EL PERNIL
A media mañana golpeaban insistentemente mi
puerta de calle, asomé la nariz por la ventana y vi a uno de mis vecinos
haciéndome señas para que yo lo recibiera. No con mucho agrado lo hice, pues
era mi hora de aseo doméstico.
Un hombre
de unos treinta años, macilento y con la mirada incierta del que recién está
saliendo de la resaca alcohólica, me miraba con cara de humilde petición.
-Patroncita, cómpreme por favor esta ollita para echarle
algo a la única que nos queda-. Junto con decirlo me la enseña. Pienso que con
una buena limpieza la oferta hasta sería tentadora.
-Vecinita,
usted sabe que vivimos al lado y que estamos sin pega. Con lo difícil que es
ganar dinero. Nadie nos da para comer, por eso salimos a vender lo que sea, y
esta ollita llegó de regalo. ! Por favor, cómpremela, mi dama!
Lo miré con cara de circunstancias y
no pude evitar sonreír.
-Vecino, se
lo agradezco, pero de ollas tengo
suficiente y lo más grave del asunto es que yo también estoy sin plata, estamos
a mediados de mes y me queda lo justo para movilizarme al trabajo.
- Bueno,
patrona, qué le vamos a hacer. Agacha la cabeza, y con mansedumbre perruna se
dirige hacia la puerta siguiente.
En ese entonces,
vivía en un barrio del viejo Valparaíso, en el cerro Barón, y mi calle podría
haber sido, Vega, Tocornal, Blanco Viel, Obrien o cualquiera otra, puesto que
todas tienen el mismo carisma. Casas de uno a dos pisos, forradas en latón
acanalado que el paso del tiempo se deja advertir a simple vista su deterioro;
no obstante, muchas de ellas lucen relucientes con la última mano de pintura
dieciochera, pero por dentro, su vejez es manifiesta.
Doña
Eufrasia, mi vecina, era a ojo de buen cubero una mujer anciana, pero al
parecer sus ardores de hembra no habían disminuido junto con la aparición de
las arrugas. Es más, el Alexis, con sus muchos años menos, como para ser su
hijo, se había transformado en el macho de su cama; detalle conocido en el
barrio, puesto que se lo gritaban sin grandes tapujos sus otros visitantes habituales.
Su casa era centro de reunión nocturna de un
grupo de alcohólicos de diferentes edades, cuyas familias vivían en el entorno.
Se trataba de hombres sin oficio ni interés por hacerle frente a la vida. En su
reunión nocturna brindaban por lo que
fuera y con lo que tuvieran.
Su comida
iba de acuerdo a lo recolectado durante el día y entre brindis y brindis, iban
desmigajando rencores y rencillas anteriores. De tal manera que su belicosidad,
a veces, se convertía en una suerte de peligro público para sus vecinos.
Unos días
después de lo de la ollita, volví a encontrar al Alexis frente a mi puerta y no
pude evitar lanzar una carcajada.
-Oiga
vecino, ¿ Qué hace usted con esa taza de” water “?
-Patroncita,
se la voy a vender bien baratita, por si usted o algún pariente la necesita.
-Vecino.
¿Pero esa es la de su casa?
-No, mi
dama, me la regalaron y como estamos sin dinero, vendemos todo lo que nos llega
para echarle algo al “buche”. Usted sabe que es terrible estar cesante.
Ante mi
negativa, humildemente se alejó portando su usado sanitario.
A pesar de
lo gracioso que me pareció esta inusual oferta,
fui donde la vecina que hacía las
cobranzas para los dueños de la propiedad y le conté sobre el artefacto
-Ay, estimada señora, don Ramberto está
desesperado con estos arrendatarios. No sabe cómo echar a estos borrachos de su
propiedad, empezando por doña Eufrasia. Y lo malo es que la renta la paga
religiosamente. Ella es viuda de un uniformado y apenas recibe su pensión
cancela altiro. No podría asegurarlo,
pero temo que hayan vendido casi
todos los artefactos para embriagarse, noche a noche. Seguramente el
“sanitario” era lo último que les quedaba.
