UNA VOZ INCONFUNDIBLE
“La voz, pequeña arpa eólica colocada
por la naturaleza en
la puerta de
nuestro silencio”.
Gastón Bachelard.
Ahora tenía la certeza, aquella voz la
había escuchado muchas veces. Algunas en tono entre cariñoso y acogedor. Otras,
en un reproche firme pero a la vez impregnado de afecto, cuando sus acciones se
oponían a las directrices que aconsejaba aquella adorada mujer. Aquello fue siempre
así, desde que tuvo discernimiento de su condición, reconociendo en la tía
Gertrudis una fiel guía e incondicional protectora.
-Mi
niño, usted debe ser obediente- le decía. O bien- Desde mañana asistirá al colegio, como corresponde a un jovencito de su
edad. Otras veces: - ¡Jovencito, yo
digo que esa actitud no va con usted!- La palabra “jovencito, fue el
apelativo más frecuente en sus reconvenciones.
De su mundo de niño muy poco sabía.
Había nacido ciego y lo que recordaba en su primera infancia, eran las voces
que lo hacían repetir interminablemente sólo dos sílabas…Ma…má. Cuando logró decirlas sin mucha distancia entre ambas,
escuchó un batir de palmas por el logro, tan simple, de aquello que se le
pedía. Sintió un cálido beso en su mejilla junto con el agradable olor de su
madre, mezcla de comida recién guisada y suave perfume de campo en primavera.
Era el inconfundible aroma de la colonia que ella usaba. Y fueron muchos besos
en premio de muchas palabras logradas, las que pudo aprender hasta comunicarse
con ese mundo que no podía ver, según el concepto que vagamente llegaba a su
mente. Sin embargo, sus otros sentidos nunca le fallaron para poder identificar
a las personas y sus respectivos nombres. Los arrastrados pasos de la nana
Adelina, los gráciles de Lulú, la gata regalona de la vecina y hasta los de
Tomy, el perro grandote de la casa. Su pesado caminar y el olor perruno, difícil
de soportar en un comienzo, poco a poco formó parte de su entorno. Con los
años, ese olor a veces desagradable, le daba el sentido de familia. Generalmente
Tomy pasaba gran parte del tiempo haciéndole compañía, enrollado a sus pies.
Posteriormente supo de cambios en su
entorno, su mamá ya no estaba. Un día Gertrudis le dijo, con una voz que le supo
a dolor.
-Mi
niño, tu mamá ha debido realizar un largo viaje y creo que no podrá regresar
por mucho tiempo.
-¿Y
a dónde fue?- preguntó Ignacio, agregando - ¿Cómo no pudo llevarme con ella?
-¡No
por supuesto que no!, pero antes de partir prometió que desde la lejanía,
siempre estará pendiente de ti.- Eso fue lo que el pequeño Ignacio supo en
cuanto a las preguntas acerca de su madre. Sin embargo, no quedó muy convencido
de ese supuesto viaje, y muchas veces en sus pesadillas, se encontró llamándola
entre sollozos.
Ya usaba rasuradora para cortar su
barba incipiente, cuando debió hacer su primer intento de salir a la calle
valiéndose solamente de un bastón blanco. Al comienzo sintió pánico, y quiso de
inmediato regresar al mundo seguro y tranquilo de su hogar. Aquellos sonidos que
giraban a su alrededor le parecieron infernales. La ciudad rugía, eran muchos
los ruidos que le llegaban de todas partes y tendría que aprender a identificar
cada uno de ellos, no obstante haber salido en diversas ocasiones en compañía o
al cuidado de alguien de la familia. Ahora, en soledad, pensaba que esa
vorágine llegaba a él como una cacofonía aplastante y lo podría desquiciar. Haciendo
acopio de toda la valentía que le habían
infundido tía
Gertrudis, sus maestros y demás amigos del colegio especial al que asistía, y algunos
que ya habían pasado por esta experiencia, logró dominarse y pudo caminar con
aquel compañero, su bastón, que al igual
que un sonar, devolvía el eco de los desniveles que debía sortear para llegar
al punto deseado.
Gertrudis le había indicado que la
música sería un buen aliado para su desarrollo, y si bien, muchas veces tarareó
ritmos populares, su mayor goce musical fueron las composiciones de grandes
autores. Y pensándolo así, no se perdería aquella temporada de conciertos
gratuitos que ofrecía el Teatro Municipal de Viña del Mar. Era la primera vez
que iba solo. En las bocacalles pediría ayuda,
estaba seguro que
encontraría personas solidarias con los ciegos.
