UN PUÑADO DE MIGAS
Yo era un pibe
de dieciocho años en un sábado cualquiera, cuando transcurría septiembre de
1993. Estaba lluvioso, no tenía un programa firme y la verdad tenía ganas de
tirarme en el sillón.
Pasé por el
video de la Diagonal Salta en Martínez y a las dos atentas señoras que atendían
les pedí que me eligieran algo para disfrutar y entretenerme. Me llevé la
cajita roja y blanca con el logotipo del negocio.
Crucé la Plaza
9 de Julio y en la Panadería El Sol pedí una larga baguette rústica, para que
me durara las casi dos horas de película, siempre y cuando yo manejara bien la
ansiedad de devorarla. No es exagerado, las hacen buenísimas.
Los viejos se
habían ido de paseo al campo por lo que nadie me interrumpiría. El sillón de
cuero del living me recibió afectuoso y la pantalla se iluminó al recibir la cinta
con fantasía, mientras yo leía distraído el resumen en la contratapa: Un
ex presidiario que se decanta por la profesión de cocinero al cumplir una
condena de dieciocho meses por falsificación de cheques. Ya en libertad, es
contratado por el propietario de un bar, donde trabaja una camarera reticente que guardará las
distancias, debido a una relación traumática que le influye haciéndole
desconfiar de los hombres.
Todo
clarito. El actor, simpático y majestuoso. Pero cuando apareció ella todo se
transformó en mí. Hermosa, lejana, distante, casi transparente. Esos ojos color
zafiro, enmarcados por un cabello matizado de rubio y castaño que caí
distraído, me volvieron loco. Mirada mezcla de penetrante e ingenua. Esta mina
sabía compartir con un alma solitaria como la mía, su belleza inexpugnable. Era
imposible no amarla, su sexualidad arrolladora la convertía en un objeto de
deseo.
Para
colmo la escena de la florería, con ese beso que va llegando de a poco. Con una
enorme flor blanca en el medio se van rozando las narices continuando con los
labios y luego todo estalla. Y ese chemisse floreado, simple pero insinuante,
que dibuja las formas de su cuerpo y que yo mordisqueo en la baguette.
Y
después mamita, se van para la casa, qué cosa de locos, y ya están en la cama,
ella ya tiene las piernas abiertas y levantadas…y yo comparto el momento con
avidez y excitación pero… el boludo del cocinero se ha olvidado el
preservativo, para tristeza de la rubia, quien se baja con frustración el
chemisse y se le enturbian los ojos color zafiro…y para mí, como espectador
participante, que ya estaba en trance y se me estaba por acabar la baguette.
Después siguió
el fuerte gancho de la historia. El romance con idas y vueltas, con esa magia
de dos grandes artistas que convierten a
personajes simples en muñecos de
hombre y mujer con aura, que se sientan
al lado tuyo durante toda la película,
transmitiéndote sus tristezas y alegrías.
Hasta que llegó
el The End.
Michelle
Pfeiffer (aún hoy te extraño) y Al Pacino (aún hoy te admiro), me dijeron
adiós.
Sólo quedó un
puñado de migas blancas sobre la parte superior de mi pullover azul.
El domingo
devolví rápido a Frankie y Johnny, antes que me cobraran la mora.
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