lunes, 20 de mayo de 2019

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Mayo de 2019


LA MISERIA DEL ORO



            Corría el año 1980. El primer sorbo de aire matinal, un salivazo de yodo y sal, y la desesperanza por ascender los cerros aquellos que tantas veces miro al salir de la bodega. Sí, ya me he dicho muchas veces – Un día de éstos tendré que conocer, absorber desde allá el panorama espectacular como en un anfiteatro romano, solamente ver como el sol se acuesta en el horizonte azul. Pero, inútil todo. A las ocho, cada mañana trasponiendo la oxidada cortina metálica se cierra la puerta del libro de los sueños. La oscuridad, el olor a encierro , las frías baldosas, el cajón del escritorio con migas del pan que ayer sobró, algún rastrojo de desperdicio que los guarenes traen desde los misteriosos rincones  del enorme edificio para solazarse en la noche. Todo aquello me recibe  con los brazos abiertos. No conocemos el sol ni la luz natural y si tenemos la suerte de salir temprano en los días luminosos, a las seis de la tarde recibimos a mansalva, completamente encandilados, la bofetada burlesca de la luz golpeándonos el rostro.
            Hoy recibiré la diaria ración de historias deprimentes mientras cuento las baldosas frente a mi mesón. Ayer descubrí que las amarillas están más gastadas que las blancas, igual que en el hospital. Algunas pistas de circulación mayormente transitadas, frente a las cajas de atención al público, el registro de sus fichas o de las cancelaciones tienen su embaldosado gastado, comido, molido, desteñido, aunque se trate de sacarle un mísero brillo a fuerza de lampazos con petróleo y, sí algo de cera queda en los trapos con se asean las oficinas entabladas, también se les quiere hermosear, pero la traición de una resbalada ya ha sido sufrida. Otra inequidad que les conozco es el frío que rezuma casi todo el año. Se incrusta en cada hueso y nos hacen figurar tiesos y encogidos. Los muchachos que bajan y suben de estas profundidades  usan unos ridículos y horribles gorros de lana metidos hasta las orejas: Los vidrios de arriba están quebrados y las corrientes de aire y la humedad marina traspasan al más fuerte. Pero contar baldosas trae recuerdos. Ya he estado en otras oficinas allá en la capital. Misérrima vida aquella. ¡Oh, terrible fría agua de la andina cordillera para bañarse a las siete de la mañana...! Bastante aguda la dueña de esa pensión que siempre nos tenía el “calefón” desconectado. (Que si no, usted sabe, pasarían lavándose con agua caliente y hasta las camisas y los calcetines estarían en remojo). Pero subrepticiamente era justo lo que pasábamos lavando y cada noche tendíamos cordeles para colgar nuestra ropa preocupándonos de secar el suelo para borrar la muestra de nuestra felonía. Cada uno pretendía dejar su pieza medianamente ordenada, porque ya no llegaríamos hasta la noche completamente rendidos. En la mezquindad del ambiente flotaba una suerte de compañerismo que dignificaba. Estábamos en el mismo carro y empujábamos como podíamos. Teníamos solamente esperanzas, nos unían el trabajo y los cursos que hacíamos para escalar superiores categorías. Pero el más férreo lazo era, tal vez, la igualdad de necesidades. A los exiguos sueldos que recibíamos debíamos cercenarle la mayor parte para enviar a nuestros hogares, algunos en remotas provincias del país. El almuerzo en la oficina era abundante (descontado por planilla, naturalmente), pero, en la noche el vacío de los estómagos era angustioso. Al regreso del trabajo, mirar, sólo mirar hacia adentro, en los iluminados restaurantes del centro. Cierta vez el “poca vergüenza del Puntudo”, entabló amistad con un carnicero del barrio y este le obsequió un trozo de carne con el que llegó radiante. Recordamos consternados que no teníamos derecho a cocina. Pero él ejecutivamente, decidió llevarlo a guisar donde una misteriosa amiguita que había adquirido por San Pablo abajo. Quedamos esperando desde las diez de la noche una desazonantes horas mientras uno de nosotros hacía guardia en la puerta de calle, la que alevosamente hacía terrible ruido al cerrarse. La luz eléctrica también estaba sometida a restricciones y debía ser apagada antes de medianoche. En la oscuridad, el frío y el sueño nos rindieron y debimos acostarnos tan vacíos como siempre...Al otro día, Puntudo pareció apareció en la oficina con una extraña cara de regocijo...Y otras veces era el flaquito Gándara, el de las relaciones que lo requerían por teléfono. –Sí, por supuesto viejo, esta noche en el Club Español. Y al día siguiente, contándonos cuántas botellas de champaña habían sobrado. Nosotros, secos por una pílsener...Y a lo mejor este lunes obteníamos el puntaje de la Polla Gol que nos haría posible  viajar a Europa, conocer, saborear comidas de España, Italia, Francia...No solamente refocilarnos con los folletos de turismo.
