LA MISERIA DEL ORO
Corría el año
1980. El primer sorbo de aire matinal, un salivazo de yodo y sal, y la
desesperanza por ascender los cerros aquellos que tantas veces miro al salir de
la bodega. Sí, ya me he dicho muchas veces – Un día de éstos tendré que
conocer, absorber desde allá el panorama espectacular como en un anfiteatro
romano, solamente ver como el sol se acuesta en el horizonte azul. Pero, inútil
todo. A las ocho, cada mañana trasponiendo la oxidada cortina metálica se
cierra la puerta del libro de los sueños. La oscuridad, el olor a encierro ,
las frías baldosas, el cajón del escritorio con migas del pan que ayer sobró,
algún rastrojo de desperdicio que los guarenes traen desde los misteriosos
rincones del enorme edificio para
solazarse en la noche. Todo aquello me recibe
con los brazos abiertos. No conocemos el sol ni la luz natural y si
tenemos la suerte de salir temprano en los días luminosos, a las seis de la
tarde recibimos a mansalva, completamente encandilados, la bofetada burlesca de
la luz golpeándonos el rostro.
Hoy recibiré
la diaria ración de historias deprimentes mientras cuento las baldosas frente a
mi mesón. Ayer descubrí que las amarillas están más gastadas que las blancas,
igual que en el hospital. Algunas pistas de circulación mayormente transitadas,
frente a las cajas de atención al público, el registro de sus fichas o de las
cancelaciones tienen su embaldosado gastado, comido, molido, desteñido, aunque se
trate de sacarle un mísero brillo a fuerza de lampazos con petróleo y, sí algo
de cera queda en los trapos con se asean las oficinas entabladas, también se
les quiere hermosear, pero la traición de una resbalada ya ha sido sufrida. Otra
inequidad que les conozco es el frío que rezuma casi todo el año. Se incrusta
en cada hueso y nos hacen figurar tiesos y encogidos. Los muchachos que bajan y
suben de estas profundidades usan unos
ridículos y horribles gorros de lana metidos hasta las orejas: Los vidrios de
arriba están quebrados y las corrientes de aire y la humedad marina traspasan
al más fuerte. Pero contar baldosas trae recuerdos. Ya he estado en otras
oficinas allá en la capital. Misérrima vida aquella. ¡Oh, terrible fría agua de
la andina cordillera para bañarse a las siete de la mañana...! Bastante aguda
la dueña de esa pensión que siempre nos tenía el “calefón” desconectado. (Que
si no, usted sabe, pasarían lavándose con agua caliente y hasta las camisas y
los calcetines estarían en remojo). Pero subrepticiamente era justo lo que
pasábamos lavando y cada noche tendíamos cordeles para colgar nuestra ropa
preocupándonos de secar el suelo para borrar la muestra de nuestra felonía.
Cada uno pretendía dejar su pieza medianamente ordenada, porque ya no llegaríamos
hasta la noche completamente rendidos. En la mezquindad del ambiente flotaba
una suerte de compañerismo que dignificaba. Estábamos en el mismo carro y
empujábamos como podíamos. Teníamos solamente esperanzas, nos unían el trabajo
y los cursos que hacíamos para escalar superiores categorías. Pero el más
férreo lazo era, tal vez, la igualdad de necesidades. A los exiguos sueldos que
recibíamos debíamos cercenarle la mayor parte para enviar a nuestros hogares,
algunos en remotas provincias del país. El almuerzo en la oficina era abundante
(descontado por planilla, naturalmente), pero, en la noche el vacío de los
estómagos era angustioso. Al regreso del trabajo, mirar, sólo mirar hacia
adentro, en los iluminados restaurantes del centro. Cierta vez el “poca
vergüenza del Puntudo”, entabló amistad con un carnicero del barrio y este le
obsequió un trozo de carne con el que llegó radiante. Recordamos consternados
que no teníamos derecho a cocina. Pero él ejecutivamente, decidió llevarlo a
guisar donde una misteriosa amiguita que había adquirido por San Pablo abajo.
Quedamos esperando desde las diez de la noche una desazonantes horas mientras
uno de nosotros hacía guardia en la puerta de calle, la que alevosamente hacía
terrible ruido al cerrarse. La luz eléctrica también estaba sometida a
restricciones y debía ser apagada antes de medianoche. En la oscuridad, el frío
y el sueño nos rindieron y debimos acostarnos tan vacíos como siempre...Al otro
día, Puntudo pareció apareció en la oficina con una extraña cara de
regocijo...Y otras veces era el flaquito Gándara, el de las relaciones que lo
requerían por teléfono. –Sí, por supuesto viejo, esta noche en el Club Español.
