LA
PIEDRA EN EL BOLSILLO
El chango había llevado a pastar al
valle a las dos únicas vacas que
poseía esa humilde familia cordobesa
de Calamuchita. Apenas lo acompañaba uno de los tantos perros, Siroco, el que
lo seguía adonde fuera. El Bocha miró hacia más allá de la cima de la sierra y
vio al fondo una nube demasiado oscura, parecía ser una tremenda tormenta. Era
hora de volver. Con la larga varita incitó a moverse a los animales y enfilaron hacia el caserío.
Mientras volvían, recordó que la
Petisa le había pedido que le llevara una piedra, la más linda, para coronar su
dibujo escolar sobre la ira de los volcanes, con un elemento real que fuera un
ejemplo de lo escrito.
El Bocha no perdía de vista a las
vacas ni a Siroco. Los tres estaban
nerviosos, alterados. Dicen que los animales presagian el peligro, pensaba el
chango. Apuró el paso pero no olvidaba a su hermanita.
Cada piedra que veía le llamaba la
atención. Había grises, amarronadas, rojas, verduzcas, azuladas y negras. ¿Dónde
estaría la belleza para la Petisa? Lo mejor sería llevarlas todas y que ella
eligiera. Y sus bolsillos comenzaron a llenarse, de forma tal que su caminar se
hizo más lento e incómodo.
Los truenos se escuchaban a lo lejos.
Seguramente llovía ya en la ladera de la sierra. Los débiles rayos del sol
habían desaparecido del valle y un ventarrón de tierra comenzó a cubrirlos y
enceguecerlos.
Cuando cruzaban el último vado camino
a la casa, un estruendo anunció la llegada imprevista de esas masas de agua con
que el deshielo de las alturas traicionaba periódicamente a los pobladores más
expertos.
El peso de las piedras en los
bolsillos no le permitió al chango alcanzar la orilla. Y se fue con la
corriente junto a Siroco y las vacas. En pocos instantes, sólo flotaba a lo
lejos la varita.
Sentada y protegida de la lluvia por
el techo de chapa de la galería, la Petisa esperaba al Bocha y pensaba si se
habría acordado de la piedra. ¿Se daría cuenta que el ocre era el color que
mejor combinaba con su dibujo grisáceo del volcán?
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