            Pero todo está matizado en esta vida. No sabemos cómo está en la otra. Pero no puede en ella haber un mesón que separa la angustia-. Aquí nuevamente en mi bodega, pomposamente “Sucursal”, veo este tramo de madera llamado “mesón”. Es el mecanismo que sujeta la masa  que fluye y refluye cada mañana urgida por una necesidad vital que los seres buscan arañando como termes bajo la oscuridad de la tierra. Disparando como un hocico caliente hacia el mendrugo de la necesidad. Especialmente en fechas sincronizadas con pagos que acosan, esta colmena va zumbando y aplastando con su presión numérica a los misérrimos y escuálidos funcionarios que estamos atendiendo a este lado del mesón, entre los cuales estoy yo: HENGELBERTO ROMO. Estamos en el año1980. Me multiplico y se amplifica en mis oídos el tecleo de la Olimpia, circulan veloces boleteros, tasadores, pagadores. Preguntas, respuestas, cantidades, número, tarjeta, póliza, original, duplicado, triplicado, objetos, ropas, alhajas...Un mismo sudor redondea nuestras aristas. (¡Oh, que lejanas vacaciones!). Me llaman de alguna parte y acudo presuroso, pero mi mente está afanada con Guillermo “El Tímido” que sufrió de agotamiento perpetuo sin atreverse jamás a solicitar licencia y cual gladiador de heroicas acciones, se reanimaba con el incentivo del diario trabajo hasta terminar sus años mendigando la jubilación, que le llegó justo cuando se reclinó en una silla para quedar muerto de un ataque ante sus espantados compañeros. Una transposición del pensamiento me lleva hasta aquél patético funcionario, extremo opuesto, al que a fuerza de parecer el más cumplido, caballeroso y eficiente, partió educadamente con su maletín un fin de semana sin regresar jamás ni siquiera para ver a su familia, pero vaciando previamente el contenido de las bóvedas de alhajas y pasando por las narices de la INTERPOL.
            Laberínticos vericuetos de la complejidad humana. Veo todos los días caras pálidas, verdosas bajo la luz fluorescente. Esta luminosidad sepulcral  destaca las ojeras y proporciona apariencia envejecida con un lacio rictus en la comisura de los labios. A través de veinticinco años de trabajo aquí, ya reconozco cuando es apariencia circunstancial o esas amarillentas pieles traslucen frío y miseria. Caretas de piel humana envolviendo angustia, aprehensión o pobreza. Los acompañantes...Algunos hacen fila ordenadamente como en un cuartel. Otros, embravecidos, entran en estampida y, también los hay, que avanzan en tímido gesto mesurado. Desposeídos que arriman urgencias y necesidades bajo la pálida luz amalgamando en un solo haz un puñado anónimo, con un solo rostro, cuya definición es la necesidad de dinero permanente o transitoria. Circunstancial o definitiva, pero necesidad al fin, con una solución posible e inmediata que, aunque escasa, sirve para redondear una suma mayor.- ¿Cuántos gramos dice que tiene?- Veremos cuánto pesa-. Y tiene el reloj, el anillo, el brazalete, la placa, el prendedor, la pulsera, perlas oro, platino brillantes...Vengan los ácidos, el clorhídrico, el agua regia  depositándose sobre la joya, orgullo de la familia, y quedan los dedos manchados, quemados, con la yemas ásperas y las uñas amarillas con los líquidos de aquellos frascos. –Ya, ésto pesa tanto...-  Este sí, este no, aquí hay más plata que oro, devuélvase- Esta perla es falsa- Y ese oro es de catorce y no de dieciocho quilates. Fuera...- Y la pregunta en que va la esperanza, el pan la receta, el bus, el colegio, los zapatos del niño.- ¿Cuánto? – La mesa del tasador se va poblando de alhajas  sobre la tarjeta de cada identificación. Las once, las doce, mediodía. La cabeza, la vista quiere descansar un poco de este brillo frío en que relumbran metales nobles. Un brillante de un quilate me hace guiños por la refracción de la luz. Lo miro estúpidamente absorto, pero un trastoque de figura mental me hace fluir hacia un jardín desconocido, me sacudo al sol, siento el río, las flores, el césped, el calor de la naturaleza impetuosamente  adentrándose. Pero -¿Tiene algo que ver con esta realidad insoslayable? ¿Se puede captar esa llama fragante y luminosa?