Y al día siguiente, contándonos cuántas botellas de champaña habían sobrado.
Nosotros, secos por una pílsener...Y a lo mejor este lunes obteníamos el
puntaje de la Polla Gol
que nos haría posible viajar a Europa, conocer,
saborear comidas de España, Italia, Francia...No solamente refocilarnos con los
folletos de turismo.
Pero todo
está matizado en esta vida. No sabemos cómo está en la otra. Pero no puede en
ella haber un mesón que separa la angustia-. Aquí nuevamente en mi bodega,
pomposamente “Sucursal”, veo este tramo de madera llamado “mesón”. Es el
mecanismo que sujeta la masa que fluye y
refluye cada mañana urgida por una necesidad vital que los seres buscan
arañando como termes bajo la oscuridad de la tierra. Disparando como un hocico
caliente hacia el mendrugo de la necesidad. Especialmente en fechas
sincronizadas con pagos que acosan, esta colmena va zumbando y aplastando con
su presión numérica a los misérrimos y escuálidos funcionarios que estamos
atendiendo a este lado del mesón, entre los cuales estoy yo: HENGELBERTO ROMO.
Estamos en el año1980. Me multiplico y se amplifica en mis oídos el tecleo de la Olimpia, circulan veloces
boleteros, tasadores, pagadores. Preguntas, respuestas, cantidades, número, tarjeta,
póliza, original, duplicado, triplicado, objetos, ropas, alhajas...Un mismo
sudor redondea nuestras aristas. (¡Oh, que lejanas vacaciones!). Me llaman de
alguna parte y acudo presuroso, pero mi mente está afanada con Guillermo “El Tímido”
que sufrió de agotamiento perpetuo sin atreverse jamás a solicitar licencia y
cual gladiador de heroicas acciones, se reanimaba con el incentivo del diario
trabajo hasta terminar sus años mendigando la jubilación, que le llegó justo
cuando se reclinó en una silla para quedar muerto de un ataque ante sus
espantados compañeros. Una transposición del pensamiento me lleva hasta aquél
patético funcionario, extremo opuesto, al que a fuerza de parecer el más
cumplido, caballeroso y eficiente, partió educadamente con su maletín un fin de
semana sin regresar jamás ni siquiera para ver a su familia, pero vaciando
previamente el contenido de las bóvedas de alhajas y pasando por las narices de
la INTERPOL.
Laberínticos
vericuetos de la complejidad humana. Veo todos los días caras pálidas, verdosas
bajo la luz fluorescente. Esta luminosidad sepulcral destaca las ojeras y proporciona apariencia
envejecida con un lacio rictus en la comisura de los labios. A través de
veinticinco años de trabajo aquí, ya reconozco cuando es apariencia
circunstancial o esas amarillentas pieles traslucen frío y miseria. Caretas de
piel humana envolviendo angustia, aprehensión o pobreza. Los
acompañantes...Algunos hacen fila ordenadamente como en un cuartel. Otros,
embravecidos, entran en estampida y, también los hay, que avanzan en tímido
gesto mesurado. Desposeídos que arriman urgencias y necesidades bajo la pálida
luz amalgamando en un solo haz un puñado anónimo, con un solo rostro, cuya
definición es la necesidad de dinero permanente o transitoria. Circunstancial o
definitiva, pero necesidad al fin, con una solución posible e inmediata que,
aunque escasa, sirve para redondear una suma mayor.- ¿Cuántos gramos dice que
tiene?- Veremos cuánto pesa-. Y tiene el reloj, el anillo, el brazalete, la
placa, el prendedor, la pulsera, perlas oro, platino brillantes...Vengan los
ácidos, el clorhídrico, el agua regia
depositándose sobre la joya, orgullo de la familia, y quedan los dedos
manchados, quemados, con la yemas ásperas y las uñas amarillas con los líquidos
de aquellos frascos. –Ya, ésto pesa tanto...-
Este sí, este no, aquí hay más plata que oro, devuélvase- Esta perla es
falsa- Y ese oro es de catorce y no de dieciocho quilates. Fuera...- Y la
pregunta en que va la esperanza, el pan la receta, el bus, el colegio, los
zapatos del niño.- ¿Cuánto? – La mesa del tasador se va poblando de
alhajas sobre la tarjeta de cada
identificación. Las once, las doce, mediodía. La cabeza, la vista quiere
descansar un poco de este brillo frío en que relumbran metales nobles. Un
brillante de un quilate me hace guiños por la refracción de la luz. Lo miro
estúpidamente absorto, pero un trastoque de figura mental me hace fluir hacia
un jardín desconocido, me sacudo al sol, siento el río, las flores, el césped, el
calor de la naturaleza impetuosamente
adentrándose. Pero -¿Tiene algo que ver con esta realidad insoslayable?
