sábado, 21 de marzo de 2020

Luis Tulio Siburu-Argentina/Marzo de 2020


UN PUÑADO DE MIGAS

Yo era un pibe de dieciocho años en un sábado cualquiera, cuando transcurría septiembre de 1993. Estaba lluvioso, no tenía un programa firme y la verdad tenía ganas de tirarme en el sillón.
Pasé por el video de la Diagonal Salta en Martínez y a las dos atentas señoras que atendían les pedí que me eligieran algo para disfrutar y entretenerme. Me llevé la cajita roja y blanca con el logotipo del negocio.
Crucé la Plaza 9 de Julio y en la Panadería El Sol pedí una larga baguette rústica, para que me durara las casi dos horas de película, siempre y cuando yo manejara bien la ansiedad de devorarla. No es exagerado, las hacen buenísimas.
Los viejos se habían ido de paseo al campo por lo que nadie me interrumpiría. El sillón de cuero del living me recibió afectuoso y la pantalla se iluminó al recibir la cinta con fantasía, mientras yo leía distraído el resumen en la contratapa: Un ex presidiario que se decanta por la profesión de cocinero al cumplir una condena de dieciocho meses por falsificación de cheques. Ya en libertad, es contratado por el propietario de un bar, donde trabaja una camarera reticente que guardará las distancias, debido a una relación traumática que le influye haciéndole desconfiar de los hombres.
Todo clarito. El actor, simpático y majestuoso. Pero cuando apareció ella todo se transformó en mí. Hermosa, lejana, distante, casi transparente. Esos ojos color zafiro, enmarcados por un cabello matizado de rubio y castaño que caí distraído, me volvieron loco. Mirada mezcla de penetrante e ingenua. Esta mina sabía compartir con un alma solitaria como la mía, su belleza inexpugnable. Era imposible no amarla, su sexualidad arrolladora la convertía en un objeto de deseo.
Para colmo la escena de la florería, con ese beso que va llegando de a poco. Con una enorme flor blanca en el medio se van rozando las narices continuando con los labios y luego todo estalla. Y ese chemisse floreado, simple pero insinuante, que dibuja las formas de su cuerpo y que yo mordisqueo en la baguette.
Y después mamita, se van para la casa, qué cosa de locos, y ya están en la cama, ella ya tiene las piernas abiertas y levantadas…y yo comparto el momento con avidez y excitación pero… el boludo del cocinero se ha olvidado el preservativo, para tristeza de la rubia, quien se baja con frustración el chemisse y se le enturbian los ojos color zafiro…y para mí, como espectador participante, que ya estaba en trance y se me estaba por acabar la baguette.   
Después siguió el fuerte gancho de la historia. El romance con idas y vueltas, con esa magia de dos grandes artistas que convierten a  personajes simples en  muñecos de hombre y  mujer con aura, que se sientan al lado tuyo durante toda la película,  transmitiéndote sus tristezas y alegrías.
Hasta que llegó el The End.
Michelle Pfeiffer (aún hoy te extraño) y Al Pacino (aún hoy te admiro), me dijeron adiós.
Sólo quedó un puñado de migas blancas sobre la parte superior de mi pullover azul.
El domingo devolví rápido a Frankie y Johnny, antes que me cobraran la mora.  

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