Acaso la cosa moldeada dirá
al que la moldeó: ¿Por qué me hiciste
de esta manera. ROMANOS 9:20
Reventaba de calor el día. Apenas
unas horas habían pasado del nuevo año y ya se había establecido todo el
ajetreo cotidiano después de las fiestas. Calor, compras, saludos, visitas.
Ezequiel y su desagradable recuerdo de todo aquello mientras viajaba en el bus
de regreso a su casa desde su trabajo. Vació, física y moralmente.
Celebraciones sin sentido. Tradiciones, rituales, costumbres machacando a
través de los siglos, imprimiéndose en la conciencia. Y una nostalgia flotando
en el espíritu cada Pascua entre los niños gritando alborozados y las mujeres
que dan encontrones de felicidad mientras el permanece distante rumiando algo
indescifrable. Una mezcolanza. Frustración, descariño, soledad interior,
vacuidad... Pitazos, sirenas, cohetes y luces elevándose al cielo cada nuevo
año y llevándose un pedazo de él. Allá esa luz más grande, en colores que se
deshicieron en partículas al ascender hacia el infinito, iban también moléculas
y átomos de su propia existencia. De alguna confusa manera sintió que su
integridad mermaba. Cansancio y desaliento de volver a recomenzar otros trescientos
sesenta y cinco días la misma opaca y fatigante
existencia...Trabajo-comida-casa-familia-sueldo. Divididos en etapas de treinta
días de labor y uno de pago...¡Oh! Falta el remanso, el oasis para encontrarse
con uno mismo, mirarse dentro y reencontrar las sensaciones que alguna vez
brindaron felicidad... ¿Por qué este tiempo que transcurre ahora es el tiempo
del destiempo? ¿Del no encontrarse?...Del pasar saltando de una piedra a otra
sin mirar lo que queda al medio...Una maciza mujer sentada a su lado en el
viaje. Bolso de compras, cartera, dos paquetes, dos revistas, ojos con rimel y
un ingrato olor a sudor. A pesar de la colonia y el desodorante y el aparente aseo. Quizá sólo aparente.
Mucha pintura, poco jabón.
Él decide bajar antes. Varias cuadras
antes. En una pequeña, sombreada y tranquila plaza, en otro barrio, a
descansar. Sobre todo antes de morir
aplastado, apretujado, sancochado y asfixiado en el bus. El tiempo del
destiempo...En vez de caminar rápido hasta su hogar, que estaría esperándolo
con los mismos problemas, él devenía al revés, hacia un solitario espacio
verde, hastiado, incomodado sin saber por qué.
Aislado en un semisueño, un anciano
cabeceando cerca del árbol más grande. En la esquina, una mujer y un niño
sentados comiendo tranquilamente unas frutas. Allá un joven obrero absorto con
la radio portátil, perdido en algún programa de fútbol. Seres y más seres.
Todos diferentes. Distintos, pero iguales. Por alguna razón en su vida se
habían detenido aquí, sólo un instante para seguir el camino hacia su corriente
normal, rutinaria y desconocida. Pronto continuaría hacia su calle, su casa,
familia, mesa, cama, sueño. Por un minuto tal vez, las vidas estaban
suspendidas en esa pequeña plaza a pocos metros de otras calles llenas de ajetreo
y ruidos, separadas por un poco de follaje de la masa laboriosa que cada día se
remece desde sus cimientos y que está enlazada por una razón geográfica.
Ezequiel con su fastidio, cansancio
y deterioro psíquico sentado sin arrestos de heroísmo. Heroísmo para afrontar
ninguna batalla grande y noble. No había ni siquiera enemigos. Sólo la llave
introduciéndose y casi no queriendo entrar. ¡Ah¡ Al fin llegas. Acaba de irse
el maestro que arreglará las cañerías. Necesita los materiales para mañana a
primera hora. Y, ¿No te dije que pasaras a buscar la ropa a la lavandería? ¿Por
qué tienes que olvidar las cosas que se te encargan? ¡No me gigas que
nuevamente te duele la cabeza!... ¿Y no me ves los pies hinchados de tanto
trajinar? Y su madre con la horrible bata de casa desteñida y el pelo de un
color indefinible y los viejos y torcidos zapatos. Pero ¿por qué no se ha
vestido hoy? No he salido, hijo, todo el día detrás de los niños mientras tu
mujer fue a lo de García. Y ven a comer inmediatamente porque no se va a estar
calentando la comida a cada rato. Y Martina, cada día está más flaca y huesuda
como si cada hijo fuese creciendo y esponjando gracias a su piel, sus brazos,
sus dientes y su pelo. Ezequiel, y necesita ropa. Y también arreglarse los
dientes. Y se matriculó en un curso para secretaria, aprovechando las
vacaciones. Un curso rápido, por supuesto. Un cursillo. Y los menores, los dos
estarán haciendo barrabasadas que les serán enumeradas en sus cansados oídos.
