ROSTROS
PERDIDOS
Fue como cerrar una pesada cortina, esas
de felpa antigua, sujeta a un travesaño grueso con argollones de madera casi
pegados a él. Me costó mucho cerrarla, no quería, pero sabía que debía hacerlo
para conservar mi salud mental. O bien fue instintivo, ese espíritu de
conservación que tenemos los humanos para hacer de la mente algo dúctil y
manejable, en algunas ocasiones. No lo sé.
Lo conocí en casa de amigos comunes.
Yo, venía huyendo de mi país, por terminar con un romance que se había
prolongado por muchos años, sin un destino aparente. Mi novio era de aquellos
hombres que gustan del amor, con quién sea y como sea. Y esa con quién sea, la
había sacado de un burdel elegante y había concebido con ella una pequeña,
rubia de ojos claros, que al decir de mi novio, era una muñeca y era su hija.
En este forcejeo de amores, era
lógico que yo llevaba las de perder, no podía competir con una niña inocente,
aunque su madre hubiese sido una mujer que vendía sus favores. Un día lo decidí
y se lo planteé, con la esperanza de que me convenciera de lo contrario, me
iría a Nueva York a buscar nuevos horizontes. Recuerdo que no sabía el idioma,
era poco dada a realizar labores domésticas y mi edad me jugaba en contra, pero
quería recomenzar mi vida a los cuarenta años. Tampoco mi físico estaba para
despertar pasiones, pero mi mente era ágil y con mi desparpajo para actuar y
hablar, me sentía capaz de conquistar el mundo.
Ya instalada en este entorno
extranjero, traté de comenzar romances en varias ocasiones, pero no tuvieron
mayor importancia en mi vida sentimental. Ya mi físico había cambiado, estaba
delgada, razón para que se destacaran mis piernas y lo que se adivinaba a
través de mi escote. Cuando nos presentaron, creo que ambos nos gustamos a primera
vista. El era un tipazo como de mi edad, superaba con mucho mi estatura de un
metro sesenta, ojos verdes y un pelo, negro ondeado, que era el marco perfecto
para su expresión de bondad que transparentaba su rostro. Quedamos citados para
cenar al día siguiente en un lugar exclusivo.
Siempre me ha gustado cocinar, sobre
todo inventar platos donde las salsas y aderezos, dan otro sabor a las carnes y
verduras. De tal manera que después de esa primera cena. Lo invité, varias
veces a mi piso, a degustar las exquisiteces que salían de mi cocina. Ésto se
hizo habitual, hasta aquel fin de semana. A la romántica luz de velas, cenamos
y decidimos conocernos íntimamente. Él estaba divorciado de su última mujer - nunca
pregunté cuántas había tenido – porque yo también había tenido novios, pero últimamente,
sin trascendencia ninguna.
Esa noche nos conocimos e
inmediatamente compatibilizamos, no solamente en nuestras preferencias, sino
también en nuestro sentir. Empecé a amarlo apasionadamente, y él decía de mí
que había encontrado “la horma de su zapato”, de tal manera que los fines de
semana eran nuestros. Dos meses después decidimos vivir juntos. Al año de
convivir en un mismo lecho, acompañados por un grupo de amigos, estábamos dando el sí ante
un juez de paz. Se había realizado mi sueño de tener un hombre, ambos
conjugando el verbo amar y tratando de disfrutar todo el tiempo que nos dejaban
nuestras mutuas obligaciones.
Estábamos en nuestro cuarto año de
matrimonio cuando hubo un sutil cambio en su conducta. Las pasiones habían
mermado y nuestras confidencias y conversaciones sobre cualquier tema se habían
perdido, transformándose en un monólogo personal, para poder manejar este
alejamiento que lo atribuía a la posibilidad que lo hubiese encandilado otra
mujer.
Se lo pregunté
abiertamente, pero me aseguró que no era ese el caso. Sencillamente estaba
pasando por un estado de agotamiento por el excesivo trabajo que estaba absorbiendo,
y me aseguró que sus sentimientos siempre estarían conmigo. Ese día nuevamente
me convenció que la pasión seguía vigente.
Sin embargo, esos alejamientos en
compañía, nuevamente me empezaron a mortificar. Clarisa, una de mis amigas más
cercanas, recién divorciada, fue la receptora de mis confidencias que ya
estaban causándome un desmejoramiento físico. Me escuchó pacientemente, y luego
dijo que antes de darme consejos o prestarme su hombro para llorar sobre él, me
iba a llevar a dar un paseo porque deseaba enseñarme algo. Traté de averiguar
el motivo, pero no quiso a decirme nada.
Subimos a su carro y después de
atravesar casi toda la isla de Manhattan, nos dirigimos a un barrio bohemio,
donde nada podía causar admiración. Pensé que era para que nos tomáramos algún
trago, o una cena, y tener mutuas confidencias. Pero mi amiga iba en silencio, concentrada
en el volante. De pronto, detuvo el coche frente a un club, donde entraba y
salía mucha gente, de todas las edades, con tenidas formales y otros con trajes
estrambóticos que llamaban la atención.
Aparcó
el vehículo en las cercanías. En vista de su mutismo, la seguí en silencio y
nos dirigimos a la puerta de entrada. Adentro estaba a oscuras, sólo se
divisaban unas pequeñas lucecitas que enviaban luminosidad desde el suelo. Al
acostumbrarme a este grado de visión empecé a divisar mesas con parejas,
conversando, besándose y otros grupos compartiendo al calor de tragos y
cigarrillos.
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