sábado, 22 de julio de 2023

Katy Herendi-Argentina/Julio


 

QUIZÁS ESCRIBE PALOMAS  

 

Hay semanas en las que desaparece y después vuelve. La encuentro en la plaza, casi todas las veces escribiendo. El cuaderno gastado. Su espalda encorvada sobre el cuaderno gastado. Ajado de tiempo, de sus manos, también de lluvia.  A veces, según de dónde viene, el viento trae su voz, un murmullo como de alguien  que reza, de alguien que está confesándose y no se detiene. Murmura, escribe. Se queda viendo algo, algo que solo ven sus ojos, algo que aletea fugaz entre las plantas. Se queda largo rato así: suspendida, ajena. Cuando eso pasa, cuando la veo absorta y ausente, me quedo viéndola. Ella no quiere dejarse ver. Nunca supe el color de sus ojos, no podría describir su cara. No realmente.  Puedo decir que sus mejillas en general son coloradas, pero  debajo de la gorra a cuadros, escocesa, roja y azul, grande para su cabeza, mucho no se ve. En la nuca asoman algunos mechones no del todo blancos todavía. No sé calcular su edad. Dicen que es joven, que ronda los cuarenta. Tal vez.

Casi todas sus acciones las va repitiendo un día y otro. Tiene arranques de furia. Batalla con algo. La vi tirar el cuaderno, gritarle, después casi enseguida arroparlo contra su pecho. Su cuerpo se balancea y lo mece. Cuando eso pasa pienso en   cuánto  dolor  habrá escrito en su cuaderno, qué será lo que  precisa manifestar  en ese gesto del abrazo.  Siempre está su murmullo. Nunca se detiene. 

Su  cuaderno debe haberse mojado más de una vez. Las hojas quedan justo así, con esa ondulación. A la distancia así parecen rígidas,  quebradizas. Me pregunto si las historias escritas seguirán ahí. O si siempre las reescribe  porque la lluvia se las borra. La encuentro escribiendo tantas veces,  abstraída,  con la mirada fija en un punto invisible. Después, de pronto recuerda o algo se revela y retoma la escritura. Escribe y escribe. Cómo puede escribir tanto. No le da tregua a las manos. Todo ese movimiento  que mana de su cabeza como una lava, que fluye por  sus dedos, que es expulsado a través de la punta de su lápiz:  el runrún de su letanía. Eso contínuo. Todo junto. Como una gran colmena que produce.  Su cabeza sumergida por un rato largo. Toda ella. Un rato muy largo. 

Hasta que me ve. 

Entonces mete el cuaderno en una de sus  bolsas, pronto, como si le quemara en las manos, y mirándome, sin moverse de su lugar, empieza a balancear las piernas hacia atrás y hacia adelante, atrás adelante,  con tanta fuerza como si quisiera que el banco se moviera, como un bote contra la corriente al que hay que empujar, y con una rabia tal, que  mientras sus ojos me miran por el rabillo, la barbilla casi le toca el pecho, se limpia los mocos con un puño  cerrado y  los nudillos se le ponen blancos. Pura rabia toda ella. Creo que si pudiera matarme con su mirada lo haría. Muchas veces. Me asustan sus reacciones. Estamos un poco lejos una de la otra pero me putea igual. Como si yo le hubiese robado,  o algo. Me da vergüenza que haga eso. No lo hace en forma directa, no en mi cara, pero es hacia mí, lo sé.  De golpe,  su furia merma, se calma de a poco, sola,  se queda enfurruñada, más tranquila, un poco más calma. Se queda diciendo cosas que, para variar,  no alcanzo a oír. Es como un ruido de lluvia constante.  Hubo días en los que me fui de la plaza porque le  tuve miedo. Y volvía porque me olvido y por costumbre. Me gusta sentarme a leer al sol en una hora en la que no hay mucha gente.

