Renzo,
el perro mochilero
Renzo
anda siempre de acá para allá, y lleva su mochila roja como todos los
mochileros: en la espalda. En el barrio de Cata, todos lo conocen: no
cualquiera es un perro mochilero. Y además no cualquier perro sabe hablar, y él
habla; pero esto no les llama la atención a los chicos, porque Renzo siempre
fue un perro distinto. Algunos dicen que se escapó de un laboratorio, que los
científicos pudieron hacerlo hablar y le dieron inteligencia.
Mientras
viaja, recorre campos de girasoles y maizales. Va por caminos de mariposas de
colores que suben y bajan, divirtiéndose. Se baña en los arroyos, y es amigo de
los ríos, que le murmuran canciones que sólo Renzo entiende. A veces, el viento
le hace cosquillas en el hocico para que él siga caminando y no se duerma.
Claro que, de tanto andar y andar, también se cansa. Por ahí se pone a dormir
en alguna calesita vacía o en la estación de trenes o debajo de algún árbol con
hojas que se sacuden despacio para no despertarlo. Cuando duerme de más,
aparecen los grillos y los gorriones, y lo despiertan.
Renzo
camina y camina. Le encanta pasear en medio de las rosas o entre el aroma de
los limoneros. Lo alegra ver el amarillo de los limones, percibir su olorcito
ácido y medio dulce. Y ni que hablar cuando llueve: Renzo se va al parque, para
echarse bajo un árbol espeso a mirar la lluvia.
―¿Qué
llevás en tu mochila, Renzo? ―le preguntan los chicos.
―Cosas
de mochilero ―les dice él, y no les cuenta nada.
Cata
y sus amigos también quieren saber qué lleva Renzo en su mochila roja. Ni la
abue Lili sabe. Todos imaginan qué podrían encontrar: un par de huesos, una
botella con agua, un paquete de galletitas con forma de gatos, un cuchillo, una
linterna, un libro sin índices, un mapa de colores. ¡Cuántas cosas cabían en
esa mochila tan, tan grande! Lo que sí saben que lleva es una bolsa de dormir, porque
bastante sobresale de la mochila.
Un
día, cuando la curiosidad los venció, todos los chicos lo rodearon:
―¡Que
abra la mochila! ¡Queremos ver!
Renzo
no habló: ladró enojado, y los chicos dejaron de preguntarle.
Pero
hasta los otros perros querían saber qué llevaba ahí adentro. Ni el perrito de
Cata, que es tan simpático, pudo convencerlo de que le contara lo que llevaba
de aquí para allá.
A
uno de los chicos ―uno de esos chicos traviesos que nunca faltan― se le ocurrió
que él y los de su banda podrían robarle la mochila a Renzo.
―No
―dijo Cata―, eso es ser tramposo: hay que averiguar qué lleva Renzo en la mochila,
pero sin hacerle daño.
Y,
cuando cata dijo eso, ellos se le rieron en la cara.
Y
un viernes frío y que llovía mucho ―no había gente en el parque―, los tres
malos se acercaron a Renzo, que estaba echado bajo su árbol. A él le pareció
que querían hablarle, pero en lugar de eso, le robaron la mochila.
Con
la mochila a la rastra, los tres salieron corriendo. Renzo se paró y empezó a
correrlos.
Como
llovía mucho se empapaba todo.
―¡Mi mochila!
¡Devuélvanmela, malvados cachorros de gente!
Los
tres chicos malos se metieron en la casa de uno de ellos, que vivía enfrente
del parque, y el pobre Renzo se quedó ladrando en la vereda. Seguía lloviendo.
Él estaba muy triste sin su mochila. A su
edad, arrugado de tanto empape y con las orejotas chorreando, se sintió un
verdadero perrito abandonado.
La
gente pasaba apurada con sus paraguas. Veían a Renzo, pero no lo reconocían sin
su mochila. Nadie tenía tiempo de pararse a mirar qué le pasaba a un pobre
perro empapado que ladraba de desesperación. Las orejotas se le alargaron más
todavía con tanta agua.
Aunque
llovía mucho, Cata había ido a la clase de danza. Con su piloto azul, las botas
nuevas y agarrada bien fuerte de la mano de la abue Lili, caminaba saltando los
charcos. De repente se chocó con un perro todo mojado: ¡Renzo!
―¿Qué
hacés todo mojado, Renzo? ¿Y la mochi?
―Se
salieron con la suya ―ladró el perro mirando hacia la ventana de la casa de
esos tres chicos ladrones.
