de vez en cuando le venía a la mente aquella frase que alguien le había comentado alguna vez: ¨no existen enfermedades, sino enfermos.¨ Entonces, la distancia que él se proponía mantener se acortaba inevitablemente.
A la derecha de aquella sala se encontraba la puerta que daba a la Unidad de Cuidados Intensivos. La habitación donde estaba internado el Sr. Roberto Duarte se encontraba casi al final del corredor principal, de modo que la Sra. Freiberger se veía obligada a caminar varios metros antes de llegar al encuentro de su esposo. Él estaba inconsciente la mayoría de las veces, y ella se limitaba a tomarlo de la mano y a contemplarlo con nostálgico cariño. Pero, en ciertas ocasiones, él abría los ojos y la contemplaba a ella, y ambos se miraban en silencio, naufragando cada uno en los ojos del otro, en aquellos mares donde encontraban todo cuanto necesitaban decirse. Ahora bien, lo que ella no sabía, era que estos últimos encuentros eran meticulosamente calculados por los médicos, quienes reducían las drogas para que el Sr. Duarte recobrara la conciencia durante las breves visitas.
No obstante,  había algo que los propios médicos desconocían: que el Sr. Duarte, a pesar de encontrarse dopado hasta la inconciencia, solía despertarse a altas horas de la noche, balbuceando. Y hubo una noche en que se levantó de la cama con un pequeño brinco, como lo haría cualquier jovencito para quien la colagenopatía no es más que una extraña palabra de adultos.
Había escuchado que lo llamaban desde el otro lado de la puerta, al tiempo que un extraño resplandor se colaba por debajo de ella, un resplandor que a veces era interrumpido por las sombras de quienes correteaban por el pasillo.
Entonces, movido por la curiosidad, él cruzó la habitación y abrió la puerta.
—¡Apuren con esas palas, soldados! —les gritaba el Capitán—. ¡Hay que terminar éstos pozos antes de que anochezca!
Hacía un frío espantoso, y para colmo estaban todos mojados porque la lluvia los había sorprendido durante la madrugada. Habían tenido que abandonar el hospital donde se encontraban guarecidos, con el objetivo de apostarse en un nuevo punto estratégico en la costa, a cien metros del mar. La idea era repeler los ataques de los comandos ingleses. Pero, para conseguir esto, primero tendrían que cavar un lugar donde pudieran ocultarse, y también resguardarse del despiadado clima.
La tarea no resultó nada fácil. La proximidad con el mar hacía que la tierra estuviese muy húmeda, de modo que las excavaciones se llenaban de agua con suma rapidez. Y ni hablar del viento helado que se alzaba en aquella zona, que sobre las carnes entumecidas se sentía como un verdadero latigazo.
Terminaron con las excavaciones justo antes del atardecer. El Alférez Duarte se había alejado para recolectar madera, que luego serviría para asegurar los toldos que habían improvisado sobre las trincheras. Así fue que, de regreso, alcanzó a divisar sendas sombras moviéndose con rapidez sobre el telón anaranjado del ocaso.
Soltó las maderas y empezó a correr, desesperado, hacia lo pozos de zorro. Sus gritos de advertencia se oían desvanecidos a causa de las bombas inglesas, las cuales, sin embargo, estallaban a decenas de metros, pues perseguían otros objetivos.
Los ingleses que avanzaban por la costa todavía no habían reparado en la infantería argentina, pero pronto lo harían. Y Duarte sabía que sus camaradas, informados de que los comandos enemigos llegarían recién por la noche, serían tomados por sorpresa.
Dos compañeros, Gómez y Carbajo, estaban sentados sobre el borde de uno de los pozos, de espaldas al mar, conversando y fumando cigarrillos. Estaban esperando que él regresara con los troncos, y en ningún momento vieron a los soldados que se aproximaban por detrás. Y de no haber sido por él, que los empujó dentro del pozo en el momento justo, de seguro hubieran muerto tras la primera ráfaga.
Duarte los había salvado. Y desde aquél día él no había vuelto a caminar.
—¡¿Qué está haciendo, soldado?! —le gritaba el Capitán—. ¡Levántese ahora mismo!
—¡No puedo caminar! —sollozaba Duarte.
Ahora se arrastraba, cuerpo a tierra, por el despoblado pasillo de la Unidad de Cuidados Intensivos. Alrededor todo era blanco, impecable, silencioso a no ser por los dictatoriales gritos de su superior. El cuerpo, embarrado, dejaba una estela lodosa sobre los resplandecientes azulejos.
—¡Levántese, soldado! ¡Es una orden! —el uniforme verdoso del Capitán contrastaba con la cegadora blancura de aquél sitio—. ¡No se lo volveré a repetir!
Entonces, al tiempo que profería un grito de voluntad que hacía temblar al edificio entero, Duarte conseguía flexionar sus rodillas por primera vez en años.
Se abrió la puerta de la sala y apareció la Sra. Freiberger. El Dr. Corman la estaba esperando.
—Lo lamento mucho —dijo el doctor—. Por lo menos, ha podido despedirse de él. Mucha gente no tiene esa suerte.
—¿Despedirme de quien, cielito? —respondió ella.
El doctor y los enfermeros se miraron entre sí. Sabían que el tema iba a ser difícil.
