jueves, 20 de agosto de 2020

Graciela Amalfi-Argentina/Agosto de 2020


Renzo, el perro mochilero

    

Renzo anda siempre de acá para allá, y lleva su mochila roja como todos los mochileros: en la espalda. En el barrio de Cata, todos lo conocen: no cualquiera es un perro mochilero. Y además no cualquier perro sabe hablar, y él habla; pero esto no les llama la atención a los chicos, porque Renzo siempre fue un perro distinto. Algunos dicen que se escapó de un laboratorio, que los científicos pudieron hacerlo hablar y le dieron inteligencia.

Mientras viaja, recorre campos de girasoles y maizales. Va por caminos de mariposas de colores que suben y bajan, divirtiéndose. Se baña en los arroyos, y es amigo de los ríos, que le murmuran canciones que sólo Renzo entiende. A veces, el viento le hace cosquillas en el hocico para que él siga caminando y no se duerma. Claro que, de tanto andar y andar, también se cansa. Por ahí se pone a dormir en alguna calesita vacía o en la estación de trenes o debajo de algún árbol con hojas que se sacuden despacio para no despertarlo. Cuando duerme de más, aparecen los grillos y los gorriones, y lo despiertan.
Renzo camina y camina. Le encanta pasear en medio de las rosas o entre el aroma de los limoneros. Lo alegra ver el amarillo de los limones, percibir su olorcito ácido y medio dulce. Y ni que hablar cuando llueve: Renzo se va al parque, para echarse bajo un árbol espeso a mirar la lluvia.

―¿Qué llevás en tu mochila, Renzo? ―le preguntan los chicos.
―Cosas de mochilero ―les dice él, y no les cuenta nada.

Cata y sus amigos también quieren saber qué lleva Renzo en su mochila roja. Ni la abue Lili sabe. Todos imaginan qué podrían encontrar: un par de huesos, una botella con agua, un paquete de galletitas con forma de gatos, un cuchillo, una linterna, un libro sin índices, un mapa de colores. ¡Cuántas cosas cabían en esa mochila tan, tan grande! Lo que sí saben que lleva es una bolsa de dormir, porque bastante sobresale de la mochila.
Un día, cuando la curiosidad los venció, todos los chicos lo rodearon:

―¡Que abra la mochila! ¡Queremos ver!

Renzo no habló: ladró enojado, y los chicos dejaron de preguntarle.
Pero hasta los otros perros querían saber qué llevaba ahí adentro. Ni el perrito de Cata, que es tan simpático, pudo convencerlo de que le contara lo que llevaba de aquí para allá.
A uno de los chicos ―uno de esos chicos traviesos que nunca faltan― se le ocurrió que él y los de su banda podrían robarle la mochila a Renzo.

―No ―dijo Cata―, eso es ser tramposo: hay que averiguar qué lleva Renzo en la mochila, pero sin hacerle daño.
Y, cuando cata dijo eso, ellos se le rieron en la cara.
Y un viernes frío y que llovía mucho ―no había gente en el parque―, los tres malos se acercaron a Renzo, que estaba echado bajo su árbol. A él le pareció que querían hablarle, pero en lugar de eso, le robaron la mochila.
Con la mochila a la rastra, los tres salieron corriendo. Renzo se paró y empezó a correrlos.
Como llovía mucho se empapaba todo.

―¡Mi mochila! ¡Devuélvanmela, malvados cachorros de gente!

Los tres chicos malos se metieron en la casa de uno de ellos, que vivía enfrente del parque, y el pobre Renzo se quedó ladrando en la vereda. Seguía lloviendo.
 Él estaba muy triste sin su mochila. A su edad, arrugado de tanto empape y con las orejotas chorreando, se sintió un verdadero perrito abandonado.
La gente pasaba apurada con sus paraguas. Veían a Renzo, pero no lo reconocían sin su mochila. Nadie tenía tiempo de pararse a mirar qué le pasaba a un pobre perro empapado que ladraba de desesperación. Las orejotas se le alargaron más todavía con tanta agua.
Aunque llovía mucho, Cata había ido a la clase de danza. Con su piloto azul, las botas nuevas y agarrada bien fuerte de la mano de la abue Lili, caminaba saltando los charcos. De repente se chocó con un perro todo mojado: ¡Renzo!