¡Ah, no! A esta hora estarás petrificados viendo televisión y al abrir la
puerta no se les producirá ninguna reacción emocional y sólo dirán: ¡Cállate
papá! ¡Esta es la misma que trabajó en la película de anoche! Y en silencio
deberá ir al dormitorio, sacarse la chaqueta y el baño a lavarse las manos en
una aprisionante incomunicabilidad.
El anciano que cabeceaba al último
sol comenzó a despabilarse. A erguirse lentamente. Ezequiel distraído,
admirándose de no haber detallado nunca cuánto movimiento tiene que hacer un
individuo para echar a andar su propia máquina. Solamente así, como en cámara
lenta, se puede observar. El pobre viejo tenía que retrotraer primero a su
propia mente al cuerpo. Recolocar su vacía, errante mirada sobre los objetos,
arbustos, la calle, el cartel de la esquina, el farol, el almacén. Retomar el
significado contencioso de cada cosa. Aspirar el olor diferente cada atardecer.
Clasificar rápidamente los ruidos conocidos. La ambulancia, la frenada de un
delirante conductor, conversaciones de paseantes. Trabajos de construcción, la
aspereza de la piedra y el cemento. Pisadas por la acera del frente. Acá, el
radiotransmisor: ¡
Cuarenta
y cinco minutos del primer tiempo! Equipo impreciso apretado por la marcada
marcación. Abandona la cancha el número ocho. Veremos quien lo reemplaza...El
anciano se levanta desgarbado, evidentemente sin tener un derrotero fijo. El
sucio paquete con diarios viejos. Todo viejo. El vestuario, la piel, el ánimo,
los zapatos... ¡Oh, los zapatos! La suela abierta mostrando unos horribles
largos dedos con negras y aún más largas uñas. Caminaba lentamente como sólo
saben hacerlo los viejos. Algo como lástima imploraba ese andar. Cuántas
durezas tendrían esos pies y quizás cuándo podría cortarse las uñas. Y los
agujereados zapatos que le habrían caído de limosna por ahí y que no tendrían
por qué ser necesariamente de su número. Quizás no era viejo, pero sí dolían
los pies. Bastaba y sobraba para caer derrumbado en cualquier parte con cara de
moribundo. ¿Cuánto cansancio, deterioro, años y estado de ánimo refleja su
andar? Los pies que soportan toda la armazón, el esqueleto, el peso de un
hombre toda su vida... El viejo posiblemente consideró que había avanzado
bastante en su caminar y se volvió a sentar, más cerca esta vez. Ezequiel
vislumbró como inevitable que le pediría una limosna, pero no lo hizo y comenzó
a hurgar su destartalado paquete quizás buscando pan. Tal vez afeitado, bañado
y trajeado, parecería un hombre, y no un derrotado vagabundo.
