EL HOMBRE QUE ANDABA EN LAS NUBES
Cuando
aquella persona que pasó a mi lado me preguntó si yo veía un eclipse, sólo
atiné a reír. Reí estruendosamente hasta conseguir que se marchara apresurada.
Por supuesto que no había eclipse, pero yo seguía mirando a lo alto. Descubría
nuevas formas en las nubes, en las bandadas de gaviotas, en las antenas de
televisión. Observé entonces las copas de las palmeras, estaban apiñados los
dátiles en sus racimos. En los cables telefónicos se había posado un gorrión o
quizás un chincol. No tenía mayor importancia, pero una persona conocida se
acercó a saludarme y me hizo la siempre idiota pregunta: - ¿Se le ha perdido
algo? – Nada naturalmente. Así como existen seres que andan permanentemente cabizbajos.
¿Por qué no puede haber el extremo contrario?
Proseguí mi
trayecto. Los balcones destartalados, plomizos, de ventanas oscuras y
misteriosamente cerradas, siempre me intrigan. Huelen a miseria física y de la
otra. ¿Quién puede ser tan mezquino consigo mismo que evite el gratuito
banquete del aire, del sol, la luz?
Mirar el transcurrir de la gente bajo los pies, sentir el cotorreo y la risa
chillona de las mujeres que vuelven del mercado o el suave acento del
chismorreo. Es una fiesta. Hoy las palomas no están en el alero de siempre en
la universidad. Ellas prefieren las ventanas de la Facultad de Filosofía y
Letras. Tienen obstruidas de excrementos los canales de lluvia y las cornisas,
pero no sé si es el color del edificio el que las mimetiza y veo plomizas alas
en vez de las blancas y azulinas pecheras que se enseñorean en la plaza. Hoy
está sombrío. El suelo jamás se mueve, excepto durante los terremotos. Pero el
paisaje mirando hacia lo alto es diferente. Siempre tiene un aire de secreto
movimiento que se permite sutilmente. Cruzo calles, alcanzo metas previamente
por mí establecidas. Hasta donde está el alto edificio amarillo, por ejemplo.
Allí permanentemente parpadea un luminoso letrero, no sé de que...
Los barrios de
cara veinteañera en días luminosos, lucen ahora una oscura y sorda paz. Sombría,
rencorosa y fosca. Me intranquiliza no divisar el gato romano en el balcón del
sexto piso. Al enfilar al centro me coge un decorado farandulesco que hace y
deshace guirnaldas, coloca luces, banderas, lienzos lado a lado, Probablemente
una visita importante, el Jefe del País, quizás. Yo transito mirando hacia arriba
ausente de todo festejo. Policías se distribuyen, se sectorizan, abarcan
manzanas de edificios, los acordonan. Agentes suben a los departamentos,
inspeccionan, averiguan, recelan. Servicios de Seguridad, de Inteligencia,
Escuadrón Secreto. Yo río jocosamente, siento todo gracioso y un detective, supongo
que eso es, me mira ceñudo. Pero yo señalo a lo alto donde una anciana regando
desapercibidamente sus maceteros, ha rociado desde el cuarto piso la cabeza de
un policía.
Desconfío de
esta fanfarria y quiero sólo llegar al hogar. Intento hacerlo, pero debo seguir
por la calle acordonada. Sobrios carros blindados custodian las arterias laterales.
Sueño con mi crepúsculo enlunado sin vallados. Debo ver la alta copa de agua
del nuevo edificio de veinte pisos que
está al final. Río, río, esta vez con otra causa. Donde he creído ver ratas
gigantes, son hombres de movimientos sigilosos vigilando las azoteas. Mi risa
molesta ¿por qué? Va una nube deshaciendo un acordonado blanquecino y es disuelta
por el viento. Mi tranquilidad me hace falta. Llegan vítores aplausos. Aparece
el carro majestuoso. El tumulto me oprime y he perdido el dibujo que estaba siguiendo
en la nube. Un silbido produce algo impresionante. Se hace un silencio, un
alarido que rebota y abre una flor roja como una partida sandía... Y río escandalosamente,
río todo el camino a mi casa, porque yo, y solamente yo, inofensivamente, yo he
sido quien ha visto cerca de las nubes
entreabrirse una pequeñísima ventana y asomar la punta del arma del franco
tirador...
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