            Llega más público que se apretuja como en una colmena diferente, la antítesis de la colmena real que se desplaza al aire, viento y sol. El zumbido grotesco es la cadena sin fin que comienza cada mañana y que devora al muñeco que atiende tras el mesón. Pienso en el contador que jubila. Todos pensamos que ahora que dispondrá de tiempo podrá tomar esas carteras contables que le han ofrecido, Pero sus manos descansan sobre los cerrados libros. - ¿Contabilidades, números? No gracias. Los aborrezco y los he llevado a cuestas durante treinta años.
            Hay siempre otra cara. Pienso. Como ésta que trae campañillas de fanfarria y trompetas exitosas. Tiene que ser Romualdo Santoveña.- Fíjate me ha llamado el Jefe de Personal para consultarme sobre la nueva distribución de labores del personal. Ya verás los resultados-. Sí, cada mañana oigo el castillo de naipes que es Romualdo, algo semejante. Positivamente se sabe que jamás le han solicitado su opinión y si sucediera, sencillamente no la tomarían en consideración. Pero esta ilusión constituye se segunda vida. Y ¿qué decir de Gobianda Vita y sus ojos de tridimensionales pestañas sombradas de azul, café o verde, según su atuendo? ¿Qué te impulsa niña mía a aparecer con calzado reluciente y cartera “último grito”? Ilusa chica que cada noche es succionada por la calleja oscura y angosta de su triste población marginal. Sin embargo, te debemos este engañador aroma de farsa. Pero, hoy todo es diferente. Llega el sueldo. Es el día más absorbente. Hay que enfrascarse en encantadoras leyes sociales para las que se debe poseer cierta capacidad deductiva-analítica-aritmética. La compresión tropieza con las abreviaturas, columnas, columnas, columnas...I.R. Impuesto Renta. D.H.R. Dividendo Hipotecario Reajustable. C.F. más C.E.P. más C.R. no es operación algebraica, sino los paquetes traídos de las diferentes Cooperativas. Además, hay pendientes ahí, letras, vales, cheques. Los billetes no se alcanzan a entibiar en el bolsillo. Aparecen los cobradores con su magnífico olfato, instinto nuevo adquirido en la época contemporánea. El representante de una editorial que nos dejó un libro que no hemos leído y que no sabemos dónde quedó. La cuota por una despedida. Las flores para la administradora recién ascendida, el regalo para la colega que se casa este sábado. Un pequeño aporte voluntario para el muchachito auxiliar: tiene tan buena voluntad para lavarnos la taza del desayuno...El gordo Berríos ve diluirse su remuneración entera en la sección farmacia. Nuestra vida gira alrededor del día de pago. Esas treinta jornadas de espera entre uno y otro son desmesuradamente largas. No tienen relación con las del calendario, antes de quince días el dinero se ha despedido de nosotros y quedamos en una orilla incierta de borrosa pesadumbre gritando: Vuelve, vuelve...Sustituir otros quince días con pequeños préstamos, siguiendo los eslabones interminables, los niños, el arriendo, el seguro, el dividendo, la matrícula, la contribución, almacén farmacia, dentista. Siempre hay un préstamo en la vida. El que se acaba de cancelar, el que se pidió, el que se va a pagar, el que se va a pedir. No está despejado el cielo jamás. Es la esclavitud que amarra, reduce la energía. Clava su aguijón para chupar la sangre si es preciso, revuelca la dignidad hasta renegar del instante en que no sólo se aceptó, sino se buscó esta servidumbre. Ahí se marcó para mí indeleblemente el inicio de un empequeñecimiento de las ideas, del impulso, el lenguaje. Vendí mi espontaneidad, iniciativa, percepción, mí vida toda, hasta ser un muñeco mecánico, sin agregado de elemento en la rutina oficinesca y,  sin embargo, quizás algún día tuve alas para volar... El trabajo, el salario, el ambiente, crean el compañerismo que da vueltas en torno al mismo círculo. El de la hilera de días, trabajados repetidamente, en los cuales, no tuvo cabida la deliberación propia ni la elevación espiritual. Frustraciones que producen tumores malignos, como el ansia de destilar veneno con la lengua como arma sutil, contrastando con la bien plantada belleza de Sara Bares que embosca sus dardos maquiavélicamente,  a través de una púdica presencia. O la envidia encarnada rabiosamente  en el delgado cuerpo de Martín Theorat con su meliflua sonrisa a través de los dientes amarillos. Don Rogelio, en compensación, cala hondo en el sentimiento. Lo encuentro en el archivo. El siempre sabe de todo. El más antiguo de los mayordomos, hombre viejo y respetuoso con un enorme afecto a su trabajo. Hoy está envejecido, agobiado. Regresa  a su labor después del fallecimiento de su esposa. Con las romas y huecas frases de circunstancia le expreso mi pesar. Sus ojos están lacrimosos. –Mi compañera- musita.