―¿Qué hacés todo mojado, Renzo? ¿Y la mochi?

―Se salieron con la suya ―ladró el perro mirando hacia la ventana de la casa de esos tres chicos ladrones.

―Se salieron con la suya ―repitió la abue―, pero ya verán.
Tocó el timbre de la casa. Cuando la madre del chico que vivía ahí entendió todo, retó a su hijo y a sus dos amigos, y le devolvió la mochila a la abue Lili. La mochila era un montón de tela mojada y tenía el cierre abierto.

―Pobrecito Renzo ―dijo Cata―, acá está tu mochi. ―Y acarició a Renzo, que se puso todo colorado; bueno, es una manera de decir: el pelo siguió siendo marrón.

―Qué caricias más dulces ―le dijo a Cata.

Renzo no aceptó la invitación de la abue y de Cata para ir a pasar la noche a su casa.

―Gracias ―les dijo―. Tengo que irme.
Salió corriendo con la mochila a cuestas. Cata se la había cerrado para que no perdiera nada. De puro respetuosa, había hecho esfuerzos para no mirar qué llevaba ahí ese perro prodigio.

Dos días después salió el sol, y el pasto del parque no tardó en secarse. Cata y sus amigos le contaron a Melquíades lo que había pasado. Melquíades era un señor que todos los días recorría el parque: trabajaba de eso. Pero, en los días de lluvia, descansaba. Les dijo que tenían que organizar una reunión con la otra gente del barrio.
A los pocos días, gracias a la página de Facebook que abrió Cata, pudo armarse una gran reunión con todos los chicos y los abuelos y los papás. No faltaba nadie: Melquíades, el policía de la esquina, las maestras, el quiosquero, y también muchos animalitos: perros, gatos, gorriones, mariposas, canarios jilgueros.
La abue Lili hizo de secretaria de Melquíades. Cata y dos compañeros del colegio, de ayudantes.

El juicio fue como debe ser: bien cortito y bien justo. Y, aunque los tres chicos malos parecían arrepentidos ―tenían bien cerca al policía―, se decidió que durante un mes tendrían que ayudar a Melquíades a juntar toda la caca de los perros del barrio. Porque, como todos sabemos, hay gente grande que no levanta la caca de sus perros con una pala y una bolsita.

La abue, Cata y sus amigos, los papás, las maestras, el policía y el quiosquero, aplaudieron cuando Melquíades leyó tal sentencia. Los perros ladraban de alegría, los gatos maullaban y movían sus bigotes, los canarios y los jilgueros cantaban desde arriba de los árboles. Los gorriones saltaban de rama en rama, y las hojas de las plantas aplaudían a su manera ―el viento las ayudaba.

Los tres chicos traviesos empezaron a juntar caca y más caca. Al levantarla con las palitas que les dieron ―bien angostas, cosa de que no se la lleven de arriba tan fácil―, fruncían la nariz, y por la garganta les corría una cosquillita de asco.

―Ey, vengan ―les dijo Renzo a los participantes del juicio―: estoy tan contento, que les voy a mostrar lo que llevo de aquí para allá en mi mochila roja.

 Cata, la abue Lili, los otros chicos, el policía, y por supuesto Melquíades abrieron bien grande sus ojos para no perderse nada. Ahí estaban todos: los gatos, los perros, las mariposas, los canarios y los jilgueros que rodeaban a Renzo.

Él abrió la mochila y desparramó por el pasto sus pertenencias: un avión azul, un paquete con huesos de colores, una trompeta dorada, un mapa con muchas calles y plazas, tres libros ―Amaneceres y dos de historias de cachorros―, unas fotos de cuando era chiquito y algunos pétalos secos ―se dice que una perra novia que tuvo le regaló una rosa―. Ah, y también un limón bien amarillo y de jugosa apariencia: largaba un aroma que entraba bien hondo en la nariz.

Ahora los chicos de aquel barrio saben lo que lleva el perro mochilero: Renzo no tendrá que escuchar más sus preguntas. Solucionado el enigma, todos volvieron a reírse de los tres chicos: seguían juntando caca con sus palitas en miniatura, que más parecían cucharitas de helado.

―¡Lo tienen bien merecido! ―dijo Cata.

―¡Guauuu…guauuu! ―dijo Renzo con ladridos de risa―. ¡Qué chicos tan aplicados!


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