EL BARCO QUE JAMÁS SALIÓ DEL PUERTO
Bolivia. Santa Cruz de la Sierra. Era una niña morocha de 14 años. El viejo ex colectivo paró frente a casa, con las ventanillas pintadas y sin asientos, para ocultar el interior. Me subieron sin decirme adónde iba. Mis padres, con nueve hijos, ni se dieron cuenta que faltaba uno.
En el interior me encontré con veinte chicas más, casi todas de mi edad. Solo paramos para nuestras necesidades. Adentro del colectivo había sándwiches y bebidas para un largo recorrido.
Llegamos al barrio porteño de Barracas. Me enteré por lo que dijo el chofer.
Bajamos de noche, a escondidas, directo a un sótano de un viejo inquilinato, lleno de mesas y máquinas de coser, con telas multicolores desparramadas por todos lados. Y a un costado colchonetas.
A la mañana siguiente nos dimos cuenta de qué se trataba. Seríamos costureras de veinticuatro horas, para un capanga de ojos rasgados que comercializaba las prendas terminadas a bajo precio, porque el costo de mano de obra no existía, ya que no pagaba salario.
Comíamos prácticamente lo mismo todos los días, arroz, polenta, arroz, polenta, y alguna que otra fruta. Y eso sí, mucho, mucho pan y agua. No había fines de semana libres. Era una tumba llena de ruido ensordecedor de máquinas cosiendo, con una débil luz que entraba por unas pequeñas y altas ventanas y una sola puerta siempre vigilada por un hombre que rotaba cada doce horas con otro.
Así pasé cuatro años, incluyendo el día de mis 15 años que no pude festejar con mi familia, que inútilmente trató de ubicarme, hasta que se cansaron y me dieron por desaparecida.
Un día me agoté y tomé una determinación, aun a costa de mi virginidad. Como no era tan mal parecida, me fui conquistando de a poco, con miradas y sonrisas, a uno de los guardias, el que estaba generalmente como nocturno.
Así fue que una medianoche, cuando todos dormían, lo invité a mi colchoneta e hicimos el amor con todo mi asco. Quedó agotado y semidormido. Le saqué las llaves, abrí la puerta y empecé a correr.
Era la madrugada. Corrí con todas mis ganas, aun sin conocer la ciudad. Apunté hacia la salida del sol, no sé por qué, quizás porque me parecía un símbolo de libertad.
Llegué a una amplia avenida con hermosos edificios, al borde de un canal. Allí encontré a un uniformado que me dijo que era de la Prefectura. Me llevó hasta la cabina de guardia y me dio un café con leche con galletitas, y me dijo que descansara un rato hasta la mañana, que él terminaba su turno e iríamos a dar un paseo.
Era un domingo soleado. Para mí todo era felicidad, al menos en ese momento.
Me llevó a conocer la fragata museo Presidente Sarmiento, que está anclada permanentemente en ese barrio que me dijo se llamaba Puerto Madero.
Observé en la recorrida fotos de viajes por todo el mundo. Rostros sonrientes en ciudades desconocidas. Frente a mí vi pasar la vida disfrutada, libres, con amigos. Y en ese lugar me puse triste.
Le dije que quería estar sola en la proa, junto a la banderita que ondeaba.
Y entonces hice la comparación entre la historia alegre de la tripulación de la fragata y mi vida. Me sentí como un barco que jamás salió del puerto. Que nació a la juventud encerrada en un sótano mugriento y carcelario. Que no vio el mar, la música de las olas, las gaviotas volando libres, el mundo flotando a su alrededor.
Y me zambullí en las oscuras aguas del canal. Nadie me vio, de la misma manera que nadie me había querido durante los últimos cuatro años. Como no sabía nadar me fui hundiendo lentamente mientras pedía perdón a mis lejanos padres y agradecía mentalmente al cercano prefecto que me dio un rato de esparcimiento luego de tanto sufrir.
Seguramente Dios me esperaba para soltar mi ancla y hacerme navegar por lugares brillantes del Paraíso. Salir del puerto de donde nunca había partido.
De la esclavitud a la libertad
ResponderEliminarDe la esclavitud ,a la libertad.zulma
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