miércoles, 14 de diciembre de 2022

Rolando Revagliatti, Entrevista-Argentina/Diciembre 2022


 


Yamila Greco: sus respuestas y poemas

 

Entrevista realizada por Rolando Revagliatti

 

 

Yamila Greco nació el 29 de agosto de 1979 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina. Sus poemarios “Sobrevivir es una curvatura” (Casa Litterae Editores) y “Respirar puede ser un fracaso” (con prólogo de Daniel Rojas Pachas, Editorial Cinosargo, 2009) fueron publicados en Chile y en soporte electrónico. Ha sido incluida en las antologías “Niños que se tragan la luna” (selección de José Antonio Castillo Riaño y prólogo de Benjamín Valdivia, El Cálamo Editorial, México, 2009), “Cadáver en mano” (Visceralia Ediciones, Chile) y “Verso a verso” (selección y prólogo de César Melis, Editorial Dunken, 2008). Poemas suyos han sido traducidos al italiano, inglés y catalán. Para la revista-e mexicana “Círculo de Poesía” efectuó en 2009 la selección de poemas para “Breve muestra de poesía argentina actual”. Además de haber colaborado en numerosas plataformas de Internet, lo hizo en diarios y revistas de soporte papel: “La Gualdra” (suplemento cultural del periódico “La Jornada Zacatecas”), “Casa del Tiempo” (México); “Fanzine Formidable”, “El Invisible Anillo”, “Nayagua”, “Pélago” (España); “Avatares” (Colombia); “Lilith” (Argentina), etc.

 

 

 

          1 — Van títulos, Yamila: tu infancia.

 

          YG — Mi infancia se encuentra plagada de presentimientos, recuerdos internos, temblores de lo que habría de ser. Hoy puedo decir, el encuentro con el futuro, anticipado en cada una de las sensaciones que por entonces no tenían voz. Fui una niña emocionalmente desbordante y sumamente intuitiva; podía entrever más allá de las formas, captaba las sensaciones ajenas como una certeza. La separación entre el decir y el ser nunca me fue extraña, afectándome profundamente; lo que vivía allá afuera era tan real como lo que la apariencia constantemente desmentía. Hoy, cuando evoco episodios de mi infancia, vuelta en el tiempo y convertida, me resigno en el vano ejercicio de agudizar la mirada, con el fin, aunque impuro, de salvar a la niña, para salvar a la adulta, para salvarme a mí. En esos momentos, cuando noto que nada alcanza, porque incluso ahí, el cansancio ya se sentía, comprendo que mi niñez fue una preparación, un presagio. Me veo, sola y fría, callada, aunque extrema en lo visible tan pequeña, pero grande, reconociendo todo en todos. Así era mi mundo, explosivo y no advertido. De este modo, crecí, de esta forma soy. Pienso en mis padres y en su angustia por mi silencio. Aunque lo intente, jamás podría explicar con suficiencia el temblor natural ante mí misma, el corazón instaurando en mí su deseo de posesión, esperando por algo que, ahora sé, nunca llegaría.

          Transformaba los espacios en sitios insólitos; intentaba reflejar todo aquel bullicio interno, no solo quería percibirlo, sino adaptarle un rostro, palparlo. Esa partición, me empujaba al borde, a lo excesivo. Era aficionada a disfrazarme. Salía así a tocar a la puerta de los vecinos. Ellos me recibían y yo, calcando sus formas, los llamaba por su nombre y les inventaba historias terribles. Jamás me reía, seguía el relato hasta que finalmente el hartazgo los obligaba a expulsarme. Imitaba a mis familiares, de una manera tal vez cruel. Los recreaba para vengarme de su silencio. En una ocasión, tomé la agenda de mi madre, llamé uno por uno a todos sus contactos y les dije que ella había fallecido. Era mi estilo de constatar el más allá, de acortar las distancias. Esa sensación, existente, pero invisible, es la fuerza que creó mi vida. Lo que no tiene lugar, lo que no se dice. Lo que se dice, pero no se entiende, lo inexistente bajo el techo de este mundo. La voluntad de definir el otro lado, sin luz que lo atestigüe, y, de acá, las voces que lo deforman. Encuentro en estas huellas, lo que yo creo es el alma. Muchas veces descubrirla o percibirla es sinónimo de aislamiento, de soledad. Lo cierto es que la esperanza es la consecuencia de esta antigua pureza donde la infancia representa la lucidez. Observo mi miedo, que es el suyo, y me recuerdo con la confianza que otorga saber que hay una persona viva.

 

 

          2 — Recuerdos / Niñez.