-Cuarenta años, toda una vida juntos. Sí, quedan los hijos pero no es lo mismo. Crecen, forman nido, se van. Llegan nietos, hijos, sobrinos, meten bulla, revuelven todo. Después vuelve el silencio. La casa está fría, vacía. Una vecina me deja comida, barre y se va. No es lo mismo...Trabajo, enfermedades, invierno, la vejez. ¿Ahora dónde está ella, mi compañera?  Le estrecho su mano sin decir nada. Algo queda impregnado en el aire. Algo más allá de juventud o belleza.
            Y no sé por qué  me siento tan desconcertado con Tomás “Paquidermo”, el que atropellara un bus cuando venía en bicicleta. Fue armado y reconstituido durante meses en el Traumatológico y ya casi nos habíamos olvidado de su existir cuando apareció en su puesto, extraño y silencioso como una figura de cartón piedra. Una morena hirsuta, grande y totalmente inexpresiva estampa de conciencia náufraga-Una difusa mezcla de niño hombre agresivo de berrinches y aberraciones. No sé cómo tratarlo, si con rudeza o con cordialidad. De cualquier manera su desconfianza es mortificante. Asimila un solo conocimiento, el de hacer paquetes. Revisa el contenido demasiado lentamente. Cierra la caja, amarra y contempla su labor. A veces demuestra un beatífico estar haciendo nada, mordiendo el silencio cada tarde. El silencio que nos cae a todos desde allá, desde los vitrales decorados con la pía imagen de Francisco de Asís, precursor de los Montes de Piedad. ¿Pero  quién soy yo, Engelberto Romo para sentirme mejor o peor que todos estos seres? ¿Por qué este estado de ánimo soterrado sin el escape de una evasión hacia la fábula? Debajo de la piel pertenezco a esta sociedad que se desplaza en la zozobra, la urgencia y la angustia. ¿Puedo acaso sacudirme de sensaciones que hunden ilusiones y proyectos? Amargo como el rechazo de una madre que implora para cubrir necesidades de siete bocas que le esperan o de los clientes que corren azorados al final del plazo cuando ya la bandera de REMATE ondea al viento. Desenvolverse permanentemente en un clima de conflicto crea una piel áspera que no se acomoda a esta relación lacerante. Me he tornado negligente. Así me atraje la discordia del Jefe quién informó a su superior, éste al mando medio, escalando el confidencial proceso peldaño a peldaño hasta ser llamado a explicar mi conducta ante el Superior Supremo. No apelé ni formulé descargos. Fui despedido. Acabó de golpe mi carrera funcionaria y anonadado y perplejo desconocí el rumbo que tomaría mi existencia y la de los míos. Pero, al salir desligado de los andadores del empleo público, aspiré el nuevo oxígeno. YO HENGELBERTO ROMO ESTOY LIBRE. Tras los muros quedan los esclavos grises, las secas fuentes. Mi mente respira recién inefable limpidez. Hasta el último cabello, mis poros, mis células todas, sienten la nueva atmósfera en que se sumerge mi ser y se va borrando la honda huella de esos caminos de ceniza donde sonámbulamente he transcurrido. Yo Engelberto Romo estoy libre...He sacudido mis cadenas, las he cortado al fin, y sin mirar atrás, corro a saborear la sal y la vida...
            Mi sumisión llevó bajo el triste pecho por veinticinco años los sueños y ensueños de un tañedor de laúd. Integré la comparsa, la mascarada abstracta de todos los otros que quizá también anidan dentro melenas de medusa, flauta de pastor bucólico o marinero de bruma y pipa en fiesta de sueños, música y color, que se cae de las manos tirando de ese carro simple del vivir sin vivir...

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