Con la seguridad de quienes desean ganar batallas de superación, siguió
adelante. Tía Gertrudis, siempre le había comentado que la mayoría de la gente
piensa que los ciegos son seres condenados a vivir de la mendicidad y al amparo
del resto del mundo. Pero él no iba a ser uno de ellos; la formación que había
recibido en casa sería su apoyo.
De su madre, no supo nunca más, ni
de su padre tampoco. En sus dieciocho años, tenía el firme propósito de luchar
para tener un desarrollo en alguna disciplina que le hiciera sentirse una
persona normal, pese a faltarle un sentido, que a estas alturas la tía
comentaba: “era un pequeño detalle”. ¡Él
lograría ser un triunfador!
Tía Gertrudis le había advertido que
lo matricularía en una Academia de Música. Le agradó mucho saberlo y cuando
asistió a sus primeras sesiones, quedó realmente maravillado. Presintió que con
empeño podría aprender a crear sonidos con aquel instrumento que tuvo en sus
manos, un viejo violín del que se podían sacar una infinidad de tonos, desde
los agudos a los graves, junto a otros instrumentos con los cuales debería
familiarizarse. ¡La música sería su destino!
Poco a poco, con esfuerzo y perseverancia
consiguió sacar aquellos sonidos angélicos y dominar toda la teoría musical que
necesitaba para convertirse en violinista. Incluso consiguió participar en una
orquesta de cámara auspiciada por su propio profesor, quien veía en el joven, un
iluminado del arte.
Y así fue que logró aprender a
interpretar piezas de conocidos autores de todos los tiempos y gracias a su
constancia permanente, sus interpretaciones cada día fueron más brillantes.
Pero su puntal anímico, siempre era su tía Gertrudis, diciéndole: -Estoy segura que serás un gran intérprete.
Sólo debes ser perseverante en tu compromiso con la música.
Un día conoció el amor. Azucena era
una chica un poco menor que él, y su timbre de voz lo dejó gratamente
impresionado apenas escucharla. Le sonaba delicado y hasta musical. Un día le
propuso salir a pasear por la costa, con la finalidad que ella le contara sobre
la belleza de cuánto se podía apreciar en ese atardecer de primavera. Ese fue
el comienzo de un amor que terminó en un compromiso formal. Pero antes de ese
compromiso, la había llevado en varias oportunidades a su casa, a tomar el té, almorzar
o a degustar las exquisiteces que la nana Adelina le preparaba como era su
costumbre, y ahora con mejor razón, porque veía a su niño ilusionado y con
nuevos horizontes. Pero en estas visitas faltaba la presencia de Gertrudis,
quien se excusaba con la disculpa de ir a visitar a alguna de sus amigas
enfermas.
Sin embargo, en el último tiempo, hubo
algo que causó inquietud en Ignacio. Fue cuando quiso presentar a su novia a
Gertrudis. Ella le dijo que ya la conocía y que estaba de acuerdo
con esa relación,
es más, había orado para que su “niño” encontrara una mujer como ella. Y ¡por fin su sueño lo veía realizado!
Le preguntó a su nana acerca de los
motivos que tendría su tía para no presentarse a compartir con ellos. Y esta
vez como muchas otras, Adelina le contestó con una evasiva que antes lo dejaba
satisfecho, en cambio en esta ocasión no lo consiguió. Por ello, en presencia
de la que sería su esposa, encaró a Adelina y comenzó a interrogarla sobre
Gertrudis, a quien no había sentido deambular por casa desde hacía varios días.
La mujer trato de escabullir la respuesta alegando que tenía mucho quehacer con
los encargos de la tía. Pero fue tanta la insistencia de su niño, ya convertido
en hombre, que decidió contarle la verdad.
-Mi
niño, la tía Gertrudis hace diez años que no vive con nosotros. Antes que los
angelitos cerraran sus ojos, me hizo prometer que yo iba a fingir que ella aún
vivía a nuestro lado, hasta saber que habías encontrado una mujer que recogiera
tus lágrimas y ya la has encontrado en Azucena.
-¡¿Pero
cómo?! ¿Si yo he hablado tantas veces con ella? – Preguntó Ignacio en un
grito angustioso.
–Ya
lo sé. Era yo quien contestaba, pero no puedo comprender por qué misterio, mi
voz sonaba como la de la señora Gertrudis, cuando la necesitabas a ella.
Y
otra cosa más, tía Gertrudis fue tu abuela y se hizo cargo de ti apenas falleció tu mamá en forma sorpresiva. De tu
padre nunca se supo, era un joven extranjero que estaba de paso y enamoró a tu
madre siendo ella muy jovencita. -Lamento
tener que contarte esta historia, pero creo que es un buen momento para hacerlo.
Por el rostro del joven corrían
silenciosas lágrimas que pronto Azucena enjugó con sus manos. Curiosamente le
supieron a las de tía Gertrudis.
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