domingo, 23 de febrero de 2020

Ascensión Reyes (Cuento)-Chile/Febrero de 32020


ROSTROS PERDIDOS


            Fue como cerrar una pesada cortina, esas de felpa antigua, sujeta a un travesaño grueso con argollones de madera casi pegados a él. Me costó mucho cerrarla, no quería, pero sabía que debía hacerlo para conservar mi salud mental. O bien fue instintivo, ese espíritu de conservación que tenemos los humanos para hacer de la mente algo dúctil y manejable, en algunas ocasiones. No lo sé.

            Lo conocí en casa de amigos comunes. Yo, venía huyendo de mi país, por terminar con un romance que se había prolongado por muchos años, sin un destino aparente. Mi novio era de aquellos hombres que gustan del amor, con quién sea y como sea. Y esa con quién sea, la había sacado de un burdel elegante y había concebido con ella una pequeña, rubia de ojos claros, que al decir de mi novio, era una muñeca y era su hija.
            En este forcejeo de amores, era lógico que yo llevaba las de perder, no podía competir con una niña inocente, aunque su madre hubiese sido una mujer que vendía sus favores. Un día lo decidí y se lo planteé, con la esperanza de que me convenciera de lo contrario, me iría a Nueva York a buscar nuevos horizontes. Recuerdo que no sabía el idioma, era poco dada a realizar labores domésticas y mi edad me jugaba en contra, pero quería recomenzar mi vida a los cuarenta años. Tampoco mi físico estaba para despertar pasiones, pero mi mente era ágil y con mi desparpajo para actuar y hablar, me sentía capaz de conquistar el mundo.

            Ya instalada en este entorno extranjero, traté de comenzar romances en varias ocasiones, pero no tuvieron mayor importancia en mi vida sentimental. Ya mi físico había cambiado, estaba delgada, razón para que se destacaran mis piernas y lo que se adivinaba a través de mi escote. Cuando nos presentaron, creo que ambos nos gustamos a primera vista. El era un tipazo como de mi edad, superaba con mucho mi estatura de un metro sesenta, ojos verdes y un pelo, negro ondeado, que era el marco perfecto para su expresión de bondad que transparentaba su rostro. Quedamos citados para cenar al día siguiente en un lugar exclusivo.
            Siempre me ha gustado cocinar, sobre todo inventar platos donde las salsas y aderezos, dan otro sabor a las carnes y verduras. De tal manera que después de esa primera cena. Lo invité, varias veces a mi piso, a degustar las exquisiteces que salían de mi cocina. Ésto se hizo habitual, hasta aquel fin de semana. A la romántica luz de velas, cenamos y decidimos conocernos íntimamente. Él estaba divorciado de su última mujer - nunca pregunté cuántas había tenido – porque yo también había tenido novios, pero últimamente, sin trascendencia ninguna.
            Esa noche nos conocimos e inmediatamente compatibilizamos, no solamente en nuestras preferencias, sino también en nuestro sentir. Empecé a amarlo apasionadamente, y él decía de mí que había encontrado “la horma de su zapato”, de tal manera que los fines de semana eran nuestros. Dos meses después decidimos vivir juntos. Al año de convivir en un mismo lecho, acompañados por  un grupo de amigos, estábamos dando el sí ante un juez de paz. Se había realizado mi sueño de tener un hombre, ambos conjugando el verbo amar y tratando de disfrutar todo el tiempo que nos dejaban nuestras mutuas obligaciones.

            Estábamos en nuestro cuarto año de matrimonio cuando hubo un sutil cambio en su conducta. Las pasiones habían mermado y nuestras confidencias y conversaciones sobre cualquier tema se habían perdido, transformándose en un monólogo personal, para poder manejar este alejamiento que lo atribuía a la posibilidad que lo hubiese encandilado otra mujer.
Se lo pregunté abiertamente, pero me aseguró que no era ese el caso. Sencillamente estaba pasando por un estado de agotamiento por el excesivo trabajo que estaba absorbiendo, y me aseguró que sus sentimientos siempre estarían conmigo. Ese día nuevamente me convenció que la pasión seguía vigente.

            Sin embargo, esos alejamientos en compañía, nuevamente me empezaron a mortificar. Clarisa, una de mis amigas más cercanas, recién divorciada, fue la receptora de mis confidencias que ya estaban causándome un desmejoramiento físico. Me escuchó pacientemente, y luego dijo que antes de darme consejos o prestarme su hombro para llorar sobre él, me iba a llevar a dar un paseo porque deseaba enseñarme algo. Traté de averiguar el motivo, pero no quiso a decirme nada.
            Subimos a su carro y después de atravesar casi toda la isla de Manhattan, nos dirigimos a un barrio bohemio, donde nada podía causar admiración. Pensé que era para que nos tomáramos algún trago, o una cena, y tener mutuas confidencias. Pero mi amiga iba en silencio, concentrada en el volante. De pronto, detuvo el coche frente a un club, donde entraba y salía mucha gente, de todas las edades, con tenidas formales y otros con trajes estrambóticos que llamaban la atención.
Aparcó el vehículo en las cercanías. En vista de su mutismo, la seguí en silencio y nos dirigimos a la puerta de entrada. Adentro estaba a oscuras, sólo se divisaban unas pequeñas lucecitas que enviaban luminosidad desde el suelo. Al acostumbrarme a este grado de visión empecé a divisar mesas con parejas, conversando, besándose y otros grupos compartiendo al calor de tragos y cigarrillos.

            De pronto Clarisa me dijo: -¡Mira esa mesa y no digas nada! – Estaban dos hombres acariciándose, uno era un jovencito de hermoso rostro y el otro era mi marido

No hay comentarios:

Publicar un comentario