-Le escuché al Horacio, el carnicero, que
le habían encargado un pernil para esta tarde, posiblemente van a festejar con
lo que saquen de la venta.
-Pero, doña
Cora, aunque le paguen bien el arriendo, estamos peligrando todos de quedar sin
casa. Por favor, háblele de ello a don Ramberto.
-Por
supuesto que se lo diré apenas lo vea. Todos los que vivimos en la manzana
estamos muy preocupados, esta gente es peligrosa para el vecindario. Un día van
quemar la casa y vamos quedar con lo puesto.
Volví a mi
casa con una espina doliente en mi mente, puesto que ya una vez perdí mi hogar
en un incendio y sabía lo que es quedar en la calle.
Como a eso
de la medianoche sentí voces y gritos que me alertaron bruscamente. Rápido
salté de la cama, me calcé como pude un vestido corto encima de mi camisón
largo y unas pantuflas que pedían a
gritos jubilación.
Desde mi ventana vi al Alexis caído en la
calle y su cara toda manchada de sangre. Como mi trabajo tiene que ver con la
salud, sin pensarlo dos veces salí a ver qué le sucedía. Un tajo enorme en la
ceja derecha y de él manaba abundante sangre. Estaba casi inconsciente, por
ello le tomé el pulso, le observé la respiración, junto con gritar a los
mirones que llamaran pronto a la ambulancia. Realmente no estaba grave, pero
ese tajo merecía una buena sutura. De momento, me dispuse a afrontar los
tejidos para evitar el sangramiento, en espera de los paramédicos. Mientras el
herido, ya medio consciente, repetía sin cesar.
–El flaco
me empujó, el flaco me empujó,… porque yo le dije que me comía a la vieja de su tía.
Como a los
veinte minutos llegó como a desgano un carabinero. Había sido requerido por los
vecinos. A estas alturas, todos
estaban colgados como racimos de las ventanas y puertas del vecindario,
observando al herido.
- A ver,
despejen, despejen (con esa voz propia de la autoridad). – A ver, circulen, por
favor.-Y usted, señora, qué le está haciendo al enfermo….Ah, ya, prosiga no
más. ¡A ver! ¡El resto de los vecinos, dejen espacio al herido, vuelvan a sus
casas, aquí no ha pasado nada!
Y se quedó observando mi actuar con
las piernas abiertas, como muro de contención entre los curiosos y el enfermo. Porque el morbo inconsciente de
los humanos ante una tragedia, es más fuerte que un imán.
Al poco
rato, digamos como dos horas después,
llegó la ambulancia y se llevó al caído. Poco a poco, todos se fueron
metiendo en sus casas.
No supe
cuánto tiempo pasó, me dormí apenas puse la cabeza en la almohada, cuando sentí
a mi esposo remeciendo mi hombro.
-¡Mijita,
despierte!, está saliendo humo de alguna parte. Mi cuerpo cansado se resistía a
reaccionar, sin embargo un resorte inconsciente me puso de pie de un sólo
salto.
Miré por la
ventana y vi nuevamente a los vecinos
asomados por todas partes y una densa humareda saliendo por la casa de
doña Eufrasia.
Salí a la
calle y sin pensarlo dos veces golpeé insistentemente la puerta de la mujer. Al
poco rato sentí la carcajada sonora de la doña, y su chancleteo hacia la
puerta. Apareció a medio vestir y con una humeante olla negra como carbón, de
la cual salía un denso humo con un olor nauseabundo a carne quemada.
-¡Ay, vecinita, perdone!, con todo el alboroto del Alexis, del flaco
que lo empujó y después los hermanos que casi le sacaron la “cresta” al pobre,
me fui a dormir y olvidé que estaba cocinando el pernil.
-Los muchachos me lo habían regalado por
ser mi cumpleaños, y me aprontaba a servírmelo cuando ocurrió el berrinche.
Nuevamente, lanzó una sonora carcajada, dejando ver por un momento,
una ingenua hilaridad que por alguna magia especial borró
sus arrugas y quitó años a su
calendario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario