ORACIÓN A LA DAMA PÁLIDA
Sentada en un sillón de mimbre, ella espera.
Al revés de lo que todos creen, no tiene por rostro una calavera ni viste un tétrico manto encapuchado. Yo sé, la he vislumbrado, que es una indecisa mujer pálida, con modales refinados y silencio de llovizna. Es una dama blanca; a veces, más que de costumbre, quizás cuando tiene que llamar a alguien que no cumplió sus sueños todavía.
Dama pálida
de ropaje oscuro.
Yo sé que es tu destino
cosechar las espigas.
Al revés de lo que todos creen, no trae una guadaña entre sus manos, sino una de las flores que prefiere el elegido: blancas, para unos; azules, para otros; rojas, para aquéllos; amarillas, para mí. Ella sabe que amo las flores amarillas y me prometió, para ese último instante, la sutil delicadeza del narciso. También sabe que, a diferencia de él, soy temerosa, pero que al narciso me parezco al doblar mi cabeza hacia la tierra. Mi silueta y la suya se asemejan. Los dos nos inclinamos, pero él se admira en su belleza y yo me escondo en mi vergüenza.
Dama pálida,
no sé cuándo decides
que el trigo está maduro,
pero hace tiempo te pedí: espera un poco más.
Y te hiciste mi amiga en este camino.
Al revés de lo que todos creen, no es malvada. No le agrada su trabajo, pero sabe que si no es ella otra tomará su lugar.
Dama pálida,
tú eres eterna.
Puedes ser paciente.
Sabes que al final
te seguiremos todos.
Por eso te pedí:
espera un poco más.
Y oíste mi pedido.
Y te hiciste mi amiga.
Otra sí tendría las manos de esqueleto, la hoz bien afilada y una calavera debajo del manto negro encapuchado.
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