Corman la tomó de la mano y la condujo hasta uno de los asientos. Había decidido abandonar el enfoque sutil, pues en nada ayudaba a la señora. Le explicó entonces todo lo que ya le había ido anticipando durante los días anteriores: que su esposo iba a morir, que ya no había nada que hacer, y que ese último encuentro que ella había tenido con él era justamente eso, el último, porque el Sr. Duarte iba a fallecer esa misma noche. Pero la Sra. Freiberger, lejos de alarmarse, lejos de echarse a llorar, o de sumirse en un estado de desconsolada y depresiva aceptación, se limitó a contestar con tranquilidad:
—Cielito… —posó una mano cariñosa sobre la mejilla del perplejo doctor—. Mi esposo no puede morir. ¿Acaso no lo sabes? La gente como él no muere. De todas maneras, parece que ya solucionó lo que le molestaba. Ya puedo volver a mi casa —se incorporó, y con una leve sonrisa miró a los allí presentes—. Les agradezco a todos por su amable atención. Hasta luego.
Así, sin más, aquella señora, que había estado prácticamente viviendo en el hospital desde hacía varios días, se marchaba sin dar mayores explicaciones.
Pero lo verdaderamente extraño sucedió pasada la medianoche, cuando uno de los enfermeros se apareció, pálido y nervioso, en la oficina del Dr. Corman, para informarle que el Sr. Roberto Duarte no estaba. Aunque lo habían buscado por todos lados, no habían podido dar con él.
—¡El hombre estaba agonizando, por Dios! —exclamó con furia el doctor, mientras revisaba la habitación junto con los enfermeros—. ¡Y no podía caminar! ¿Cómo puede haberse ido? ¿Nadie vio nada?
Todos negaron con la cabeza.
Aunque aquella noche le tocaba el cambio de turno, Corman prefirió no regresar a su casa. En cambio, telefoneó a su colega para informarle que él mismo se haría cargo de la próxima guardia. Sentía que lo que había pasado era su culpa. Después de todo, había pasado mientras él se encontraba a cargo, y ahora consideraba que era su responsabilidad solucionarlo.
La última conversación que había tenido con la Sra. Freiberger le daba vueltas en la cabeza: ¨Mi esposo no puede morir. La gente como él no muere.¨
Pero él sabía que aquél hombre sí que se iba a morir; estaba destruido, consumido, y no había forma de salvarlo. Y él había revisado el diagnóstico decenas de veces, y todos los síntomas coincidían, y el paciente había involucionado como él lo había supuesto, y no había respondido a los tratamientos, y, y, y… ¿y si se había equivocado?
Meneó la cabeza, descartando tal posibilidad; sabía que no se había equivocado. Sin embargo,  poco importaba eso ahora, porque lo verdaderamente importante era encontrar al paciente.
No obstante, el Sr. Duarte nunca más apareció, y jamás hubo quien pudiera encontrar explicación alguna a su desaparición. En consecuencia, la Sra. Freiberger murió sin poder enterrar a su esposo, aunque, para ser franco, de seguro poco le hubiera interesado el asunto, dado que la senilidad había caído sobre ella como un martillo, y en aquél entonces poco comprendía de lo que sucedía a su alrededor.
Años más tarde, un avejentado y canoso Corman charlaba en su oficina con un médico pasante, hijo de un buen amigo suyo.
—¿Y nunca lo encontraron? —preguntó el joven.
—Nunca —respondió el doctor—. Es algo que me va a perseguir hasta que me muera —meneó la cabeza—. No hay día que no piense en eso.
—Pobre tipo… —agregó el joven—. Terminar así, encima justo él, que se hubiese merecido un funeral como la gente.
El doctor, que se había distraído llenando ciertos documentos, levantó la cabeza, y miró al pasante con ceño fruncido:
—¿Por qué decís ¨justo él¨? —preguntó.
—Y bueno, digo, un veterano de Malvinas, que encima salvó a dos compañeros y quizá a un par más tras dar la alarma, y que al hacerlo quedó inválido… pucha, el tipo es flor de héroe. Supe que recibió medallas del gobierno y todo. Por eso digo, hubiese sido bueno rendirle honores de manera apropiada, en un funeral, qué se yo. Pero me dijeron que los hijos no quisieron una ceremonia simbólica y…
Corman se incorporó de súbito y salió apresurado de la oficina, ante la mirada perpleja del joven, que había quedado hablando solo. Al cabo, descendió hasta el primer piso del edificio e ingresó a la Unidad de Cuidados Intensivos, en búsqueda de la que una vez fuera la habitación del Sr. Duarte. Sospechaba de algo, y se le había ocurrido comprobar cuál era el número de aquella habitación.
Era el número 982.
El doctor regresó sobre sus pasos, pensativo.
Se me están ocurriendo tonterías —se dijo, tratando de convencerse a sí mismo.
Pero, al caminar por aquel blanquecino y lustroso pasillo de la Unidad, por un momento volvió su mirada hacia las habitaciones vacías de aquella ala, y sin querer comprobó un hecho que lo dejó aún más turbado. Aunque el edificio de junto entorpecía la vista de todas las ventanas, la habitación del Sr. Duarte era la única que conservaba, por algún motivo, una agradable vista del cielo.

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