―Se
salieron con la suya ―repitió la abue―, pero ya verán.
Tocó
el timbre de la casa. Cuando la madre del chico que vivía ahí entendió todo,
retó a su hijo y a sus dos amigos, y le devolvió la mochila a la abue Lili. La
mochila era un montón de tela mojada y tenía el cierre abierto.
―Pobrecito
Renzo ―dijo Cata―, acá está tu mochi. ―Y acarició a Renzo, que se puso todo
colorado; bueno, es una manera de decir: el pelo siguió siendo marrón.
―Qué caricias
más dulces ―le dijo a Cata.
Renzo
no aceptó la invitación de la abue y de Cata para ir a pasar la noche a su
casa.
―Gracias
―les dijo―. Tengo que irme.
Salió
corriendo con la mochila a cuestas. Cata se la había cerrado para que no
perdiera nada. De puro respetuosa, había hecho esfuerzos para no mirar qué
llevaba ahí ese perro prodigio.
Dos
días después salió el sol, y el pasto del parque no tardó en secarse. Cata y
sus amigos le contaron a Melquíades lo que había pasado. Melquíades era un
señor que todos los días recorría el parque: trabajaba de eso. Pero, en los
días de lluvia, descansaba. Les dijo que tenían que organizar una reunión con
la otra gente del barrio.
A
los pocos días, gracias a la página de Facebook que abrió Cata, pudo armarse
una gran reunión con todos los chicos y los abuelos y los papás. No faltaba
nadie: Melquíades, el policía de la esquina, las maestras, el quiosquero, y
también muchos animalitos: perros, gatos, gorriones, mariposas, canarios
jilgueros.
La
abue Lili hizo de secretaria de Melquíades. Cata y dos compañeros del colegio,
de ayudantes.
El
juicio fue como debe ser: bien cortito y bien justo. Y, aunque los tres chicos
malos parecían arrepentidos ―tenían bien cerca al policía―, se decidió que
durante un mes tendrían que ayudar a Melquíades a juntar toda la caca de los
perros del barrio. Porque, como todos sabemos, hay gente grande que no levanta
la caca de sus perros con una pala y una bolsita.
La
abue, Cata y sus amigos, los papás, las maestras, el policía y el quiosquero,
aplaudieron cuando Melquíades leyó tal sentencia. Los perros ladraban de
alegría, los gatos maullaban y movían sus bigotes, los canarios y los jilgueros
cantaban desde arriba de los árboles. Los gorriones saltaban de rama en rama, y
las hojas de las plantas aplaudían a su manera ―el viento las ayudaba.
Los
tres chicos traviesos empezaron a juntar caca y más caca. Al levantarla con las
palitas que les dieron ―bien angostas, cosa de que no se la lleven de arriba
tan fácil―, fruncían la nariz, y por la garganta les corría una cosquillita de
asco.
―Ey,
vengan ―les dijo Renzo a los participantes del juicio―: estoy tan contento, que
les voy a mostrar lo que llevo de aquí para allá en mi mochila roja.
Cata, la abue Lili, los otros chicos, el
policía, y por supuesto Melquíades abrieron bien grande sus ojos para no
perderse nada. Ahí estaban todos: los gatos, los perros, las mariposas, los
canarios y los jilgueros que rodeaban a Renzo.
Él
abrió la mochila y desparramó por el pasto sus pertenencias: un avión azul, un
paquete con huesos de colores, una trompeta dorada, un mapa con muchas calles y
plazas, tres libros ―Amaneceres y dos
de historias de cachorros―, unas fotos de cuando era chiquito y algunos pétalos
secos ―se dice que una perra novia que tuvo le regaló una rosa―. Ah, y también
un limón bien amarillo y de jugosa apariencia: largaba un aroma que entraba
bien hondo en la nariz.
Ahora
los chicos de aquel barrio saben lo que lleva el perro mochilero: Renzo no
tendrá que escuchar más sus preguntas. Solucionado el enigma, todos volvieron a
reírse de los tres chicos: seguían juntando caca con sus palitas en miniatura,
que más parecían cucharitas de helado.
―¡Lo
tienen bien merecido! ―dijo Cata.
―¡Guauuu…guauuu! ―dijo Renzo con ladridos
de risa―. ¡Qué chicos tan aplicados!
Me encanta,este cuento.Genial! soy Mercdes
ResponderEliminarPrecioso, el cuento, me encanto. Soy Laura
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