Las primeras veces que la ví quise hablarle, saludarla, al menos eso,  pero fracasé todas las veces, hasta que desistí.  Me gustaría ayudarla de algún modo.    Quería que sintiera que no la estaba fisgoneando, que no era mi intención molestarla. Pero es imposible: ella levanta un muro entre las dos. Cuando me ve le salen  dardos de los ojos. Su boca mastica sentencias repletas de furia. Porque no es enojo, no. Es una rabia espantosa la que parezco provocarle. No sé por qué me detesta. No alcanzo a entender las palabras que usa contra mí,  pero sí me llega la fuerza de ellas, de los insultos que no alcanzo a dilucidar. Ella sola es como una multitud,  un  murmullo de rezos.  Si se siente descubierta, se levanta  ofendida, junta sus  cosas  y con todo eso,  un cúmulo de bolsas, parece dispuesta a irse al tiempo que su voz se hace más fuerte  gritando cosas horrendas. Pero no se va. A veces llega hasta el borde de la plaza, a la vereda, al borde de la calle y se queda mirando. Largo tiempo. Es triste verla así, parece perdida en un lugar que ella conoce. O rumbea unos pasos más,  hasta la estación del tren, se sienta en un banco y después regresa. A veces lo que hace es  juntar todas sus cosas, acercarse hasta la fuente grande, la del centro de la plaza,  apoyar todo en el borde, mirar adentro. Siempre se detiene a mirar adentro a ver qué hay.  Podría jurar que da siempre los mismos pasos sobre las mismas baldosas. Un ritual. Se asoma con un gesto infantil, inocente, como si fuera la primera vez que se asoma a la fuente, y allí descubre de nuevo que es una fuente seca. Que alguna tuvo agua y ya no. La fuente nunca tiene agua.  Ella actúa sorpresa como hacen los mimos. Abre grandes los brazos, pone las palmas de sus manos contra la cara, su boca es una gran O. Sonrío cada vez que lo hace pero ni me mira. Después levanta las bolsas otra vez, todas, revisa el suelo. Que no quede ninguna. Camina alrededor  pensando quién sabe en qué. La rodea entera a la fuente,  pasos cortos, cortitos, mira los árboles alto, muy alto, los ojos quedan prendidos viendo el cielo.  Con todo lo que tiene en las manos, el cuerpo inclinado hacia atrás,  mira el cielo.  De lejos, podría parecer una inmigrante recién bajada de un barco. De otra época.   Da unos pasos para allá, o de nuevo para acá, y finalmente se decide por el mismo banco en el que había estado antes, pero se sienta  hacia el lado contrario,  con la vista puesta hacia la estación. Eso le trae calma. No verme. No ver a nadie. Entonces, casi de inmediato abre sus muchas bolsas de plástico, muchísimas, las abre un poco a todas, busca. Las cierra; pero hay una en especial que deja para el final. La deja para lo último a propósito. Hace tiempo, la va desplazando y después finalmente “la encuentra”. Hace como ese juego. Crea una expectativa.  Ella sabe que apenas abra esa bolsa la plaza cambiará. Es algo que provoca cierta magia. El contenido de esa bolsa atrae a las palomas. Y cómo saben. Basta con que la mujer se acomode en ese banco,  orientada hacia la estación, y comience a hurgar entre sus cosas, para que las palomas vayan apareciendo. De a poco.  Caminan un poco más cerca, un poco más confianzudas. Ella saca su bolsa de plástico y de red y el aire se llena de palomas. Ella abre la bolsa, y en un tiempo que no se puede calcular de tan breve, aparecen volando todas las palomas del mundo. Es una invasión de palomas. De todos los colores. De todos los tamaños.   Desde todos los árboles, desde todos los rincones,  las terrazas de los edificios,  detrás de la estación, de entre los autos esperando la luz verde, de los bordes de las veredas, de las cabezas de las estatuas. Las palomas la rodean, le caminan sobre la falda, sobre su cabeza, se posan en ramas  cercanas, en el banco, en sus hombros y comen de sus manos, de la bolsa abierta,  o de los montoncitos que la mujer deja caer en el suelo. Ella tiene panes y galletitas para las palomas, todos los días.  Y todos los días la plaza se llena de plumas, de revoloteos en el suelo, de esa especie de gorgoteo de sus gargantas. Ella les habla. Las llama con dos o tres nombres que repite, o que de pronto cambia. A una le dice Sara, le dice Pepa, le dice Popi.   Y cuando ya no hay más mendrugos para compartir, las echa; con un enojo tremendo: salí mugrosa, fuera asquerosa, fuera, fuera, fu-fu…, y sacude sus manos y se sacude la ropa. Se acomoda la boina. Vuelve a murmurar como ofendida.

Se cambia de banco:  traslada todo su mundo como un pequeño caracol hasta otro banco, enfrente;  a escasos metros del anterior, debajo de los gomeros centenarios, detrás de la calesita. Espía si alguien merodea por ahí. Ella sabe que sí, que hay gente, pero para el  lado de la gente ella no mira. Saca una botella de uno de sus bolsillos grandes. Todos los días tiene algo para las palomas, algo para comer ella,  algo para beber. Alguien me contó que hay un grupo de personas que siempre le dan una mano, comida y abrigo,  pero  no todas las veces ella acepta. Hay días en que no quiere nada. Y si le insisten desaparece por semanas y eso es peor.  A la noche duerme en una parte abandonada  de la estación, por la tarde una siesta en la plaza.  Todo su cuerpo recogido sobre el banco, la bolsa de red debajo  de su cabeza. Los pequeños pies juntos.  Nadie la molesta aquí.

Quizás sueña con  palomas. O con historias para escribir.  Quizás esté soñando con irse otra vez.

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