AGUA DE BORRAJAS
Lo último que recuerdo es que había decidido caminar un rato. De golpe me encontré en el suelo como una bolsa amorfa y resbaladiza. Frenó el cuerpo, no yo, a tres metros de donde se había producido el tropiezo. Necesitaba que alguien me explicara qué hacía allí, tal vez, que me despertara. Sentía lo más parecido a un bebé que podría imaginar. No hablaba, miraba sin comprender mi derrotero. Volví a través de una voz juvenil que me quiso auxiliar. Como el más indefenso infante me entregué a su ayuda deseando que me tomara en upa. Claro, esto no fue así y por suerte me di cuenta a tiempo. El muchacho me ayudó a incorporarme y ahí “largué el mordisco de manzana”. Comprobé que me podía poner de pie, que mis rodillas me sostenían, que los brazos, aunque lastimados, colgaban a cada lado y la cara, que había actuado de freno, todavía mantenía la boca para decir: gracias.
Llegué a casa como pude sin estar segura de ser yo. ¿Cómo no se había detenido el planeta entero? Los autos andaban, la gente con el apuro de siempre y, yo, sin puntos de referencia. Todavía carreteaba tan insegura que no encontraba el sillón ni mi entorno.
He pasado por circunstancias mucho más dramáticas, pero creo que, por alguna razón que desconozco, nunca llegué hasta el umbral de bebé. No atinaba a limpiar las heridas ni a poner hielo en los ojos. Sentía nada. Finalmente pude encontrar en la foto de mi madre, mi circunstancia y allí cambió todo. Supe de mis manos, del dolor de mis rodillas y de mi cara deformada. Recordé dónde encontrar los cubitos y el desinfectante adecuado. Si bien retomé el cuerpo, todavía nadaba en agua de borrajas. No tenía a nadie para que me tomara en brazos. De modo que hice lo que muchos hacemos en circunstancias análogas: llamé al médico. Jugué mi propio parto, aproveché la compasión que les produje y definí que, mientras me curaban, ponían más énfasis en la caricia, que en la sutura.
Me gusta el relato, bien el suspenso y el clima en que nos ubica. Gracias.
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