 

          YG — Si bien tengo dos hermanas, soy hija única de mis padres y me crié como tal, rodeada de mayores. Me gustaban los libros, los papeles y, sobre todo, el aroma a tinta. Trazaba garabatos con el mismo afán que si estuviera escribiendo un poema; yo era chiquita, pero aquel impulso de mi mano anticipando borrones quedó grabado para siempre en mi memoria; eran palabras sin serlas, ése era mi lenguaje: incomprensible para los demás, pero clarísimo para mí.

          Vivía rodeada de juguetes. Una tarde volví de la escuela y el cuarto estaba vacío. Habían llevado todo a casa de mis abuelos paternos. Intentaron convencerme de que yo había crecido. Tenía siete años. Esa pequeña introducción a la pérdida me marcó: me veo, triste y desamparada, tomando, obligada, una consciencia cada vez mayor y contemplo a mis padres, ignorando la fuerza extrema de mi sufrimiento, sonriendo y arrebatando parte de mi inocencia mientras yo gemía, abatida por la realidad. Me senté en la cama y no pude llorar, me ahogaba, la angustia permanecía inmóvil, atascada en la garganta, como si me quisiera enseñar, como si necesitara que yo sepa que el dolor no había nacido para ser tragado. Lo que vendría se encargaría de confirmarlo.

          El sótano de mi abuelo era uno de los sitios prohibidos por mi corazón, sentía pánico cada vez que aquella puerta se abría y alguien desaparecía, en ese pozo oscuro y, aparentemente, sin fondo, al que ahora me tenía que enfrentar. No me di por vencida, el sentimiento me empujaba, estaba decidida a rescatar aquellos juguetes que, para mí, tenían alma y me llamaban. Los asumía solos, abandonados, la revelación de mis sentimientos volcados en el plástico. Era la hora de levantar la mirada. Bajé las escaleras conteniendo la respiración, la retuve mientras observaba aquellos pedazos de mi infancia extraídos y habitando en tierra ajena. Era como un retorno, mi cuarto en otro lugar, el mismo, pero bajo un manto, desterrado. No era mía la decisión y no lo logré. Me sacaron incompleta, fragmentada. Yo misma era parte de mi pasado, sin regreso ni reunión aparente. En ese instante supe que todo aquello era un símbolo, la coincidencia entre dos estados cuya incógnita se daba en el cuerpo. No sabría definirlo, pero en aquel momento, para mí fatal, surgió la necesidad del lenguaje, por primera vez, como figura manifestante de ese reencuentro.

 

 

          3 — La noche.

 

          YG — Mis padres eran nocturnos. Estar levantados hasta pasada la madrugada era para nosotros particular motivo de alegría. Salíamos a pasear en coche, ellos se sentaban en algún bar y yo, en el medio, desbordante de felicidad. Al regresar, comíamos y luego mirábamos una película. Eran momentos maravillosos, donde nada podía entristecerme. Por ello, la noche es, para mí, esperanza y posibilidad, la inclusión de la palabra en todo lo olvidado, compañía y futuro luminoso, lapso de paz; en sus sombras habita esa promesa. Ofrece, además, un límite indestructible, el espacio donde nadie puede entrar ni quebrarme la voz. Así la recibo, así la padezco. Cuando la luz cae, yo revivo. Como un pasaje mágico, mi ánimo cambia, los ojos, la expresión. No logro concentrarme en nada ni en nadie durante el día, me es imposible mantenerme realmente despierta; mis almuerzos son caóticos y la cena es, para mí, sagrada, en la que no hay más que lugar para el gozo. No cierro los ojos hasta llegada la mañana. Vivo de noche y nunca me alcanza. Este amparo, el mundo en todos sus ofrecimientos, hacen de esas horas, el tiempo donde todo es posible.

          Es extremadamente difícil vivir así, confuso. Cargo con una tristeza tan marcada que me invade aún en aquellos momentos donde debería intentar ser feliz. Descreo de lo que veo y me aferro a lo que siento, tal cual el alma lo establece, sin comprobación y sin posibilidad de obtener empatía alguna. El desamor es el margen que constituye mi vida. Irónicamente, ofrezco a cambio lo contrario y es tanto el desorden que se presenta a mi alrededor que nadie puede soportarme. En consecuencia: el abandono, sincero como una sombra y, asimismo, como un peso superior a mi cuerpo. Con él debo caminar, sin descanso ni sitio que me reconforte. He tenido que respirar bajo este aire envenenado tanto tiempo ya, que muchas veces me encuentro entumecida. Cuando tenía veinte años, quizás, la amargura se disipaba, porque creí tener toda la vida por delante. Hoy, indeciblemente más cansada, cambié mi aspecto por una especie de resignación que ni yo misma tolero.

