EL
PRADO
Altas cómo flechas las flores del nenúfar con sus
pétalos blancos se alzaban delante de sus ojos, era el final de la travesía y el comienzo
de su tan anhelada paz: Estaba en casa. No era propiamente una mansión, más
bien parecía un montón de palos secos apilados al azar, sin embargo, para
Suzanne era su hogar, caminó por el prado cubierto de musgo enmarañado y
verdoso hasta la cabaña, a medida que lo hacía el perfume de los lirios la trasportaba a un mundo de antaño, un mundo
sin guerra, sin hambre, pero sobretodo un mundo sin dolor.
En cuanto giró la perilla rústica se encontró con el
cuarto tal y cómo ella lo había dejado: una poltrona de cedro envejecida
cubierta con una frazada de cuadros rojos con negro le daba la bienvenida, junto a ésta un termo
terracota en el que solía depositar té de manzanilla con miel, la única cosa
que sabía cocinar y sobre un cajón la
foto. Esa imagen de aquel chico de altura media, fornido, cabello marrón que le
caía en ondas sobre la frente, piel arena
y ojos negros que denotaban una melancolía extrema. Su solo recuerdo la
desmoronó por completo ¿Cómo iba a poder seguir adelante sin él?
Suzanne olvidó
su alegría, se sentó sobre la poltrona que emitió ese familiar crujido y
recordó ese día en que la lluvia caía en implacable manta de agua helada
robándole hasta el mismo aliento. Toda la ciudad parecía ajena a su dolor
excepto él. Esa suave mirada se le había clavado en lo más hondo del alma
haciéndola sentir limpia por primera vez en muchos años, era el primero que no
la juzgaba, más bien parecía comprender el porqué escapaba de casa en cuanto su
padre llegaba a ésta, el hombre que se suponía debía protegerla ya había
intentado tocarla sin su consentimiento un par de veces.
Ella, desconfiaba de todos, más esa noche sin sueños
ni luna todo cambió. Allí estaba justo en medio del puente color platino de
rocas resbaladizas y techo agujereado mirando las estrellas ese chico de mirada
melancólica y alma apacible. No hubo entre ellos un diálogo fluido, más bien
sus ojos hablaron por ellos.
Tiempo después, él le diría que con su sola imagen las
palabras habían quedado secuestradas en su garganta, dos meses después huyeron
cuando Suzanne le confesó en el mismo puente que su vientre se sentía extraño,
duro, amorfo y cómo si fuera una parte ajena a su cuerpo esquelético, en un
principio creyó que se trataba de la peste que azotaba desde hacía años la
región. Pero luego no estaba tan convencida.
No escaparon ocultos bajo el manto clandestino de la
noche, el destino no lo hubiera querido así, más bien lo hicieron bajo un sol
de agosto cuando los demás se disponían a realizar la feria de la cosecha. Era
el momento adecuado porque la ciudad entera estaba atareada en colgar en cada
casa los faroles color atardecer hechos de pergamino envejecido que darían la
bienvenida al solsticio. Nadie pareció notar a los dos chicos que escapaban por
el puente con agujeros, llegaban al prado de musgo florido y traspasaban la
vieja quebrada a la que todos llamaban “La Doña”.
“Vaya nombre” pensó Suzanne acomodándose bajo la
manta, queriendo desaparecer bajo esos cuadros descoloridos y faltos de
emoción. Ella no estaba sola, en su vientre el hijo no nacido se acomodó
también, de seguro él tenía las mismas preguntas que ella.
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