miércoles, 21 de septiembre de 2022

Fernanda Iñarrairaegui-Argentina/Septiembre de 2022


 

Desde la camilla podía ver un espejo.

Se veía raro. ¿Qué tenía de raro?

Era un espejo grande, del mismo tamaño que la puerta que estaba en la otra pared. Sin marco, sin manchas, sin marcas ni roturas, no estaba iluminado, pero se veía con claridad.

Reflejaba la abertura de la puerta, pero no sé veía en realidad la puerta gris que descansaba al otro lado de ella.

Se veían las lucecitas del pasillo titilando como estrellas en esa noche larga y oscura desde el marco de ambas aberturas.

La pequeña palmera que crecía en el rincón, se veía como un helecho en el reflejo, el delantal que colgaba de un clavo junto a la puerta, en cambio, se veía igual de un lado y del otro.

El reflejo del piso de pinotea era más oscuro, cómo que la luz no llegara a pasar hacía ese lado.

De pronto, un muchacho de pasos enérgicos, haciendo temblar el piso, caminó hacia el espejo muy decidido y pasó a través de él, desapareciendo.

Le pregunté a la tatuadora por su amigo.

Dijo que era el dueño de casa, que entraba y salía todo el tiempo a través del espejo. Cazaba imágenes que se habían caído del otro lado cuando la casa estaba habitada por sus abuelos alquimistas y quería recuperar esos recuerdos para sus futuros descendientes.

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