          La sumisión no encaja con mis huesos, pero me demoro tanto en mi interior que últimamente me encuentro cayendo a los pies de cualquier derrota. Fui indestructible, creí serlo, sin notar que, en cada batalla, en cada imposición, se resquebrajaba un poco más mi alma. Carezco de ansias, de soluciones. Rechazo todo, yo incluida. Es como si yo misma me hubiera enterrado. Si me preguntaran cuál es mi forma o proyecto, no sabría responder. Hace algunos, pocos años, hubiera dicho el cine. Hoy tampoco hallo esperanza en eso. Con respecto a la poesía, intuyo firmemente que me ha dejado más sola de lo que puedo resistir. Existe una especie de contradicción, de fatalidad, en cada página que leo; allí reside el fin de toda incomprensión, haciéndose carne la esperanza y, sin embargo, cuando salgo al mundo y me encuentro encerrada en un espacio aberrante, habitado por la premeditación, su figura retorna doble, más dolorosa. Los años pasan y el fin nunca llega, entonces me miro al espejo y descubro que tampoco estoy viva; que el tiempo, haga lo que haga, no coincide. No es más que la fugacidad convertida en consciencia, una aproximación con anhelo de final que me inquieta y me consume.

          Pienso mucho en la muerte, casi constantemente, la deseo y le temo. Le tengo terror a la muerte de mi perro, y sé que mientras él exista, la mía no tiene ninguna posibilidad. Así son mis días, poco divertidos. No tengo contacto con casi nadie, ni siquiera por internet. No presento ningún interés por eso ni por nada. Seguramente muchos profesionales dirían que padezco esto o aquello, que podría componerse, que tengo solución. Sé que eso no va a suceder y tampoco quiero aplacarlo.

 

 

          4 — Hogar / Cine.

 

          YG — Nuestro hogar estaba repleto de libros y películas. Visitábamos librerías y, sobre todo, ciertos escaparates nocturnos donde encontrábamos revistas antiguas y libros usados que aún son mi fascinación. También íbamos al cine, costumbre que perdí, ya que no me gustan las multitudes y me cuesta muchísimo mirar una película y no fumar. Además de ser buen lector, mi padre era un cinéfilo apasionado. Teníamos una videoteca con más de dos mil películas, esa es mi herencia. Mi amor por el séptimo arte es, tal vez, superior a cualquier otro. Por un tiempo fui catalogadora de un sitio de cine arte; luego creé el mío propio, “Antiteatro”, muerto hoy en día. Soy fanática de Werner Herzog y de John Cassavetes, profeso un amor sobrehumano hacia Rainer Werner Fassbinder; admiro a Pier Paolo Pasolini, no solo como cineasta, sino como ser humano, en todas sus expresiones; a Carl Theodor Dreyer, creador de uno de mis films preferidos: “Gertrud”, de 1964, figura del amor absoluto; Ingmar Bergman y, sobre todo, Andréi Tarkovski: poesía hecha materia. Diría que la película que más me identifica es “Gone with the wind”: la revolución nacida de los golpes, del fracaso, elevando el amor a su grado más alto, el sacrificio. La lucha, abierta y total contra el rencor, surgida de un mundo que no parece enterarse del sufrimiento y esconde las manos con un egoísmo desalentador. Esa debilidad transformada, instalada en el borde de las heridas que sostienen los cimientos, es el resentimiento evolucionando hacia una acción superior. La protagonista resiste, hallando su fuerza en cada latido enterrado en los escombros, mediante el impulso constante del corazón. La película es la historia de la voluntad, la voz del alma buscando su lugar. La esperanza, tantas veces fiel, amarga e incómoda, puede llegar a enloquecerte cuando no lo estás intentando, pero es a través de esa pulsión donde la palabra encuentra su verbo: Dios o nombrar y que suceda. Es una obra maravillosa que jamás me canso de ver.

 

 

          5 — Colegio.

 

          YG — El colegio nunca me gustó. Iba a doble escolaridad y lo sentía agotador. Era pésima en Matemática, peor en todo. Presenté muchísimos problemas de conducta: até a una compañera con una soga de saltar. Engañándola, la puse de cara contra la pared y la empujé. En otra ocasión, tiré a otra por las escaleras. Los niños eran muy crueles, me hacían constantemente a un lado y yo, dentro de mi inocencia, quería que me expliquen el motivo. Nadie lo hacía y a mí me generaba una impotencia, una sensación de injusticia que no podía controlar y reaccionaba salvajemente. Alteraba entonces situaciones con el fin de incomodarlos: ocurrió una vez que hacían una ronda y no me permitieron participar. Fui al baño, me despeiné, desgarré mi ropa, me presenté en el medio del patio de juegos como una aparición y le dije a la maestra que los niños me habían lastimado. No era mentira. Entendía aquello como un abuso. Quería el encuentro cara a cara con alguien que me diga el motivo por el cual yo no pertenecía. Jamás lo logré.

          Al comenzar el secundario, descubrí la música y no hubo retorno. Me sentía incluida, respaldada. Hallé en eso la libertad. Continué cursando hasta que, finalmente, en segundo año, abandoné.

 

 

          6 — Adolescencia / Introducción a la escritura.

 

          YG — Al dejar los estudios me dediqué a la tarea de plasmar mi furia en el papel. Mi padre me había obsequiado una de sus máquinas de escribir; las tenía a montones, ya que las coleccionaba. Toda la noche leía y escribía. Podía hacerlo porque gozaba de total autonomía. En esa etapa me volcaba a los relatos. El primero que escribí se titulaba “Corte de luz universal”. Trataba sobre un ciego a quien su esposa, ya fallecida, le había asegurado que se había cortado la luz en el mundo, que nadie podía ver nada. Y así vivía, amparado por aquellas palabras, alejado de todo contacto, preso a la vez de una pertenencia y universalidad sostenida en la mentira. Hasta que alguien llama a su puerta, una antigua amiga que intenta decirle la verdad. Él elige no creerle y le arranca los ojos. Era un cuento corto, de una página, y en la última oración exclamaba: ¿era o no cierto que se había cortado la luz en el universo?

          Disfrutaba, las horas no tenían su peso y la vida parecía infinita; aún conservo aquellas hojas, ya amarillas, cuando lo único que hacía era escribir. Mi mundo cambió a partir de “Rayuela”. Un amigo de mis padres me lo regaló. Yo tenía trece años. Comencé a leerlo y de inmediato quedé fascinada. Aquel era un lenguaje similar al mío, las palabras que había ideado de niña y que solo yo comprendía. Y si bien no tenía las herramientas externas necesarias para entenderlo, creí comprenderlo en un nivel más allá de lo físico, ahí encontré mi escudo más íntimo en convivencia con un corazón demasiado real; todas las referencias eran nada comparadas con el significado que aquella novela de Cortázar tuvo en la insinuación explícita de mi alma.

          Empecé también a llevar un cuaderno. Toda mi voluntad estaba puesta en la tarea de escribir. Pasaba las noches en vela, deslumbrada. La calma de aquellas horas me permitía el encuentro de lo supremo con lo imperfecto, la búsqueda de la forma, la esencia que la palabra posee en sí misma, consagrada a ese nacimiento donde la extensión era el poema; y con ello llegó el aislamiento, la separación. No tenía a nadie cerca, solamente mis libros y el peso que los contenía. Creí no necesitar nada más. Me empeñé en existir únicamente cuando me encontraba en el mutismo que permitía mi cuarto, comprendida, protegida. Las personas me irritaban, salir a la calle era un martirio. Cuando lo hacía, no estaba realmente ahí, moraba en otro lado, en el borde de los cuadernos, de los poemas.

          Me encerré tanto que mi adolescencia fue confusa. Todo lo demás era escaso, incomprensible. El mundo era atroz y la poesía me mantenía viva. Por esta razón, cuando el abismo fue superior a cualquier símbolo, quise alejarme impulsada por el rechazo. Me obligaba a creer, paralizándome. Me conservaba en este mundo donde no aparecía un alma viva. Las personas siempre me decepcionaron y yo hallaba entre mis libros verdaderos amigos. Mi poeta argentino preferido es Ramponi; y del mundo, siempre, Arthur Rimbaud: su prosa completa es el único libro que llevo en mis viajes, ninguno más; casi que lo rezo de memoria, pero siempre hallo en su voz un nuevo mundo, secreto y reservado. También encuentro en San Juan de la Cruz lo que jamás pude transferir a las palabras. Por este motivo, su existencia me sana y me calma.

 

 

          7 — “La poesía me mantenía viva.”

 

          YG — Y sucede una muerte. El día en que mi padre falleció, amanecí sabiéndolo. Pasé la tarde a su lado, alternando la lectura con la rotación de su cuerpo, espantada por la escara que dejaba al descubierto que la vida ahí ya no era posible. Me miraba y yo notaba sus ojos atascados entre esto y lo extraño, queriéndome reconocer, pero desconociéndome. Finalmente, caí rendida entre sus brazos. Desperté sobresaltada y lo vi intentando ahogarse con su ropa, hundía la tela, desesperadamente, con el fin de atravesarse la garganta. Fui incapaz de ayudarlo, en la ferocidad de su fuerza, mis manos se querían ir con él. Y entonces vi la muerte por única vez. Mi padre gemía señalando un ángulo vacío de la habitación. Yo buscaba con mis ojos aquello que no podía ver. No había nadie, nada, pero su presencia se sentía como algo inequívoco. Los médicos me sacaron de la sala. Al regresar, no tuvieron que decirme nada. Mi padre se había ido. Entré, toqué su rostro y solo sentí la piedra, un cadáver rígido, que reposaba como un elemento más, igualmente vacío, sin entidad ni calor.

          Ver consumirse a la persona más firme de tu existencia es el comienzo de la orfandad, en el aspecto más profundo y absoluto. La desaparición física nos enfrenta con la certidumbre inexorable de nuestra propia muerte, la voz de la sangre calla un cuerpo, pero exclama la eternidad a través de otros; en este caso, yo. Saberlo no deja de hacerlo terrorífico. El día de su partida, algo se perdió en mí, para siempre. Esto me generó una dualidad emocional, aunque jamás culpa. Me encontraba desolada, pero en el momento en que sucedió me sentí liberada.

          De esa época datan algunos poemas de “Respirar puede ser un fracaso”. Los meses que lo acompañé en el hospital, lo cuidada y escribía. Los textos son tan fieles para mí que los leo y son como un hachazo, un regreso inmediato a ese espacio donde la vida de mi padre se apagó. Hoy no podría hacerlo. El dolor traspasó todas mis fronteras. La perseverancia viró hacia un sitio muy apartado, donde sobrevivir es, acaso, la última voluntad.

 

 

          8 — ¿Y a su muerte?

 

          YG — A su muerte descubrimos que la vivienda familiar se encontraba hipotecada. Imposibilitadas de abonar la deuda, comenzó un larguísimo juicio en el que, luego de algunos años, perdimos nuestro hogar. Mi padre no había dejado nada. Carecíamos de dinero para comer y pagar los servicios. Vivimos sin luz ni gas durante meses. Yo tenía veintiún años, y convivía junto a mi madre y mi hermana diez años mayor y diagnosticada con esquizofrenia. Me hice cargo de ambas. Llevé sobre mi espalda todo lo que conlleva la vida familiar. De repente, era mi padre. Demasiadas traiciones familiares giraron en el medio. Relaciones turbias entabladas por mi entorno que yo desconocía. Habitábamos la casa mientras el proceso seguía su curso.

          La situación era terrible, compleja. Luego, cuando mi madre decidió irse a vivir con su nueva pareja, quedamos, mi hermana y yo, solas. Ella enferma, y, para ser sincera, yo también. Sobreviví escribiendo, a la luz de la vela, con la tragedia más grande por mí conocida pisándome los talones, sin otro fundamento que cantar aquel infierno.

          Comenzamos a vender las estufas, aprendiendo a despedirnos de la casa que, lenta e imprecisa, parecía que quería retenernos. Los días más oscuros pasaban así, presas del pánico y de ese lugar inhabitable, esperando la muerte como ninguna otra presencia. Mi hermana vagaba por las habitaciones, como un fantasma, eso es lo que éramos, gemía y lloraba porque desconocía dónde iba a vivir. Yo la seguía, pensando si algún día habría de hacerlo.

          Para paliar aquellas horas de desgracia, cantábamos. Eran canciones inventadas que nos causaban una especie de risa apagada, y de inmediato el pánico, de nuevo. Hasta que nos tuvimos que ir. Su tutora se la llevó con ella. La internaron y la vi una sola vez más desde entonces. Conseguí la dirección del hospital donde la habían dejado, un sitio espeluznante, caído a pedazos con internos que esperan un taxi frente a una pared blanca coronada por alambres de púa: literal. Al verme me abrazó y lloró; cuando le dije quién era me soltó. Me había confundido con su hija.

 

 

          9 — ¿Y tu casa?

 

          YG — Cuando, por obligación, abandoné aquella casa donde nací y me crié, ya sin puertas, rotas las ventanas, poco más tarde, volví. Estaba deshabitada y no habían cambiado la cerradura. Yo entraba por las noches, me sentaba, a oscuras, en la habitación que alguna vez les perteneció a mis padres, encendía una vela y volvía a plasmar el desastre. Un ejercicio continuo, que me sacaba del mundo conocido y me metía en uno peor, mucho más real, pero que tenía la necesidad de enfrentar. Poblaban el cuarto varias de nuestras pertenencias, las que no pudimos rescatar. Las veía, por lo tanto, caídas en el suelo de un sitio destruido; los libros pertenecientes a mi niñez, manchados por el brutal paso del tiempo, plagados de imágenes que vieron épocas mejores.

          Lo escalofriante nacía de lo idéntico: las mismas letras, iguales frases que cuando ocupaban un hogar feliz; aquellas ruinas, la pérdida de toda esperanza en esa estructura, deformaron algo en mí, para siempre. La identificación entre esos muros y el presente, en contraposición con mi origen se encontraba en una cortina deslucida donde aún podía ver la marca de mis manos, los espejos arrancados, la cocina deteriorada. Y si bien conocía la verdad, incluso apartándola, me sentía protegida por aquellas paredes que me vieron crecer. Creía que esa era mi casa y quizás, con un esfuerzo mayor, con la poca distancia que anidaba entre el papel y yo, podría escuchar nuevamente la voz de mi padre.

          Nunca más volví. Me alejé confiando verla en llamas.

 

 

          10 — ¿Nos centramos en tu poesía?

 

          YG — Mis poemas son lo que fui, tal cual soy. Nacen de la necesidad genuina de formar mi propia familia, ahí, entre las palabras. La poesía me salvó, obligándome a la vida, muchas veces a mi pesar. Es, en consecuencia, la esperanza que jamás busqué. Así y todo, en esos momentos cuando el abismo es un cuerpo en sí mismo y su presencia lo cubre todo, yo no escribo, y cuando no lo hago sé que estoy en peligro. Luego, surge, irrefrenable, la fuerza que me protege y me acompaña, que logra que me siente en una mesa adelante de la máquina, aferrada a la hoja para seguir tejiendo mi supervivencia. Hoy, con el paso inevitable de los años, el cansancio hace que me acerque al mutismo. El tiempo se torna cada vez más tenebroso y el trabajo requiere una consciencia que no estoy dispuesta a exponer. Temo que pronto llegue el día en que me encuentre cara a cara con el silencio. Quedar varada entre esta vida y la otra, sin consentimiento, me lastima. Esto sucede cuando se acarrea una existencia plagada de desviaciones y presentimientos. Y eso es lo que interfiere con mi esfuerzo. Una especie de cautela, de vergüenza amarga ante la descripción. Si fuera meramente un hecho estético, todo sería más simple, pero es superior incluso a cualquier auxilio.

          De todos modos, hoy me encuentro finalizando mi tercer poemario, aún sin título. Son textos que maduraron cuando me aparté de aquel infierno físico, el descubrimiento de que por más que ceda a las tinieblas, vuelvo, obstinada, a buscar la paz que solo concibo en la escritura, si bien sé que nunca podré escapar de estas sombras que construyeron mi corazón desde sus inicios.

 

 

          11 — Tu mundo cambió y, según testimonios o declaraciones, el mundo de muchos cambió en gran medida a partir de esa “contranovela” de Julio Cortázar, “Rayuela”, publicada en 1963. ¿Qué otras obras, Yamila, fueron dejando en vos huellas profundas?

 

          YG — “Las mil y una noches” marcó mi infancia y me permitió el acceso a un mundo desconocido, lleno de magia, de peligros y posibilidades escondidas. La obra de Jorge Luis Borges, genio absoluto, sobrenatural y maravillosa, otorga la llave que abre todas las puertas. Fiódor Dostoievski, todo. Hermann Hesse, Henrik Ibsen. Juan Carlos Onetti, cuya voz es para mí un auxilio. Roberto Arlt. Alfred Döblin, y su monumental Berlin Alexanderplatz”, adaptada por mi amado Fassbinder, en una serie imperdible de catorce capítulos para televisión en 1980. Fernando Pessoa, sobre todo el “Libro del desasosiego”. “La Ilíada”, “La Eneida”. “Rojo y negro” de Stendhal, “El extranjero” de Albert Camus, “El maestro y Margarita” de Mijaíl Bulgákov, “La náusea” de Jean-Paul Sartre, “Diario de un seductor” de Soren Kierkegaard. Franz Kafka, Camilo José Cela, Mariano José de Larra, Goethe y mi otro amado, Ramón del Valle-Inclán, con especial cariño por “Luces de bohemia”.

 

 

          12 — Has destacado a Jorge Enrique Ramponi (1907-1977). ¿Cómo accediste a su obra? ¿Nos trasmitirías tus impresiones sobre su poética?

 

          YG Accedí a su obra a través de un antiguo amigo. Era imposible hallar sus poemarios en los estantes de las librerías. Me ocupé de rastrearlos y encontré ejemplares de “Piedra infinita” y “Los límites y el caos”. Ramponi es la poesía hecha cuerpo. Su frase “Piedra es piedra” posee una claridad tan cierta, sencilla y precisa que existe poco que lo supere. Su poesía es el canto de los despiertos, sus poemarios son ejemplos manifiestos de lo que es un corazón vivo.

 

 

          13 — Tu apellido me traslada naturalmente a ese pintor nacido en la isla de Creta en 1541: El Greco. Y a “la musa de los existencialistas”, la cantante y actriz Juliette Gréco. Y como tanguero que soy a Vicente Greco (1886 o 1888-1924), uno de los insoslayables músicos de la Guardia Vieja. Hablemos, te propongo, sobre tus predilecciones pictóricas y musicales.

 

          YG Mis gustos musicales son muy amplios. Escucho música clásica, tango, bossa nova, jazz, heavy, punk, rock, según mi ánimo, el cual es caótico, pero en casa suenan, siempre: Enrico Caruso y su voz que me perfora el alma, lo que me lleva a esa magnífica, tremenda obra de Herzog, “Fitzcarraldo”, película que no puedo recordar sin que se me agite la sangre. Danzig, muchísimo. Ramones, a quienes vi tres o cuatro veces. Billie Holiday, a veces sueño con ella. David Bowie, Alice in Chains, Héroes del Silencio. Y Leonard Cohen, al que tuve la oportunidad de ver en concierto en 2012, en Barcelona. Viajé para verlo en vivo y para caminar por el callejón del Gato, en Madrid. En cuanto a lo pictórico, me impresionan El Bosco y Francisco de Goya.

 

 

          14 — Daniel Rojas Pachas, en el prólogo a tu “Respirar puede ser un fracaso”, advierte “vasos comunicantes” entre esa poética y las de Benn Gottfried y el Conde de Lautréamont. ¿Coincidís? ¿De qué otras poéticas te sentís próxima?

 

          YG Sin duda, la obra de Isidore Ducasse me conmovió profundamente. Lo conocí de casualidad. Yo tenía diecisiete años. Fue en una feria, en un puesto de libros usados. Me acerqué y el primer libro que vi fue “Los cantos de Maldoror”, y el segundo, “Oficio de tinieblas 5” de Camilo José Cela, una obra potente, con un manejo de la ironía extraordinario, excelso. Me llevé ambos. Cuando abrí aquellas páginas de Maldoror supe que yo también habitaba ahí, en cada una de las palabras que generan sus cantos poéticos; un filo que atraviesa, buscando algo más, casi como un ensayo metafísico. Luego, se sumaron las voces de Charles Baudelaire, Federico García Lorca, John Milton, Novalis, Rosalía de Castro, Vladímir Maiakovski, San Juan de la Cruz, Walt Whitman.

 

 

          15 — ¿Qué poemas tuyos más valorás o más querés?

 

          YG Estimo y valoro cada uno de mis poemas. Son la memoria de mi vida. Cuando los leo, inmediatamente recuerdo cada momento, todos los instantes; dónde los escribí, qué sucedía a mi alrededor, qué no. Cualquiera de ellos me remite a mí misma en el pasado y hoy, cuando los leo en el presente, es decir, en el futuro de aquella que fui; noto que jamás estuve sola, que me tuve a mí misma. Ése es el motivo por el que aún existo.

 

 

          16 — ¿Tamborileo, mugido, cacareo, gañido, rebuzno o zureo?

 

          YG En mis descensos seguramente he asimilado sonidos ajenos. Mi parte animal se encuentra siempre propensa a despertar; sin embargo, de escoger, elijo mi propia voz, siempre.

 

 

          17 — ¿Por cuáles de las siguientes aseveraciones te percibís “más” alcanzada, y por qué?: Oliverio Girondo: “La poesía siempre es lo otro, aquello que todos ignoran hasta que lo descubre un verdadero poeta.” Juan Gelman: “Toda poesía es hostil al capitalismo.” Liliana Heer: “Al Poeta se lo distingue por la manera de no decir ciertas cosas, por la manera de decir otras, por su peculiar hábito de ceder al vacío central, por deslizarse en caída libre hacia un campo móvil, por habitar una discordia interminable.” Alberto Luis Ponzo: “La poesía no es violenta pero violenta el modelo elaborado para bloquear el ejercicio pleno de la vida.”

 

          YG — Con la de Girondo, sin duda. Rimbaud lo expresa maravillosamente: “Ver lo invisible, oír lo inaudible”. La poesía es la acción de devolverle a la vida sus otras existencias, lo indefinido a la materia. El poeta capta y revela los entornos escondidos, añadiendo otra realidad a la expresión. Creo firmemente en la palabra como testimonio y figura sobresaliente de lo advertido.

 

 

*

 

Yamila Greco selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

 

 

I

 

Encontrarme quizás con personas que crean que les hablo bajo los parámetros del mundo cuando yo en verdad estoy hablando el mundo

todos tienen miedo pude comprobarlo aun así me arrastro camino me siento en una mesa donde la única defensa posible son mis ojos

mis ojos están cansados yo estoy cansada y temo estar entre ellos nadie me escucha temo estar entre ellos 

yo quise respirar nadie me escucha pero yo quise respirar vi tanto que ahora no puedo vivir nadie me escucha yo vi tanto que ahora no puedo seguir viviendo

ni una persona viva —no estás sola— ésta es mi vergüenza lo que me recuerda aquellos días de verano cuando creí que todo era posible porque alguien existía

pero en mi vida ya no hay más veranos en mi vida ya no hay más vida palabras como amor casita estudiar yamila sol y amigo representan a partir de ahora mi deseo de haber nacido muerta.

 

*

 

 

II

 

 

La noche compite con la fuerza de la muerte,
transforma con insistencia los rasgos del alma.

Débil y derrotada como la piedra ante sí misma,
revela desiertos la luz a su figura.

Más allá de estas paredes,
el cielo pertenece a la catástrofe.

 

 

*

 

 

VI

 

Jamás el corazón tan apartado de su principio
cierra Dios mis latidos, rodeando los pulmones de verbo oscuro

la luz es una manifestación pendiente

Como un puñal caen los días, manos mediocres,
enloquecidas, cercando la destrucción

Nada es posible, lo sé, desde que me aproximé al Sol
y vi que se había rendido

desconozco ya como explicarlo,
si a mí misma me cuesta asimilar los espejos,

la miseria confesa en la expresión,
mi vida agotada en todos sus extremos

el frío inaudito dentro de este calor sobrehumano,
atormentada por volcar la sangre que me justifique

la esperanza, porque la muerte me señala
y parece acercarse la paz que no obtengo

finalmente, en este mundo, alguien en quien creer
cuando nadie me ayuda a calmar la noche

yo ruego, imploro, que la Tierra diga basta
aún hoy, faltando tan poco, basta.

 

 

*

 

 

XIII

 

 

Yo no canto, no grito,

yo escribo


y qué llamado de auxilio puede ser posible en el silencio


Escribir es el silencio y éste es mi llamado de auxilio


Estoy tirada en un pozo,

el silencio, el auxilio.


Yo tiemblo, como si en esa convulsión,
las rocas cedieran para dejarle paso a la vida.

 

 

 

*

 

 

XIX

 

 

Ni cielo alguno ni tierra.

 

Por qué sino las sombras protegen el manto de la vida,

calla su aversión la carne exhausta, el terror que la conforma.

Sucede la luz si las manos resbalan, su tejido y blanca certeza alimenta
su espalda, multiplica su yugo. El corazón no refleja más.

Llamar comprende sobras, polvo de los latidos perdidos,

la esperanza que no persiste ni se contiene.

Luego, vendrá el tiempo, el vacío extendido como un hueso a su llegada,
el día cuando nadie suceda por última vez.

Vendrá la noche, la hora previa al nacimiento, el Padre en todo oculto,
el lenguaje en su error desaparecido.
 
Otro nombre talla el infierno. La muerte, salvo crearla,

atraviesa el desierto su principio, la cordura su borde.

 

 

 

*

 

 

XXXVI

Contrae la muerte su refugio de sombras

reaparece en los signos el horror contrariado,
un devenir fallado, calcado en la memoria.

De por sí, la noche finge porque escolta
el símbolo de un territorio devastado.

Carencia es la mano negando la reacción del espíritu
poblando la Tierra de formas ásperas, impracticables,

como el corazón.

 

*

 

XXXIX

 

Tenebroso y escondido, rechazado por la luz
mi corazón, colmado, asfixia

Nunca fracaso en la vida sino en el cuerpo,
la respiración derrochada, su límite agobiante,

separa el cielo de lo ajeno,
porque la indiferencia aterra y la soledad llama

Caigo, sin embargo, caprichosa y sedienta, 
a los pies de un alma que me obliga 

pero por más que las imágenes se multipliquen
y el mundo parezca habitado, la existencia, nunca

Dios tampoco, enemigo de todos, también de los muertos
que me esperan para atravesar la noche.

 

*

Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Yamila Greco y Rolando Revagliatti.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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