La mujer con el niño emprendían el
regreso a casa. El joven radioyente escuchaba esta vez, gozoso, una música
estridente. Viviría solo en una pensión donde seguramente se prohíbe hacer
ruido. Y este viejo probablemente no tiene tan siquiera donde echar sus secos
huesos. Menos aún frescas y limpias sábanas... ¡Oh, la cama! Desprestigiada
pero insustituible. Compendio y suma de reposo, abrigo, tranquilidad, sueño,
silencio...Enlazada al ritmo de su propia vida. Nacimiento y muerte. Placer o
agonía... Y un desposeído, un errante de los caminos, sin casa y sin cama. ¿Cómo
será un camino sin una casa o una compañía humana? He aquí un desposeído de
todo lo bueno creado por el hombre. Pero tenía para él, para él solo, un montón
de tiempo para emplearlo como le diera la gana. Podía disfrutar de todo el
oxígeno del parque. Podía guardar la cantidad de sol que deseara absorber su
piel. Podía escoger un diario viejo y solazarse leyendo noticias de hacía diez
años sin que nadie lo apurara. Novedades que fueron hechos notables en el
momento en que se produjeron, hazañas grandiosas o discursos elocuentes y que
formaron un pedacito del peldaño de la historia. Podía volver atrás en el
tiempo, sin estar acelerado por contingencias actuales. Podía preocuparse de
crear cosas y, por lo mismo, no gemiría como niño pequeño perdido en el fragor,
en la barahúnda, el estrépito, el enjambre, el smog, la confusión, opresión de
todas las cosas precisamente creadas por el hombre. He aquí que este misérrimo
está facultado para hacer algo que no a todos está permitido. Escapar al ruido,
chillidos, gritos de chiquillos, usinas, motores, sierras eléctricas. El lujo
de apartarlo cuando lo estime conveniente o desechar lo indeseable, dañoso
residuo, todo ruido proveniente de la mecanización. Jamás sufrirá
neurosensorialmente sin haber conocido
ni en lo más remoto la graduación de los decibeles.
Si tiene un valor este hombre, es
exactamente su limpia neutralidad. Tangencialmente escapado de influencias
ideológicas, económicas, sociales, políticas o filosóficas. Sin interés por
integrarse a decisiones cruciales. Una vida exenta de ambición para mudarse a
otra modalidad de existencia. ¿A qué desafío podía enfrentarse si ya venía de
vuelta, bajando por la cuesta de la vida? ¿Con quién habría de reconciliarse si
no poseía antagonista? Quizá su riqueza potencial como receptáculo de valores
humanos aún estaba intacta, pero marchita. Estaba más cerca del vicio y la
miseria, el deterioro y la derrota. En ese estrato no sería contaminado por la
locura de las palabras. Anonadantes, con el peso de la truculencia: “Necesidades laterales. Explosión
demográfica. Desarrollo a todo nivel. Política expansionista. Protección
dirigida, Economía industrializada”. Palabras. Palabras. Sonidos emitidos
según el lenguaje, el idioma, la raza... Si por un buen lapso no pudieran ser
emitidas y a la vuelta de su periplo se dijeran sólo las suficientes para
remecer desde sus cimientos las conciencias aletargadas, se depuraría el
pensamiento. Se beberían las palabras como el agua recién nacida en la
cordillera. Virgen, límpida, incontaminada. Serían frescas, nuevas, plenas de
vibración y significado. No machacadas ni envilecidas, salpicadas de calumnioso
barro y pérfida mentira.
Este pordiosero con su andariego
destino ha desarrollado otras aptitudes necesarias según las rigurosidades por
las que le haya tocado pasar, creándose una coraza de adiestramiento contra el
hambre, distancia, frío o soledad. Su ambiente no es apto ni seguro, ni
confortable. Sin embargo ahí está. Vivo tumbado al sol como un viejo lagarto.
Ezequiel, mirando desde una nueva
perspectiva, desde una esfera transparente, tratando de encontrar el equilibrio
en las situaciones en que la balanza cae pesadamente a un lado u otro. Con una
inefable sensación de haber dejado discurrir sus conceptos por otros cauces.
El joven operario, la madre con el
niño, el anciano y el mismo son quizá, sin saberlo, integrantes de una
hermandad anónima desprovista de una acción determinante en una corriente de
sensibilidad, pensamiento, comunicación. Errantes entre el cielo, el aire, los
árboles, tal vez fusionados en el instante fugaz para luego dispersarse, por
marchar nuevamente a contratiempo. Afrontar una vez más, ahora casi a
hurtadillas, el rescate de la lucidez entre los vericuetos de loe pequeños
acontecimientos. Algo vivo y misteriosos, difícilmente aprehensible, que en vez
de huida, significa un reencuentro...
Ezequiel retoma el conocido camino a
casa, esta vez con aliviada carga. Con la comprensión más clara de que todas
las puertas caerán... Pero que la de él será la última...
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