¿Se puede captar esa llama fragante y luminosa?
Llega más
público que se apretuja como en una colmena diferente, la antítesis de la colmena
real que se desplaza al aire, viento y sol. El zumbido grotesco es la cadena
sin fin que comienza cada mañana y que devora al muñeco que atiende tras el
mesón. Pienso en el contador que jubila. Todos pensamos que ahora que dispondrá
de tiempo podrá tomar esas carteras contables que le han ofrecido, Pero sus
manos descansan sobre los cerrados libros. - ¿Contabilidades, números? No gracias.
Los aborrezco y los he llevado a cuestas durante treinta años.
Hay siempre
otra cara. Pienso. Como ésta que trae campañillas de fanfarria y trompetas
exitosas. Tiene que ser Romualdo Santoveña.- Fíjate me ha llamado el Jefe de
Personal para consultarme sobre la nueva distribución de labores del personal.
Ya verás los resultados-. Sí, cada mañana oigo el castillo de naipes que es
Romualdo, algo semejante. Positivamente se sabe que jamás le han solicitado su
opinión y si sucediera, sencillamente no la tomarían en consideración. Pero
esta ilusión constituye se segunda vida. Y ¿qué decir de Gobianda Vita y sus
ojos de tridimensionales pestañas sombradas de azul, café o verde, según su
atuendo? ¿Qué te impulsa niña mía a aparecer con calzado reluciente y cartera
“último grito”? Ilusa chica que cada noche es succionada por la calleja oscura
y angosta de su triste población marginal. Sin embargo, te debemos este
engañador aroma de farsa. Pero, hoy todo es diferente. Llega el sueldo. Es el
día más absorbente. Hay que enfrascarse en encantadoras leyes sociales para las
que se debe poseer cierta capacidad deductiva-analítica-aritmética. La
compresión tropieza con las abreviaturas, columnas, columnas, columnas...I.R.
Impuesto Renta. D.H.R. Dividendo Hipotecario Reajustable. C.F. más C.E.P. más
C.R. no es operación algebraica, sino los paquetes traídos de las diferentes
Cooperativas. Además, hay pendientes ahí, letras, vales, cheques. Los billetes
no se alcanzan a entibiar en el bolsillo. Aparecen los cobradores con su
magnífico olfato, instinto nuevo adquirido en la época contemporánea. El
representante de una editorial que nos dejó un libro que no hemos leído y que
no sabemos dónde quedó. La cuota por una despedida. Las flores para la
administradora recién ascendida, el regalo para la colega que se casa este
sábado. Un pequeño aporte voluntario para el muchachito auxiliar: tiene tan
buena voluntad para lavarnos la taza del desayuno...El gordo Berríos ve
diluirse su remuneración entera en la sección farmacia. Nuestra vida gira
alrededor del día de pago. Esas treinta jornadas de espera entre uno y otro son
desmesuradamente largas. No tienen relación con las del calendario, antes de
quince días el dinero se ha despedido de nosotros y quedamos en una orilla
incierta de borrosa pesadumbre gritando: Vuelve, vuelve...Sustituir otros
quince días con pequeños préstamos, siguiendo los eslabones interminables, los
niños, el arriendo, el seguro, el dividendo, la matrícula, la contribución,
almacén farmacia, dentista. Siempre hay un préstamo en la vida. El que se acaba
de cancelar, el que se pidió, el que se va a pagar, el que se va a pedir. No
está despejado el cielo jamás. Es la esclavitud que amarra, reduce la energía.
Clava su aguijón para chupar la sangre si es preciso, revuelca la dignidad
hasta renegar del instante en que no sólo se aceptó, sino se buscó esta
servidumbre. Ahí se marcó para mí indeleblemente el inicio de un
empequeñecimiento de las ideas, del impulso, el lenguaje. Vendí mi
espontaneidad, iniciativa, percepción, mí vida toda, hasta ser un muñeco
mecánico, sin agregado de elemento en la rutina oficinesca y, sin embargo, quizás algún día tuve alas para
volar... El trabajo, el salario, el ambiente, crean el compañerismo que da
vueltas en torno al mismo círculo. El de la hilera de días, trabajados
repetidamente, en los cuales, no tuvo cabida la deliberación propia ni la
elevación espiritual. Frustraciones que producen tumores malignos, como el
ansia de destilar veneno con la lengua como arma sutil, contrastando con la
bien plantada belleza de Sara Bares que embosca sus dardos
maquiavélicamente, a través de una
púdica presencia. O la envidia encarnada rabiosamente en el delgado cuerpo de Martín Theorat con su
meliflua sonrisa a través de los dientes amarillos. Don Rogelio, en compensación,
cala hondo en el sentimiento. Lo encuentro en el archivo. El siempre sabe de
todo. El más antiguo de los mayordomos, hombre viejo y respetuoso con un enorme
afecto a su trabajo. Hoy está envejecido, agobiado. Regresa a su labor después del fallecimiento de su
esposa. Con las romas y huecas frases de circunstancia le expreso mi pesar. Sus
ojos están lacrimosos. –Mi compañera- musita.-Cuarenta años, toda una vida
juntos. Sí, quedan los hijos pero no es lo mismo. Crecen, forman nido, se van.
Llegan nietos, hijos, sobrinos, meten bulla, revuelven todo. Después vuelve el
silencio. La casa está fría, vacía. Una vecina me deja comida, barre y se va.
No es lo mismo...Trabajo, enfermedades, invierno, la vejez. ¿Ahora dónde está
ella, mi compañera? Le estrecho su mano
sin decir nada. Algo queda impregnado en el aire. Algo más allá de juventud o
belleza.
Y no sé por
qué me siento tan desconcertado con
Tomás “Paquidermo”, el que atropellara un bus cuando venía en bicicleta. Fue
armado y reconstituido durante meses en el Traumatológico y ya casi nos
habíamos olvidado de su existir cuando apareció en su puesto, extraño y
silencioso como una figura de cartón piedra. Una morena hirsuta, grande y
totalmente inexpresiva estampa de conciencia náufraga-Una difusa mezcla de niño
hombre agresivo de berrinches y aberraciones. No sé cómo tratarlo, si con
rudeza o con cordialidad. De cualquier manera su desconfianza es mortificante.
Asimila un solo conocimiento, el de hacer paquetes. Revisa el contenido demasiado
lentamente. Cierra la caja, amarra y contempla su labor. A veces demuestra un
beatífico estar haciendo nada, mordiendo el silencio cada tarde. El silencio
que nos cae a todos desde allá, desde los vitrales decorados con la pía imagen
de Francisco de Asís, precursor de los Montes de Piedad. ¿Pero quién soy yo, Engelberto Romo para sentirme
mejor o peor que todos estos seres? ¿Por qué este estado de ánimo soterrado sin
el escape de una evasión hacia la fábula? Debajo de la piel pertenezco a esta
sociedad que se desplaza en la zozobra, la urgencia y la angustia. ¿Puedo acaso
sacudirme de sensaciones que hunden ilusiones y proyectos? Amargo como el
rechazo de una madre que implora para cubrir necesidades de siete bocas que le
esperan o de los clientes que corren azorados al final del plazo cuando ya la bandera
de REMATE ondea al viento. Desenvolverse permanentemente en un clima de
conflicto crea una piel áspera que no se acomoda a esta relación lacerante. Me
he tornado negligente. Así me atraje la discordia del Jefe quién informó a su
superior, éste al mando medio, escalando el confidencial proceso peldaño a
peldaño hasta ser llamado a explicar mi conducta ante el Superior Supremo. No
apelé ni formulé descargos. Fui despedido. Acabó de golpe mi carrera funcionaria
y anonadado y perplejo desconocí el rumbo que tomaría mi existencia y la de los
míos. Pero, al salir desligado de los andadores del empleo público, aspiré el
nuevo oxígeno. YO HENGELBERTO ROMO ESTOY LIBRE. Tras los muros quedan los
esclavos grises, las secas fuentes. Mi mente respira recién inefable limpidez.
Hasta el último cabello, mis poros, mis células todas, sienten la nueva atmósfera
en que se sumerge mi ser y se va borrando la honda huella de esos caminos de
ceniza donde sonámbulamente he transcurrido. Yo Engelberto Romo estoy
libre...He sacudido mis cadenas, las he cortado al fin, y sin mirar atrás,
corro a saborear la sal y la vida...
Mi sumisión
llevó bajo el triste pecho por veinticinco años los sueños y ensueños de un
tañedor de laúd. Integré la comparsa, la mascarada abstracta de todos los otros
que quizá también anidan dentro melenas de medusa, flauta de pastor bucólico o
marinero de bruma y pipa en fiesta de sueños, música y color, que se cae de las
manos tirando de ese carro simple del vivir sin vivir...
No hay comentarios:
Publicar un comentario